El 19 de febrero de 1938 los dueños del hospedaje “El Tropezón” encontraron muerto a Leopoldo Lugones. No tenían idea que el hombre que allí yacía, era el escritor más importante de Argentina y probablemente de América Latina. La muerte de Lugones en tales circunstancias fue el acontecimiento del momento, tapa de todos los diarios.
Su suicidio creó suspicacias. Un año antes, casi de la misma forma, había puesto fin a sus días Horacio Quiroga. Uno desahuciado por una enfermedad, el otro, por un amor. Nadie se privó de dar su opinión sobre lo sucedido. Algunas fueron discretas, otras fantasiosas y hubo mal intencionadas. Lugones, además de poeta y ensayista fue un hombre comprometido políticamente que sabía que no sería juzgado con imparcialidad por sus contemporáneos.
Sin ir más lejos, el padre Leonardo Castellani, el testigo de su reciente conversión al catolicismo, no se privó de calificar lo sucedido como “un suicidio de sirvienta”. Una expresión que hubiese herido la susceptibilidad de este hombre proclive a los lances de honor.
Jorge Luis Borges fue mucho más compasivo, a pesar de que sus diferencias literarias, dijo: “Aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de las palabras, sintió en la entraña que la realidad no era verbal y puede ser incomunicable y atroz y fue callado y solo a buscar en el crepúsculo de una isla, la muerte”.
Aquel viernes 18 de febrero Lugones tomó la lancha en el Tigre decidido a no volver. Los dueños del hospedaje vieron descender del barco a un hombre de alrededor de sesenta años vestido de blanco. Sus modales eran educados y serenos, nada hacía presumir el fatal desenlace. Nadie lo reconoció entonces y a nadie le llamó la atención su soledad.
La decisión de matarse probablemente haya sido largamente meditada, pero el acto fue breve y definitivo, aunque el cianuro estremece a la víctima antes de dejarla exánime. El whisky apenas atontó sus sentidos. Antes de morir, Lugones dejó en la mesa del cuarto un escrito en el que confesaba su imposibilidad de terminar de escribir la biografía de su admirado Julio Argentino Roca. Interesante confesión que a todos llamó la atención, pero que no justificaba la drástica decisión.
Al momento de morir Lugones era un hombre con muchos problemas. Problemas personales, económicos, afectivos y también problemas políticos. Nadie se mata sólo por tener problemas. La vida misma es un eterno problema.
Todos coinciden en señalar que la relación amorosa con Emilia Cadelago, una jovencita muchos años más joven que él, fue el desencadenante. Aunque el causante de esa muerte haya sido su hijo Polo.
Lugones en sus buenos tiempos, se jactaba, con esa soberbia que lo caracterizaba, de haber sido el marido más fiel de Buenos Aires, porque todas las noches dormía en su casa. Sin embargo, Lugones cayó en la trampa de un amor otoñal.
Su hijo, había tomado al pie de la letra sus alardes de fidelidad, y amenazó a Emilia con detenerla, habló con los padres de la joven y le enrostró al propio su intención de internarlo en una colonia psiquiátrica. La amenaza era para tenerla en cuenta, porque Polo, el macabro inventor de la picana eléctrica, cumplía sus promesas en una época que pasó a llamarse “la década infame”, justamente por individuos como el comisario Lugones.
Mientras Polo escalaba en su carrera policial, la relación con su padre se hizo más tortuosa. Según se cuenta, en una oportunidad Lugones le dijo a su hijo: “Lamento dos cosas en la vida, haber escrito “Lunario sentimental‘ y haberte engendrado a vos. Esos fueron mis errores más grandes”. La respuesta del comisario fue breve pero demoledora: “No te preocupes, padre, nadie te los atribuye”.
Al momento de suicidarse, Lugones no se percató que estaba siguiendo el inexorable destino escrito en sus genes. Como tal pasaron a su descendiente. Leopoldo Lugones se suicidó en 1938. Polo lo hizo en 1971. El comisario tuvo dos hijas, Piri y Babú. Piri participó del mundo intelectual de los sesenta. Fue amiga de escritores y artistas, a los que se presentaba como “la hija del torturador y la nieta del escritor”.
Piri ingresó a Montoneros en los setenta. Fue secuestrada y torturada hasta morir. Haberse negado a ir al exilio fue de alguna forma de suicidio. Piri tuvo tres hijos. Uno de ellos, Alejandro, también se suicidó y lo hizo en el Tigre. Un homenaje, tal vez inconsciente, a su bisabuelo.
Lo cierto es que en aquellos años se suicidan en la Argentina Alfonsina Storni, Horacio Quiroga, Lisandro de la Torre, Enrique Méndez Calzada, Florencio Parravicini, Víctor Juan Guillot. Quizás cansados de esa inutilidad a la que se refería Borges, quien en algún momento también jugó con esa idea.
Un solo nombre sobre el granito rosado, una puerta de bronce, con los dibujos de La Pasión. Al trasponer esta puerta, se lee “Aquí terminan las vanidades del mundo”.
Jorge Beristayn (1894-1964) fue pintor y retratista que cosechó premios y reconocimiento académicos en el país y en el exterior, donde se conservan algunas de sus pinturas como en el Arte Moderno de Madrid y el Museo Real de Estocolmo. El templo de la colectividad sueca alberga valiosos vitreaux que él dono.
Beristayn diseñó esta hermosa bóveda, labró sus puertas y dibujó los vitreaux. Hizo traer de Ravena este Cristo en mosaico, al estilo bizantino, al igual que el sarcófago de una sola pieza que ahora lo alberga.
En esta bóveda, Jorge Beristayn cobijó el cuerpo de Leopoldo Lugones por muchos años hasta que fue trasladado a su lugar de origen, Río Seco, Córdoba.