Marlowe, el detective autoconsciente

Durante tres décadas, entre los cincuenta hasta finales de los setenta, las siete novelas escritas por Raymond Thornton Chandler fueron un referente cultural tan identificable como Freud, Marcuse o Nabokov. Entre los lectores se había despertado una apetencia por el consumo de todo lo etiquetado (por los franceses, siempre dispuestos a descubrir las sopas de ajo) como novela negra. La apetencia —o el mercado, que dirían los editores— procedía de Dashiell Hammett, un blacklisted, excelente escritor y eximio ciudadano entre cuyos numerosos méritos se cuentan haber escrito Cosecha roja o La llave de cristal. Bueno, también El halcón maltés. Chandler prorrogó la tarea de Hammett, en la literatura y en el cine. Lo mismo escribía un ensayo sobre el arte de escribir que preparaba un guion para Wilder (Perdición) o Hitchcock (Extraños en un tren).

Una pregunta recurrente, tan trivial como difícil de responder, es qué queda de un autor 60 años después de su muerte. No hay indicadores precisos para calcular su herencia o su influencia una vez transcurrido ese tiempo que en teoría debe confirmar o desvirtuar su figura. Juan Benet, que tenía una sabrosa predilección por los ajustes de cuentas literarios, escribió un esclarecedor ensayo para renegar de James Joyce; Rafael Sánchez Ferlosio, desde su escepticismo provocador, sugirió que el paso del tiempo no pone en su lugar a un escritor; si acaso, los años amplifican la percepción buena o mala que el autor recogió en su tiempo. Si don Rafael tenía razón, Chandler permanecería cómodamente instalado en el cénit de la llamada escuela negra norteamericana.

Chandler vivió su profesión literaria desgarrado entre un amor más grande que la vida a lo que él llamaba novela policial, necesitada en su opinión de una recomposición de sus patrones estructurales, y la querencia hacia lo que se entendía en su tiempo como literatura seria; distinción que hoy no está tan clara gracias en parte al propio Chandler. Este desgarro se aprecia en sus continuas lamentaciones literarias en sus cartas y textos privados, en sus persistentes quejas sobre las novelas de misterio y, como no podía ser de otra forma, en la construcción de sus personajes.

Tenía perfectamente clara cuál era la mutación que Dashiell Hammett había causado en la novela policiaca (“Arrancó el asesinato del vaso veneciano donde se encontraba y lo arrojó a la calle”).Tampoco dudaba de la conveniencia de hacer pivotar sus novelas policiales sobre un protagonista complejo. La construcción del personaje Philip Marlowe responde a esa inclinación hacia la complejidad. Marlowe es una mezcla reconocible, aunque a veces arbitraria, de dureza, compasión y agilidad mental. “Si no fuera duro, no podría vivir; si no fuera comprensivo, no merecería la pena vivir”. El carácter referencial de Marlowe para una generación que vivía sumergida en la Guerra Fría, en las decepciones del socialismo real, en la cruda realidad de Estados Unidos como un imperio agobiado por compromisos que no sabía mantener, se explica por la identificación con un personaje que tiene el impulso de buscar la verdad (un detective privado), que sabe que es difícil encontrarla, que entiende que la verdad no es unívoca y que, casi con seguridad, descubrirá que es decepcionante.

Con este cóctel psicológico, Marlowe se convirtió en un trasunto, como se decía antaño, del crecimiento frustrado de una generación que descubrió, en palabras de Vázquez Montalbán, que “el mundo no es como creíamos, sino como temíamos”. Esa identificación sentimental, por decirlo así, no hubiera sido posible sin el lenguaje propio de Chandler. Narración en primera persona, estilo rápido, frases cortas y cáusticas, descripciones breves. Un lenguaje vivo que, ojo, no es el de la calle, pero bien podría ser el de maleantes que hubieran estudiado en colegios británicos. Como el propio autor, sin ir más lejos. Las comparaciones son hiperbólicas y el sentido último del relato no excluye jamás la autoironía. Cuando Marlowe se encuentra con Carmen Sternwood (El sueño eterno), este es el intercambio verbal que define para siempre a cada uno de ellos:

—Es usted muy alto.

—Ha sido sin querer.

Obsérvese la rapidez con que el detective subraya la superficialidad de la pequeña de los Sternwood. Faulkner cambió ese diálogo, aunque mantuvo su juguetona acidez, en el guion para El sueño eterno, de Howard Hawks, para atender a la menguada estatura de Humphrey Bogart (—No es usted muy alto. — Hice lo que pude). Cuando Marlowe conoce a Iniciativas Malloy en Adiós, muñeca, dice: “Puso sobre mi hombro una manaza en la que hubiera podido sentarme”. Algo obvio lo describe como “una tarántula en un plato de nata” o define a un personaje como “más ancho que un camión cisterna”. El autorretrato de Marlowe aclara casi tanto del detective como del autor: “Tengo 33 años, fui al colegio y, si es necesario, aún puedo hablar inglés (…) Soy soltero porque no me gustan las mujeres de los policías”.

Por el cauce de este río desembocamos en el cauce principal de Chandler. Philip Marlowe es un detective autoconsciente. Cobra vida entendiendo y aceptando su papel de enviado del autor a un mundo confuso, en el cual el crimen no es una anomalía y la defensa de los débiles solo puede ser sentimental. El protagonista tiene la función de observador con derecho a juicio moral. Casi podría decirse que Marlowe disfruta de su condición de personaje literario. “No soy Sherlock Holmes o Philo Vance. No espero ir a un terreno que ya ha sido cubierto por la policía, recoger la punta de una pluma rota y convertir eso en un caso”, pontifica. Consciencia y autoconsciencia, percepción angustiada a ratos de los propios límites.

Así tenía que ser Marlowe porque así era su autor: “No soy un ser sociable porque me aburro con mucha facilidad”, se autoanalizó Chandler. Parte de esa “consciencia del perímetro vital” procede de una cuidadosa reflexión sobre las relaciones entre literatura y realidad. Su lema: romanticismo en el tema, realismo en los caracteres. Su instrumento: la burla, siempre escondida pero siempre presente, como en potencia. Su concepción literaria: exageración de la violencia y sobrecarga del potencial de emoción, porque ese es el sentido de la dramatización. El talento de Raymond consistió en agitar la mezcla hasta conseguir un gusto amargo. Por eso, Robert Altman cometió un grave error cuando hipertrofió los tonos burlescos de Marlowe y lo convirtió en un clown en su versión de El largo adiós.

Lukács tenía razón en un punto concreto. Las primeras novelas policiacas, las que ofrecían un enigma criminal y una solución, se sostenían sobre la ideología de la seguridad. El Poirot de turno era el guardián de la tranquilidad burguesa. La evolución que inicia Hammett traslada el sentido final hacia el miedo y la inseguridad; y, por qué no, finalmente a la psicosis. Chandler no atisbó esa fase final.

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