Secuestro y muerte de Oberdán Sallustro

El 21 de marzo de 1972 un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) secuestró al director general de la empresa Fiat-Concord en la Argentina, Oberdán Sallustro. El empresario estuvo detenido en una “celda del pueblo” -en realidad un oscuro y estrecho calabozo- ubicado en la Avenida Castañares 5413, en pleno barrio de Mataderos, sugestivo nombre para el sórdido y trágico destino que le aguardaba.

Después de casi veinte días de detención, Sallustro fue asesinado de cuatro balazos. Los guerrilleros dirán luego que lo que precipitó su muerte fue la intempestiva presencia de la policía que, según declaraciones del comisario a cargo del operativo, Esteban Pidal, ignoraba que la patrulla estaba en las inmediaciones de una “cárcel del pueblo”.

Los guerrilleros, luego de matar a Sallustro, escaparon por la puerta trasera, pero antes se preocuparon por dejar algunos volantes proclamando sus objetivos. Uno de esos textos explicaba las metas del ERP y concluía con una consigna aleccionadora; “Justicia popular en acción”. Años después, Gorriarán Merlo se autocriticará por la faena realizada por sus subordinados: “Uno de los compañeros interpretó mal la orden. Fue un error”, concluyó.

Las autocríticas siempre son buenas, pero el límite que tienen cuando está en juego la vida de una persona es que llegan tarde y para los familiares de las víctimas están muy lejos de representar un consuelo. El ERP también se autocriticó luego del operativo que puso punto fin a la vida del capitán Humberto Viola, e incluyó a la de su hija María Cristina, de tres años. El objetivo era matar al padre, no a la hija, ¡Qué tranquilidad!. El comando actuó cumpliendo las órdenes lanzadas por sus jefes políticos. En el camino se cruzó una nena de tres años. Mala suerte.

El mismo día que fue asesinado Sallustro, un operativo del ERP y las FAR asesinó en la ciudad de Rosario al general Juan Carlos Sánchez. Se trataba de un militar de la línea dura que se distinguía por sus declaraciones contra la guerrilla. Sánchez fue emboscado en la esquina de Córdoba y Alvear. Un “rastrojero” se cruzó delante de su auto y desde un Peugeot con techo corredizo un comando lo acribilló a balazos. Las balas alcanzaron también al chofer de Sánchez, un muchacho de veinte años que se llamaba Juan Barreneche. Otra bala perdida mató a Dora Cucco de Ayala, una pobre mujer que tenía un puesto de diarios en la esquina. Nadie quiso matarla, dijeron los guerrilleros, pero lo cierto es que la mujer murió y no precisamente por ser una representante de los monopolios y el imperialismo.

En 1972 era presidente de los argentinos el teniente general Alejandro Agustín Lanusse. Para esa fecha ya estaba lanzado el Gran Acuerdo Nacional (GAN), la salida política de una dictadura que había fracasado en toda la línea y que ahora recurría a la democracia y al propio Perón para controlar los demonios que ellos mismos habían desatado. La guerrilla, cuyas expresiones políticas más conocidas eran Montoneros, FAR y ERP, legitimaba su accionar invocando el derecho a tomar las armas en defensa de la Constitución. El argumento suena lindo, pero su dificultad reside en que quienes lo invocan no creen en el orden político emanado de una constitución burguesa. Y esto se confirmará cuando Cámpora llegue al poder un año después y el ERP continúe operando militarmente.

A Oberdan Sallustro lo secuestraron por su condición de directivo de una empresa multinacional. Según los informes del PRT, se trataba de una empresa monopólica y explotadora. Por la libertad de Sallustro se reclamaba la libertad de todos los guerrilleros presos, la reincorporación de los cesantes, el mejoramiento de las condiciones laborales, la derogación de todas las leyes represivas y, como cereza del postre, un millón de dólares.

Oberdán Sallustro

A Sallustro se lo acusaba de explotador, cómplice de un orden injusto y responsable de la represión contra los trabajadores. A esta serie de imputaciones -con su posterior condena-, los guerrilleros la denominaban “juicio popular”, juicio en el que no hubo jueces sino verdugos y en donde el castigo no fue una pena sino una ejecución.

