Lo que dura un fósforo

Brand (un comerciante con conocimientos farmacéuticos y alquimista aficionado) estaba convencido de que se podía destilar oro a partir de la orina humana; parece ser que la similitud del color lo llevó a sacar esa conclusión. Reunió 50 cubos de orina, los tuvo varios meses en el sótano de su casa y mediante diversos procesos convirtió esa orina primero en una especie de pasta tóxica y luego en una sustancia cérea y translúcida. Nada de eso produjo oro, pero sucedió algo extraño y más que interesante: al cabo de un tiempo, la sustancia empezó a brillar. Además, al exponerla al aire, comenzaba a arder espontáneamente.

Este nuevo material fue llamado “fósforo” (una palabra de raíces griegas y latinas que significa “portador de luz”), y sus posibilidades comerciales fueron advertidas inmediatamemnte. Sin embargo, las dificultades para la manufactura del fósforo lo hacían demasiado costoso para poder ser explotado en forma masiva; treinta gramos de fósforo se vendían por 6 guineas (al cambio de hoy serían unos 440 euros), es decir, era más caro que el mismísimo oro. Si bien se comenzó a recurrir a soldados para que proporcionaran la materia prima, aún se estaba lejos de poder producir fósforo a escala industrial.

Recién en la década de 1770, un químico sueco llamado Carl Whilhelm Scheele ideó un método para fabricar fósforo en grandes cantidades (y sin el olor a orina). Seguramente como derivación de su gran hallazgo y maestría en la manufactura del fósforo, los suecos se convirtieron en destacados fabricantes de cerillas.

Scheele fue un tipo tan destacado como desafortunado. Era un farmacéutico que apenas disponía de materiales e instrumental, pero aún así descubrió ocho elementos: cloro, flúor, manganeso, bario, molibdeno, tungsteno, nitrógeno y oxígeno. Se transformó en uno de los mejores químicos del siglo XVIII, contribuyendo significativamente a ubicar a Suecia a la vanguardia de la ciencia química y mineralógica de la época. Sin embargo, no se le llegó a honrar como hubiera merecido. Sus descubrimientos fueron en varios casos pasados por alto y en otros casos consiguió publicarlos tardíamente, después de que algún otro hubiera hecho ese mismo descubrimienro posteriormente a él. El oxígeno y el nitrógeno, como mejor ejemplo, fueron descubiertos por Scheele entre 1772 y 1773, lo que fue completamente descrito en su único libro, “Tratado químico del aire y del fuego”, que fue publicado recién en 1777. Sin embargo y debido a ello, tuvo que ceder parte del mérito a Joseph Priestley, quien lo descubrió independientemente en 1774. Más notable aún es que no se le reconozca a Scheele el descubrimiento del cloro, que casi todos los libros siguen atribuyendo a Humphry Davy, que lo halló 36 años después que Scheele.

Scheele descubrió también otros compuestos más que útiles como el amoníaco, la glicerina, el ácido tánico, el ácido cítrico, el ácido úrico, el ácido cianhídrico, el fluoruro de hidrógeno y el sulfuro de hidrógeno. También descubrió un proceso muy parecido a lo que luego sería la pasteurización, y fue el primero que se dio cuenta de las posibilidades comerciales del cloro como blanqueador, descubrimientos que hicieron ricas a otras personas.

Scheele tenía un defecto notorio: su extraña insistencia en probar un poco de todo aquello con lo que experimentaba, incluidas sustancias desagradables como el mercurio y el ácido cianhídrico, un compuesto altamente tóxico. Esa manía de Scheele terminó pasándole factura, ya que en 1786, con sólo 43 años, fue encontrado muerto en su laboratorio, rodeado de un montón de sustancias químicas tóxicas, cualquiera de las cuales podría haber sido la causa de su muerte.

Si el mundo fuera justo y el idioma universal fuera el sueco, seguramente Carl Scheele hubiera gozado de fama mundial. Pero las cosas son como son, y es así como los aplausos y las honras han sido mayoritariamente para químicos célebres mayormente de habla inglesa.

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