PARTE I:Al final… los echan a todos -Parte I-
En julio de 1980, la primera mujer presidente de Bolivia, Lidia Gueiler Tejada, es derrocada por el general Luis García Meza, quien sería el líder de uno de los regímenes más corruptos imaginables.
El golpe militar se produjo pocos días después de que se confirmara que Hernán Siles Zuazo, líder de la coalición centroizquierdista, sería nuevamente presidente de Bolivia. Sin embargo los golpistas no estaban tan preocupados por asuntos políticos o ideológicos sino por los planes de Siles Zuazo de investigar profundamente la participación del ejército en el tráfico de cocaína, tal como había dicho públicamente en su campaña.
A mediados de 1981 Bolivia se hallaba diplomáticamente aislada y al borde de la bancarrota; apenas había podido cumplir con el pago de los salarios a los empleados públicos, recurriendo al dinero proveniente de la droga. Al mismo tiempo, el gobierno boliviano lanzaba clandestinamente al mercado grandes cantidades de dólares norteamericanos, incluyendo billetes falsificados de cien dólares hechos en Colombia.
Los desastres políticos y económicos, las luchas internas entre las facciones militares y la presión constante de la embajada y el gobierno de EEUU y también de la izquierda, que era numerosa en cantidad de gente, llevaron a la renuncia de García Meza en agosto de 1981.
Intentó volver y hubo otro golpe de Estado fallido; el gobierno militar que tomó el poder también colapsó y el poder le fue entregado a un Congreso Nacional conformado según las elecciones de 1980, el cual decidió considerar válidas las elecciones de 1980 y designar en consecuencia a Hernán Siles Zuazo como presidente.
García Meza y Luis Arce Gómez (su siniestro ministro del interior) fueron enjuiciados en 1986 y sentenciados a 30 años de prisión. García Meza se fugó en 1994 y escapó a Brasil, pero fue atrapado y extraditado. Falleció en 2018, bajo régimen de prisión pero en un hospital militar. Arce Gómez murió en la cárcel en 2020.
Manuel Noriega había consolidado su poder en 1984 siendo el último de una serie de militares que gobernaron Panamá tras la muerte de Omar Torrijos. Noriega, dictador y comandante en jefe de las fuerzas armadas panameñas desde 1984, había sido además colaborador e informante de la CIA desde la década del ’60, y aunque recibió pagos generosos por ello de parte de la CIA, también había vendido información norteamericana a Cuba y facilitó que el cartel de Medellín enviara droga a EEUU a través de Panamá. Washington se cansó del juego a dos puntas (y tres) de Noriega y perdió la paciencia, así que el recién elegido presidente George H.W. Bush (que había sido director de la CIA y por lo tanto conocía bien a Noriega) envió 26.000 soldados a Panamá, en la llamada “Operación Causa Justa”, a fines de 1989. Noriega fue llevado a EEUU, juzgado por narcotráfico y condenado a 40 años de prisión.
Desde su asunción como secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la URSS en 1985, y mucho más cuando agregó a ese título el de jefe de Estado de la URSS en 1988, Mikhail Gorbachev (o Mijail Gorbachov, como se prefiera) mantuvo un difícil equilibrio: mientras gestionaba cambios inusitados en la política exterior y reformas económicas y sociales, trataba de contener a los miembros del Partido que se resistían a dichos cambios y a su vez buscaba mantener a raya a las repúblicas “separatistas” de la URSS.
En 1991, los miembros conservadores del Partido Comunista intentaron “expulsar” al presidente Gorbachov mediante un golpe de Estado, ni más ni menos (“el Golpe de Agosto”); buscaban reestablecer la supremacía del Partido Comunista y evitar que la URSS se fragmentara. Pero el golpe, esta vez, fracasó. En Moscú, decenas de miles de personas, lideradas por el presidente de la república rusa, Boris Yeltsin, salieron a la calle a oponerse a lo que veían como un retroceso ante los cambios que “occidentalizarían” su manera de vivir. Colocaron barricadas ante el Parlamento pero las fuerzas del ejército no les dispararon ni una bala. Gorbachev dimitió en diciembre de 1991, junto con la disolución de la Unión Soviética. Al menos no lo echaron a patadas, pero la URSS dejó de existir.