En su defensa, los guerrilleros dijeron que a la responsabilidad de la muerte del empresario la tuvo la policía. ¡Bonita manera de asumir las culpas! ¡Ni los delincuentes comunes se expresan con tanta impavidez y desparpajo!. ¿A ninguno se le ocurrió pensar que si no lo hubieran secuestrado nada de lo que sucedió después hubiera ocurrido? También dijeron que lo mataron porque no les quedó otra alternativa. La pregunta a hacerse entonces es la siguiente: ¿era necesario matarlo? Cuando los guerrilleros adviertieron que la policía estaba por llegar, ¿a nadie se le ocurrió optar por la vida en lugar de precipitar una muerte? ¿Nadie pensó que matar a un hombre atado y con los ojos vendados es, además de un crimen, un acto de alevosa cobardía? ¿Iban a ser menos revolucionarios si lo dejaban con vida? ¿Realmente estaban convencidos de que asesinando a un hombre indefenso estaban realizando un valioso aporte a la revolución socialista?

Oberdán Sallustro había nacido en Asunción del Paraguay el 17 de julio de 1915. Su padre y su madre eran italianos y a los pocos años, la familia -seis hermanos, algunos de los cuales se destacaron en el fútbol- volvieron a Italia. Durante los años del fascismo, Sallustro militó contra Mussolini y cuando se inició la guerra se hizo partisano ¡Curiosa moraleja del destino! El hombre que luchó con un fusil en la mano contra los nazis y los fascistas, muchos años después iba a ser asesinado por un partido que decía estar por el socialismo y luchar contra el fascismo!.

Cuando concluyó la guerra, Sallustro se doctoró en jurisprudencia en la Universidad de Turín. Ya para esa época trabajaba en la Fiat de los Agnelli, y seguramente nunca sospechó que desempeñarse en esa empresa iba a costarle la vida. Los que lo conocieron lo describen como un hombre culto, inteligente y preocupado por causas solidarias. Por supuesto, era un empresario que defendía la propiedad y creía en el capitalismo. Pero no era un mafioso y mucho menos un sátrapa.

Lo interesante de todo esto es que Sallustro no murió por lo que hacía sino por el lugar que ocupaba en una empresa. Sus verdugos tal vez ignoraban que había luchado contra el fascismo y que el Papa Pablo VI lo había honrado con una mención exclusiva. El PRT en estos temas se manejaba con abstracciones, es decir atendiendo el lugar objetivo que una persona ocupa en el escenario de la lucha de clases. Esa conceptualización alcanzaba y sobraba para calificarlo de enemigo del pueblo y someter al veredicto de la “justicia popular” -impartida por tres encapuchados- a un hombre encadenado en un sótano.

Al día siguiente del secuestro, llegó a Buenos Aires uno de los gerentes de Fiat, Aurelio Peccei. El hombre también había sido partisano y las primeras declaraciones que hizo a la prensa se refirieron a esa condición. “Mi amigo Sallustro fue un valiente partisano, un luchador antifascista”. Ese mismo día solicitó reunirse con Santucho, entonces preso en el sur. La reunión fue denegada por las autoridades carcelarias. Mientras tanto, el enemigo del pueblo estaba enterrado en vida en un sucio calabozo.

No se qué conversaron los guerrilleros con Sallustro durante todos esos días. No lo sé ni creo que sea importante saberlo, porque a la hora de la verdad a los asesinos no les tembló el pulso para ejecutarlo. Sí se sabe que Sallustro pudo escribir dos cartas. Una de ellas la recibió Peccei. Importa citar algunos párrafos porque está escrita por un hombre colocado en una situación límite. “Resuelva con serenidad y equilibrio como siempre”, dice, para después agregar. “Sócrates, antes de tomar la cicuta, deploraba la actitud llorosa de sus discípulos”.

Esa carta seguramente la leyeron los secuestradores. ¿Qué pensaron? ¿qué sintieron? ¿o acaso no eran capaces de pensar y sentir? Hay que tener coraje moral y dignidad para escribir al borde de la tumba esas líneas. Lástima que al fanatismo ningún detalle menor lo conmueva. Sallustro era el mal y el mal, ya se sabe, es mucho más perverso cuando intenta disfrazarse con los atuendos de la virtud.

Muchos de esos guerrilleros dijeron que optaron por la lucha armada en nombre de una sociedad más justa y en busca de un hombre nuevo. Sin embargo, el rol que desempeñaron en este episodio no fue el de liberadores sino el de verdugos. Mataban y estaban convencidos de que eran justos. Nunca una sombra de duda, ese despreciable sentimiento pequeño burgués. La pregunta a hacernos es la siguiente: Si estos muchachos hubieran dispuesto de más poder, si hubieran controlado el poder del Estado, ¿qué habrían hecho?

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