Martín García Mérou

Martín García Mérou nació en Buenos Aires, el 14 de octubre de 1862, hijo de don Antonio García, español, y de doña Olimpia Mérou, francesa.

Pasó los primeros años de su infancia en Entre Ríos, para volver a esta ciudad, donde cursó estudios en el Colegio Nacional, durante el rectorado de José Manuel Estrada.

No había cumplido quince años, cuando ganó un concurso literario con una composición titulada Amor filial. Por esa época, y mientras proseguía sus estudios, se vinculó al diario La Nación, en el que ingresó como corrector de pruebas. Poco después firmó esas mismas columnas, con el seudónimo de “Juan Santos”, folletines que le valieron ganada fama.

Inició sus tareas en la Facultad de Derecho, pero debió interrumpirlas.

Desde la adolescencia, mostró inclinación por las letras, publicando sus Poesías (1880); Reflejos (1881) y Varias Poesías (1882), que más tarde fueron reunidos en otro volumen.

En tanto aparecieron Lavinia e Impresiones, ambas en 1884.

También perteneció al Círculo Científico y Literario, que reunió a la juventud intelectual de la época, y colaboró activamente el “El álbum del hogar”, la revista dirigida por el poeta Gervasio Méndez.

Tenía diecinueve años, cuando por iniciativa del periodista Manuel Láinez, se inició en la diplomacia siendo designado a ocupar el cargo de oficial secretario “ad honoren” de nuestra legación en Colombia, y después en Venezuela, en la misión diplomática del Miguel Cané. El trato íntimo y asiduo con tan cultivado espíritu y escritor, como las enseñanzas del largo viaje y la permanencia en aquellos países, fueron benéficos en su formación.

En “Recuerdos literarios”, relata cómo tenía una habitación especial para hacer los cuadernillos donde Cané escribía “Juvenilla”, y comentaban juntos los capítulos que salían de la pluma del ilustre escritor.

Al año siguiente, quedó cómo encargado de negocios interino. De regreso al país, prosiguió los estudios de Derecho, que pronto abandonó definitivamente, pero aquel noviciado en la diplomacia fijó su rumbo. En 1838, fue secretario de primera clase de la delegación en Brasil, pasando en 1884, a España, también cómo encargado de negocios interino.

Tuvo entonces una larga correspondencia con José C. Paz que le escribió desde París. Atraído seguramente por la Ciudad Luz, un año después fue trasladado a Francia.

El presidente Julio A. Roca lo llamó en 1885, para darle la secretaria privada, en 1886 se le designó ministro residente en el Paraguay, cargo que tenía cuando murió Sarmiento en Asunción, acompañando al prócer en sus últimos días.

En 1891, marchó al Perú, siempre como Ministro Plenipotenciario, pasando en 1894 al Brasil, y en 1896 a los Estados Unidos.

En 1901, durante la segunda presidencia de Roca, volvió a llamarlo para asumir el Ministerio de Agricultura, en reemplazo del Dr. Emilio Frers, en ese año fue delegado a la Segunda Conferencia Panamericana con asiento en México, donde se trató la tesis del arbitraje en la cuestión de límites de Chile y la Argentina. Pronto abandonó el ministerio, y regresó a desempeñar su cargo diplomático en Estados Unidos hasta 1905.

Actuó como delegado al XIII Congreso Internacional de Americanistas que se reunió en Nueva York. En esa fecha se trasladó a la delegación de Alemania, Austria, Hungría y Rusia. Al día siguiente de llegar a Berlín para hacerse cargo de su puesto, cayó enfermo y falleció el 30 de mayo de 1905.

Al tenerse noticia de su deceso, los diarios de la capital le dedicaron extensas notas necrológicas y elogiosos juicios consagratorios.

Ha dejado una vasta obra de poeta, ensayista, historiador, periodista y crítico, lo que da una idea de su talento creador.

Merecen destacarse “Estudios Literarios” (1884), “Poesías” (1885), donde reunió toda su producción lírica, precedida por una carta de Carlos Guido y Spano en respuesta al envío de su primera colección, acompañándola de un prólogo fino y humorístico, datado en Madrid. De ese mismo año es su “Ley social” (Costumbres contemporáneas”, novela, cuyo relato es de escaso interés, ocurre en Madrid. “Libros y Autores” de 1886; “Perfiles y miniaturas”, (1889); “Juan Bautista Alberdi” (Ensayo histórico) (1890), obra que no ha perdido actualidad a pesar del tiempo transcurrido: es en verdad, un estudio bibliográfico que se reduce a una glosa de la literatura alberdiniana; “Cuadros épicos” y “Recuerdos literarios” (1891). Muchas de las páginas de este último libro -con cierto sabor de Anatole France-, hacen de él, un “chroniqueur” en el que asoma constantemente el historiador.