Ferdinand Marcos fue elegido presidente de Filipinas en 1965, en medio de la peor crisis económica de su historia; Marcos (que era muy popular y era considerado un héroe de la Segunda Guerra Mundial) había prometido resolver la crisis aplicando (decía) un programa económico “especial”: reforma agraria, desarrollo cultural y mayor independencia de los EEUU. Fue reelecto y cambió la constitución a su conveniencia, eliminando el límite de mandatos presidenciales consecutivos (un clásico).
Pero en sentido contrario a lo que declamaba antes de llegar al poder, se acercó a EEUU, que respaldó notoriamente a su gobierno incluso cuando Marcos declaró la ley marcial en septiembre de 1972 argumentando una amenaza para el gobierno, representada (según decía) por los comunistas y los islamistas, y acusando a los partidos opositores de obstaculizar su gobierno y ser responsables de la violencia que asolaba al país. Con la ley marcial impuesta, los derechos constitucionales se suspendieron y las Fuerzas Armadas y la policía adquirieron un enorme poder represivo.
En febrero de 1986, la presión contra el gobierno ya era insostenible (bastante aguantaron…); los movimientos opositores, la guerrilla comunista y hasta el Departamento de Estado de los EEUU (¡!) obligaron a Marcos a celebrar elecciones presidenciales con varios candidatos permitidos (es decir, elecciones de verdad). Marcos se enfrentaba en las elecciones a Corazón Aquino, la viuda idealista y popular del ex líder Benigno Aquino, asesinado tres años antes. No es difícil adivinar lo que ocurrió: Marcos manipuló los resultados y con un fraude evidente ganó las elecciones.
Pero perdió a su país, porque tras las elecciones fraudulentas Corazón Aquino promovió una campaña de desobediencia civil; la rebelión se transformó en revolución y se extendió por el país. Días después del inicio del alzamiento, Marcos, su extravagante esposa Imelda y sus secuaces huyeron hacia Hawaii. La multitud movilizada invadió el palacio, donde encontraron pruebas de lujo y derroche, como los ya famosos 1.060 pares de zapatos de Imelda Marcos y otras suntuosidades; mientras los filipinos pasaban hambre, los Marcos la pasaban bastante bien en casa, parece.
Nicolae Ceausescu, que llegó al poder en Rumania en 1965, fue uno de los dictadores más duros y temidos del siglo XX; su policía secreta (la Securitate) sembró el terror y le permitió llevar a cabo sus designios: la así llamada “sistematización”, que destruyó pueblos modestos y medievales construyendo bloques de viviendas como cárceles sobre sus ruinas.
La mayor diferencia del régimen rumano con los demás países de la órbita comunista fue su relativa independencia de la Unión Soviética, lo que le permitió a Ceausescu tener vuelo propio y ejercer una dictadura totalitaria extrema, ultrapersonalista y con una política económica que, tras la fachada oficial de austeridad, llevó al empobrecimiento de la población. De hecho, su “programa de austeridad” hizo que los rumanos padecieran el hambre y el frío mientras él acaparaba comida y combustible para exportar.
Alentados por las reformas de Mijail Gorbachov, los movimientos que apoyaban una economía de mercado y una democracia pluralista comenzaron a derrocar a los regímenes comunistas en Europa central y oriental. Y le tocó a Rumania: en diciembre de 1989 estalló un alzamiento en Timisoara y, a diferencia de lo ocurrido en otros países, en Rumania la caída del gobierno comunista fue sangrienta.
El ejército regular rumano desertó y se puso del lado del pueblo, pero la Securitate mató a miles de manifestantes. La revolución dejó un saldo de 1.100 muertos y 3.400 heridos; el grupo insurgente, denominado Frente de Salvación Nacional, tomó el poder por la fuerza y se apoderó de las instituciones del Estado. Ceausescu y su esposa Elena huyeron de Bucarest pero fueron capturados enseguida en Targoviste. La pareja suprema de Rumania fue juzgada en forma sumaria y condenada por un tribunal militar, que los encontró culpables de genocidio, abuso de poder y delitos económicos. La pareja fue ejecutada en diciembre de 1989.
