Una plaqueta en el frente del Hotel Castelar -donde se alojó durante su estadía- y una calle en Caballito por la zona de Primera Junta a la que más de un desprevenido sigue llamando Cucha Cucha, lo recuerdan. Pero entre Federico García Lorca y la ciudad de Buenos Aires hubo amor. Visitó la ciudad por una invitación de la Sociedad Amigos del Arte para dar una serie de conferencias. La visita que iba a ser breve, como suelen ser las de los visitantes extranjeros en gira, duró casi medio año: desde octubre de 1933 hasta marzo de 1934. Fue en esta ciudad que le tocó al poeta vivir en vida, justamente, el éxito más grande de su vida. Buenos Aires fue a Lorca eso: la calma que antecede a la tormenta. Cargando todavía en su mochila de artista la riquísima experiencia de su viaje a Nueva York en 1929 (donde vivió y escribió en primera persona el crack económico), y todavía angustiadísimo por las críticas y burlas que Buñuel y Dalí -sus ex amigos y algo más- le habían dispensado con motivo de su exitosa pero muy alejada del surrealismo Romancero Gitano (obra poética publicada en 1928), Lorca encontró en Buenos Aires un torbellino de éxito: gente colmando los teatros donde se representaban sus obras (Bodas de sangre, La zapatera prodigiosa y Mariana Pineda) y muchísimos aplausos, apenas dos años antes del que sería su tristísimo fusilamiento. El Café los 36 billares, obviamente el Hotel Castelar, el Teatro Avenida, El Tortoni, la confitería El Molino y hasta la cancha de Boca y la Isla Maciel fueron algunos de los sitios emblemáticos de la ciudad que, junto a personalidades de la época como Girondo y Norah Lange, González Tuñón, Victoria Ocampo, Alfonsina Storni, Natalio Botana, Salvadora Medina Onrubia y el mismo Neruda (que residía aquí por esos años), sedujeron y dejaron su marca en el indomable corazón del poeta. Para Buenos Aires, por su parte, la presencia luminosa de Lorca (quien llegó al país en un año en el que se contabilizaron nada menos que 500 suicidios además del multitudinario entierro de Yrigoyen) significó un oasis en ese desierto que constituyó la Década Infame, con dos golpes de Estado en la entrada y en la salida (el que derrocó en 1930 a Hipólito Yrigoyen y el que hizo lo propio en 1943 con Ramón Castillo), fraudes electorales por donde se mirara y suicidios tristemente célebres (Alfonsina Storni, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, entre otros).