La narrativa usual acerca de Norah Lange históricamente le ha dado un rol secundario a su literatura y la ha enmarcado como la “musa” de Borges o, peor, como la mujer que le rompió el corazón y se casó con Oliverio Girondo. Nada de esto sorprenderá al lector argentino, que sabrá que el chisme literario es en el país casi un género en sí mismo, pero en casos como este bien vale la pena cuestionar estas prácticas, especialmente cuando tapan una realidad más compleja e interesante. En todo lo que se refiere a Lange, rascar tan sólo un poquito esa superficie es encontrar una escritora hecha y derecha, vanguardista -magistral, incluso- que, bien mirada, se diría que hasta pudo haber hecho escuela.
Exótica, llamativa, con sus grandes ojos claros y melena pelirroja -la marca de sus orígenes nórdicos- no sorprende que para muchos pareciera más una diva del cine que una escritora. Lange era hija (la sexta de nueve que tuvo su madre) del ingeniero noruego Gunnar Lange y de la argentina noruego-irlandesa Berta Erfjord. A pesar de que con Girondo años después mentirían sobre sus edades y generarían confusión en los historiadores desprevenidos durante años, nació un 23 de octubre de 1905 en la casa de la calle Tronador que más tarde inmortalizaría en sus relatos de infancia. Pasó cuatro años allí, seis en Colonia Alvear, Mendoza, con toda su familia y retornó a la Capital en 1915 luego de la muerte de su padre. Y fue en Buenos Aires, entonces, donde la joven Norah Lange dio sus primeros pasos en el mundo de la literatura.
De la mano de su primo lejano Jorge Luis Borges (cuyo tío paterno estaba casado con una de las tías maternas de Norah), a inicios de la década del veinte conoció el ultraísmo y se empezó a interesar por la poesía vanguardista. Más allá de que durante años se insistió en que la relación habría sido más que una de mera amistad, la sobrina de Norah, Susana, siempre desmintió los rumores, señalando que ambos se habían conocido desde la infancia y que Borges llegaría a pedirle matrimonio no a ella, sino a su hermana Haydée, por lo que su tía jamás formó una pareja con el autor de Ficciones. Lo que sí nos queda claro sobre este lazo es que había una profunda admiración y respeto que se tradujo en la incorporación de Lange a las filas de las míticas publicaciones Martín Fierro y Proa, para las cuales realizó varios aportes. Más aún, su primer libro de poesía, La calle de la tarde (1924), incluyó un prólogo de Borges y un grabado de su hermana, Norah, en tapa.
En paralelo, mientras Lange publicó dos nuevos libros de poesía y su primera novela – Los días y las noches (1926), El rumbo de la rosa (1930) y Voz de Vida (1927) – ella devino en una suerte de Mariquita Sánchez de Thompson de la vanguardia cuando la casa de la calle Tronador se transformó en un punto neurálgico para una parte de la intelectualidad porteña. Quienes estuvieron allí, luego recordarían con gran cariño las veladas de los sábados y domingos por las que pululaban personajes como Leopoldo Marechal, Alfonsina Storni, Horacio Quiroga, Macedonio Fernández o Emilio Petorutti. Fue así que, como parte de esta multitud, Lange conoció en 1926 a Oliverio Girondo.
El poeta de los espantapájaros sería, sin dudas, el gran amor de la vida de Lange. Les llevaría casi quince años concretar un matrimonio, pero ya desde poco tiempo después de conocerse mantenían una relación esporádica y vivían juntos en la casa de Girondo en Suipacha 1444. “Todo un escándalo para la época”, según Susana Lange. Pero, en todo caso, entre el fanatismo por la literatura y el romance, Norah y Oliverio pasarían el resto de sus vidas juntos, compartiendo veranos en la costa y dedicándose sus libros el uno al otro.
Más allá de su vida sentimental, a veces recordada en detrimento de su carrera literaria, es importante detenerse también un poco en lo que Lange aportó a las letras argentinas. Muchos suelen destacar que hoy casi no se la recuerda, pero ella en su momento fue bastante reconocida y celebrada dentro de los ámbitos literarios – aún teniendo en cuenta las limitaciones que su género le imponía. Porque, si bien las críticas favorables de sus contemporáneos siempre parecen sugerir que era buena a pesar de su condición femenina, no queda duda que ella fue una participante activa y destacada de ese ámbito.
Primero con su poesía y luego con su prosa, que le valdría varios premios y reconocimientos, Lange se transformó en una autora excepcional. Además de su libro más famoso y laureado, Cuadernos de Infancia (1937) – dónde relató de forma magistral sus memorias de infancia y juventud – Lange supo construir su identidad como escritora que incluía una mirada femenina pero que iba más allá de lo que se consideraban géneros o temas típicamente “apropiados” para las mujeres de la época. Así, con una novela como 45 días y 30 marineros (1933), además de empelar ya ciertos elementos rupturistas en lo formal, en cuanto a la trama coqueteó con la inmoralidad y elaboró un relato repleto de tensiones sexuales en el que una mujer viaja sola en un barco carguero con una tripulación completamente masculina.
Sin embargo, los que muchos críticos consideran sus escritos más rupturistas aparecieron recién a partir de la década del cuarenta. En ese punto, tras la publicación de Antes de que mueran (1944) – una memoria opaca y oscura, casi una contracara de Cuadernos de infancia – ella se metió más de lleno en la experimentación narrativa y en el empleo de elementos del género fantástico. Ya en esta veta, no sorprenderá que Lange en este punto desplegara toda su maestría como autora y produjera las inquietantes (y un tanto claustrofóbicas) novelas Personas en la sala (1950) y Los dos retratos (1956), a los que se puede agregar la póstuma El cuarto de vidrio (2006). Todos ellos, libros que escapan a las convenciones tradicionales del fantástico y se adentran – con una sensibilidad moderna – en algunos de los códigos del gótico decimonónico, hilando relatos de atmósfera pesada que, sutilmente, producen extrañamiento y la ansiedad.
Después de esta etapa, ya como una autora consagrada, Lange se retiró un poco del mundo de la ficción y sólo publicó un nuevo libro titulado Estimados Congéneres (1968). En él ella recuperaba algunos de los elaboradísimos discursos que escribía para los homenajes que realizaba a sus amigos y conocidos – ya recopilados en parte en Discursos (1942) -, algo que nos permite adentrarnos un poco más en la forma en la que se relacionaba con su entorno. Estos textos, además de las fotos que nos quedan de sus fiestas y reuniones, nos dejan claro que Lange podía combinar el trabajo serio en sus proyectos literarios con la diversión.
En definitiva, siendo reconocida y celebrada, ella falleció el 4 de agosto de 1972, cinco años después de su marido. La enterraron con Girondo en la Recoleta y el tiempo, después, hizo lo suyo y la fue dejando atrás. Su nombre, aunque jamás olvidado, se volvió tan sólo el de alguien que representaba meramente una curiosidad, una nota al pie en la vida de los hombres de ese mundo por el que se había movido. Por suerte hoy, en un acto que tiene sabor a justicia, su figura está siendo lentamente recuperada a través de reediciones de sus libros y, por primera vez, la traducción de sus textos al inglés.