Una de las dictaduras más prolongadas del hemisferio occidental fue la del general Alfredo Stroessner en Paraguay.
Mientras el contexto económico era favorable el empleo público creció, mientras los funcionarios gobernantes utilizaban el clientelismo de siempre para ofrecer puestos a cambio de apoyo político.
La fase de descomposición del régimen de Stroessner comenzó en la década del ’80, cuando la mayor parte de la represa hidroeléctrica de Itaipú terminaba de construirse. El final de la construcción de la represa, que daba trabajo a muchos campesinos sin tierra, hizo surgir los problemas sociales originados en la distribución inequitativa de la tierra rural, y esto llevó al renacimiento de un movimiento campesino independiente. Esto coincidió con una baja en el precio internacional de la soja y del algodón, lo que agudizó el estancamiento económico. Las reservas cayeron, el déficit subió, el nivel de vida de la clase trabajadora urbana se redujo y la economía sufrió una gran inflación debido a la devaluación del guaraní. Complicaciones macroeconómicas, que le dicen.
El creciente descontento social empezó a tener su expresión a través de la Iglesia católica y la oposición política, agrupada en el Acuerdo Nacional (AN). A ellos se agregaron los sindicatos, los movimientos estudiantiles y los medios de comunicación, cada vez menos controlados por el régimen.
Además, a fines de los años ’70, la política de derechos humanos del presidente Jimmy Carter dio un giro en su perspectiva y se interrumpió la ayuda de los EEUU; para colmo (de Stroessner), en mayo de 1985 el presidente Ronald Reagan se refirió al régimen de Stroessner como una dictadura y eso marcó un cambio en la política norteamericana hacia el régimen (“le soltaron la mano”, digamos).
Todo terminó en febrero de 1989, cuando el general Andrés Rodríguez, consuegro y hasta entonces mano derecha e Stroessner, lideró el golpe (en el que murieron más de 300 personas) que derrocó a Stroessner. Luego de unos días de arresto domiciliario se le permitió a Stroessner salir del país con dirección a Brasil, país que le otorgó asilo político.
Desde su enorme poder, Saddam Hussein cometía crímenes a destajo por todo el territorio de Irak. Culpaba a los kurdos del fracaso de su guerra contra Irán (1980 a 1988) y descargaba su ira contra ellos, destruyendo las poblaciones rurales kurdas en una matanza conocida como Operación Anfal, en la que murieron entre 100.000 y 200.000 kurdos. Los adultos eran apaleados, ejecutados y arrojados a fosas comunes, los ancianos eran enviados a campos de concentración donde se los dejaba morir de hambre y las mujeres eran vendidas como esposas o traficadas con otros destinos.
En 1991, cuando la coalición liderada por EEUU expulsó a Saddam de Kuwait en la guerra del Golfo (Operación Tormenta del Desierto), los norteamericanos alentaron a los iraquíes a derrocar a Saddam, que los había arrastrado a esa guerra. Entonces los árabes chiítas (otro grupo, en este caso religioso, que no quería nada a Saddam) se alzaron contra Saddam, pensando que serían ayudados por los norteamericanos en su rebelión. Pero los estadounidenses no querían involucrarse en una guerra civil, así que Saddam movió a sus fuerzas y masacró a 50.000 chiítas.
Después de la guerra del Golfo el mundo aisló a Irak por haber invadido Kuwait y alterar el “orden internacional”. Pero no parecía muy satisfactorio (ni rentable) dejar reservas de petróleo tan valiosas como las iraquíes en manos de un dictador loco y peligroso como Saddam. Así que en marzo de 2003, EEUU y sus aliados (pero principalmente EEUU, bajo la orden del presidente George W. Bush) invadieron Irak bajo la acusación de tenencia de armas de destrucción masiva y de que Saddam sostenía al terrorismo.
Saddam fue capturado en diciembre de 2003, fue declarado prisionero de guerra y su custodia fue delegada a un gobierno provisional iraquí meses más tarde. En noviembre de 2006 se le dictó la pena de muerte, siendo sentenciado a morir en la horca por el Alto Tribunal penal iraquí (controlado por Estados Unidos).
Las armas de destrucción masiva nunca fueron encontradas.