Su admiración y agradecimiento por Mitre le han dictado frases conmovedoras.

No olvidó sus comienzos modestos en La Nación, contó como perduraban en su mente las impresiones recibidas al recorrer por primera vez los talleres de impresión; evocó “el acre perfume del papel mojado”, las “palabras alentadoras de aquel dulce y malogrado Adolfo Mitre”, la figura enhiesta y bondadosa y ese respeto que sentía por el soldado y el estadista, y que lo paralizaba cada vez que tenía que recurrir a él “para aclarar algún punto de historia…”. Mantúvose unido al diario de Mitre hasta el final de su vida; fue corresponsal de “La Nación” en Estados Unidos, escribiendo “Notas Americanas”, con los seudónimos de “Travelliers” e “Ignotus”, que le daban paso fácil a la confidencia. El libro citado encierra valiosas páginas de historia literaria del país. No es un conjunto de estudios críticos ni la historia de una época, son sus recuerdos de las “organizaciones intelectuales” que conoció, y como tiene buena memoria, reproduce las anécdotas, los retratos, las escenas, que se entretejen con versos y fragmentos en prosa de libros o de artículos de periódicos que ilustran un período fermentativo, rico en promesas, y muestran la salvación del espíritu en un medio dominado por el creciente utilitarismo.

Dos años después desde Lima, completó “Confidencias Literarias”, aquel panorama con nuevos recuerdos y juicios sobre figuras sobresalientes de la intelectualidad argentina, como, entre muchas de: José Manuel y Santiago Estrada, Enrique y Rodolfo Rivarola, Rafael Obligado, Martín Coronado, Gervasio Méndez. También dedicó varios capítulos a Colombia, estudiándola en su historia literaria, con observaciones de carácter político y social. En ese libro recordó que tuvo el privilegio de acompañar al ex presidente Nicolás Avellaneda en los últimos días de su corta permanencia en París, que fueron casi los últimos de su vida, ya amenazada por grave enfermedad, pues el gran estadista murió poco después en el mar, de regreso a la patria, y de asistir a la agonía de Domingo Faustino Sarmiento, en Asunción del Paraguay.

Entretanto, a lo largo de su incesante peregrinar mientras cumplía su misión representativa, García Mérou no “se curaba de su mal de juventud”, y seguía escribiendo con curiosidad abordando los más diversos campos.

Interesado por los huacos de su colección preparó una obra en Lima, en 1893: “Mis huacos”, que no llegó a publicar. Se trata de comentarios y descripciones de los huacos que el autor extrajo en excavaciones realizadas en el pueblo costero de Ancón. Dicha colección de huacos fue depositada por él, en el Museo de La Plata, de la que se ha perdido rastros.

Su “Ensayo sobre Echeverría”, lo dio a conocer en Buenos Aires en 1894, donde estudia al poeta, al ensayista, al innovador romántico, al sociólogo, tan aplaudido como su Recordando Alberdi.

Su “Historia de la República Argentina”, obra escrita de acuerdo con el programa de los colegios nacionales de la República (1899), dos tomos, es una de sus producciones menos trascendentes, elaborada para uso escolar.

Su último libro fue “El Brasil Intelectual” (1900), de treinta y tres capítulos, obras y autores, escuelas y géneros. En él, comentó la amistad de Sarmiento y del Emperador don Pedro II. Iba a continuar García Mérou, la serie de próceres ilustres, estudiando más intensamente al gran sanjuanino de quien solo pudo adelantar en “La Biblioteca” de Paul Groussac un capítulo de “Sarmiento Polemista”, datado en Petrópolis y enviado desde Washington.

Sus “Estudios americanos” (1900), llevan la fecha del cierre de su producción intelectual, dada con excelente calidad, y solo explicable por la fecundidad de su talento.

Dejó obras casi desconocidas, como “Historia de la diplomacia americana” (1904), en la que elogia la política internacional de los Estados Unidos, país por el cual sentía verdadero afecto y admiración, y “Apuntes económicos e industriales sobre os Estados Unidos”, que no vio la luz, pero contienen estudios e informes manuscritos, con cartas a Cané y al doctor Pellegrini, sobre la realidad económica.

Fue un hombre conversador y afable, con sentido de mundo, un digno representante de la generación del Ochenta.

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