En 1973 Muamar Gadafi (o Khadafi) declara la “Revolución Cultural” (suena parecida a la de Mao, ¿no?) para crear “una sociedad nueva” (sí, como decía Mao). Adopta el código moral islámico y el nacionalismo pan-arabista, que sostenía la necesidad de la unidad árabe. Imitando a Mao y su “Libro Rojo”, publica en 1975 el “Libro Verde”, en el que expone su concepción de un islam politizado y expone los principios teóricos de la “Jamahiriya” (“República de las masas”, que él definía como “la democracia perfecta”), un sistema político creado por él, en el que los partidos eran reemplazados por asambleas o “comités revolucionarios”.
Su carisma y sus iniciativas anticolonialistas llevaron a muchos a llamarlo “el Che Guevara árabe”. El cierre de las bases militares, la nacionalización de bancos y empresas importantes y la generosa distribución de la recién descubierta riqueza petrolífera le granjeó muchas simpatías entre la izquierda, que lo convirtió en un líder anti-occidente. Intentó lograr la unidad árabe (intento que fracasó) y respaldó a los tiranos más sangrientos del África postcolonial: Bokassa, Idi Amin y Mobutu.
Gadafi fue un tirano más que típico: estuvo más de 40 años en el poder, convirtió a Libia en una finca familiar, desarrolló el culto a la personalidad y reprimió a todos sus opositores sin miramientos.
Gadafi era un dictador excéntrico que carecía de todo límite; un dirigente astuto y pragmático que supo abandonar a tiempo el papel de “perro rabioso”, azote de Occidente y máximo financiador del terrorismo mundial para convertirse en un estadista elogiado en Washington y las capitales europeas por haber dejado de lado su pasado terrorista; en idioma del barrio, un panqueque con mayúsculas.
En febrero de 2011 las revueltas populares de Túnez y Egipto terminaron produciendo un efecto dominó y contagiaron a Libia, donde comenzó un movimiento sin precedentes en contra de su régimen: las manifestaciones y protestas populares contra el gobierno de Gadafi derivaron en una sangrienta guerra civil que duraría nueve meses.
Gadafi murió en octubre de 2011 en las afueras de Sirte, su ciudad natal, asesinado por militantes del CNT con dos disparos a quemarropa.
Hay un caso en el cual quien ostentaba el poder fue “echado democráticamente”: simplemente perdió las elecciones, pero aún así su salida del poder fue escandalosa y bizarra.
En enero de 2021, en un hecho que fue interpretado y calificado como un “auto-golpe de Estado”, una horda de violentos partidarios del presidente saliente Donald Trump, que acababa de perder las elecciones, irrumpieron-asaltaron el Capitolio (sede del Congreso de los EEUU) ocupando el edificio de manera violenta durante varias horas, mientras se contaban los votos para confirmar la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales.
Esa mañana, la pandilla de patanes había escuchado un discurso de Trump que despotricaba sosteniendo que habían sido víctimas de un fraude electoral y que las elecciones debían ser anuladas. Los manifestantes violaron la seguridad del Capitolio y entraron a la cámara de senadores vociferando y exigiendo la anulación de las elecciones. Una manifestante murió a consecuencia de un disparo de las fuerzas de seguridad y se encontraron artefactos incendiarios en poder de los invasores.
Trump culpó a… todos. Al vicepresidente Mike Pence, a Joe Biden, a los guardias, a los medios de comunicación. Finalmente pidió a sus seguidores que se fueran a su casa mientras reafirmaba que él y sólo él era la garantía del orden en los EEUU, que su partido representaba “el orden y la ley” y que amaba a sus seguidores, a quienes denominó “verdaderos patriotas”.
En julio de 2022, el primer ministro británico Boris Johnson presentó su renuncia al cargo. Johnson venía arrastrando problemas y denuncias desde principios de año, cuando se hizo público el “partygate”, al conocerse que en plena cuarentena de pandemia se organizaban fiestas en Downing Street. Johnson se vio inmerso en una crisis que derivó en una ola de renuncias de ministros y otros altos funcionarios que decían haber perdido su confianza en el primer ministro para llevar las riendas del país. La frutilla del postre fue el escándalo en el que se vio involucrado Chris Pincher (un parlamentario conservador cercano a Johnson), acusado de acoso sexual. Los ministros de economía y de salud presentaron su renuncia argumentando que “los ciudadanos esperan que el gobierno sea dirigido de una forma apropiada, competente y seria”.
Más de 50 funcionarios del gobierno renunciaron, al tiempo que todos pedían la dimisión de Johnson: los ciudadanos comunes, los opositores y hasta su propio partido (el Conservador), que no sólo le dio la espalda sino que lo presionó para que renunciara, cosa que finalmente ocurrió. “Cuando la manada se mueve, se mueve”, dijo enigmáticamente Johnson, cuya frase final antes de irse con el rabo entre las piernas fue “nadie es imprescindible”. Ajá.
En Argentina hubo varios presidentes echados de su sillón por la fuerza. Analizar los motivos y las circunstancias que rodearon cada uno de los derrocamientos excede el propósito de estas líneas, pero sí corresponde recordar los hechos:
El presidente Hipólito Yrigoyen fue derrocado en septiembre de 1930 por un golpe de Estado liderado por el general José Félix Uriburu. Este hecho daría comienzo “la década infame”.
El presidente Ramón Castillo fue derrocado en 1943 por un golpe de Estado encabezado por las Fuerzas Armadas. Tres militares se sucedieron como presidentes: Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro J. Farrell, y cuatro militares fueron designados como vicepresidentes, entre ellos Juan Domingo Perón, que fue vicepresidente de facto en 1944.
El presidente Juan Domingo Perón fue derrocado en forma violenta por la llamada “Revolución Libertadora” en 1955. El líder del golpe, general Eduardo Lonardi, fue derrocado a su vez por el general Pedro Eugenio Aramburu.
En 1962, el presidente Arturo Frondizi fue derrocado por un golpe de Estado cívico-militar, culminación de un proceso de deterioro de la relación de Frondizi con las Fuerzas Armadas y con el golpe de gracia producido por el triunfo de partidos afines al peronismo en varias provincias en las elecciones de marzo de ese año. En la madrugada del golpe, el comandante en jefe del Ejército, teniente general Raúl Poggi, enviaba a todas las unidades militares un comunicando: “el señor Presidente de la República ha sido depuesto por las Fuerzas Armadas. Esta decisión es inamovible”. José María Guido asumiría la presidencia.
El presidente Arturo Illia fue derrocado en 1966 por un golpe de Estado encabezado por el general retirado Juan Carlos Onganía, y de esta forma se ponía fin a un gobierno que estuvo signado desde sus inicios por las presiones que ejercieron empresas multinacionales, Fuerzas Armadas y un sector del sindicalismo. Argentina tenía saldo favorable en la balanza de pagos, el PBI crecía, la inflación estaba contenida, la deuda externa disminuía y se incrementaron las reservas; a pesar de eso, la conducción de la CGT lanzó un amplio plan de lucha con huelgas y movilizaciones (hoy eso es un clásico, en ese entonces no lo era). Además, la aparición de un foco guerrillero guevarista generó malestar en los sectores militares, que comenzaron a conspirar con civiles del sector financiero, la Sociedad Rural y la Unión Industrial Argentina. Illia no era dictador ni corrupto, pero igual fue desalojado de su cargo.
La presidente María Estela Martínez de Perón (Isabel) fue derrocada por un golpe de Estado encabezado por el general Jorge R. Videla, el almirante Emilio E. Massera y el brigadier Orlando R. Agosti. Todos sabían que la noche del 24 de marzo de 1976 se venía el golpe, y así fue. El combo de la Triple A, López Rega, inflación, atentados terroristas y un desgobierno absoluto dieron paso a un período que estaría signado por la tragedia y que culminaría después de la guerra de Malvinas.
Por supuesto que hay muchísimos casos más… Esta es apenas una pequeña reseña de casos bastante conocidos que muestran que, si bien hay excepciones, la mayoría de las veces, por las buenas o por las malas (habitualmente por las malas), los que someten, matan, roban y manejan el poder de forma abyecta suelen terminar muertos, presos, exiliados, denigrados, echados.
Eso no significa que el que viene después sea mejor…