Es mucho lo que se ha dicho ya sobre Sor Juana Inés de la Cruz, ícono feminista avant la lettre, “décima musa”, poeta, pensadora, “fénix”, teóloga, iconoclasta… Su existencia, aún en su propio contexto, casi siempre fue señalada como una anomalía – la hermosa monja intelectual del siglo XVII mexicano – y, no hay duda, era de hecho bastante singular.
Había nacido, se cree, el 12 de noviembre de 1648 y fue bautizada al poco tiempo como “hija de la iglesia”, eufemismo usado en la época para señalar a los bastardos. Sus padres no estaban casados y no hay mayores noticias de quién fue su progenitor, pero sí se sabe que era un hombre vasco de apellido Asbaje. Los oscuros orígenes familiares, sin embargo, no afectaron su curiosidad característica, cultivada desde su niñez en Panoayán. Aprendió a leer, según ella, antes de cumplir los tres años y se dedicó a absorber todo el conocimiento disponible en la biblioteca de su abuelo, llegando a pedirle a su madre que la disfrazara de hombre para poder acceder a la Universidad.
Esto último nunca llegó a suceder, pero cuando tenía ocho años la enviaron a vivir a la ciudad de México con su tía, María Ramírez, casada con un rico comerciante. Algunos años después, para 1664, fue enviada a la corte del virrey, el Marques de Mancera, y su mujer Leonor Carreto mostró un interés por la joven culta y la convocó como su dama de compañía. La vida cortesana, más allá del lujo y la posición, dio la posibilidad a Juana de seguir educándose y de acceder a saberes que de otra manera le habrían estado vedados. Existen anécdotas famosas de esta época referidas a su impresionante sabiduría, como la que refiere una famosa prueba que el virrey mando a tomarle. La historia indica que, frente al descreimiento que generó en los profesores universitarios la posibilidad de que una joven autodidacta de 17 años supiera tanto o más que ellos, cuarenta expertos la interrogaron acerca de todos los temas posibles. En palabras del virrey, Juana fue capaz de responder todas las preguntas “como un galeón real se defendería de pocas chalupas que le envistieran”.
Además de ser superdotada, los retratos y las descripciones de sus contemporáneos indican que era una mujer bellísima, razón por la cual muchos, imaginando que no le faltaban pretendientes, se han preguntado a lo largo de los siglos por qué no se casó. Ella misma indicaría años después que tenía una “total negación” al matrimonio y, así y todo, no hay que olvidar que Juana era bastarda, no poseía títulos nobiliarios y no tenía fortuna, algo que sus pretendientes interesados parecían buscar desesperados en ella. Si a esto se le suma el deseo inherente que ella tenía por dedicar su vida al estudio, se entiende fácilmente porque, en 1667, apoyada por su confesor el padre jesuita Antonio Núñez de Miranda, decidió ingresar a la vida monástica. Entró primero en el Convento Carmelita de San José, pero a los tres meses, luego de una enfermedad, se trasladó al Convento Jerónimo de Santa Paula, lugar en el que pasaría el resto de su vida.
Lejos de la reclusión que sugiere el convento, allí Sor Juana continuó estudiando todo tipo de temas y escribiendo, casi siempre, por encargo, favorecida por los amplios contactos que tenía con la nobleza novohispana. Todavía más, en el locutorio de Santa Paula ella recibía a todo tipo de intelectuales mexicanos y se carteaba con personalidades de España y de todo América. Fue la protegida de todos los virreyes, que vinieron luego de l Marqués de Mancera, pero su momento de auge llegó en la década de 1680 de la mano del Marqués de la Laguna y su esposa, la virreina María Luisa, Condesa de Paredes. La naturaleza de esta última relación ha sido objeto de grandes debates inspirados por la cercanía que existía entre ellas y por la intensa admiración que sentían la una por la otra – Sor Juana dedicándole poemas extremadamente románticos y la Condesa siendo responsable de la edición de Inundación Castálida (1689), primer volumen de las obras completas de la religiosa. Sin negar la posibilidad de una relación romántica oculta, muchos teóricos han preferido detenerse un poco más en la posibilidad de que esta era un lazo estratégico más que (simplemente) un romance. Después de todo, la Condesa tenía conexiones con las familias más importantes de España y, dada a la vida cortesana que Sor Juana conocía tan bien, se puede leer la admiración de la monja como un tributo que ella hacía a su protectora. Establecer una buena relación con la nobleza, por ejemplo, proveyendo poesías o piezas teatrales para su entretenimiento, podía hacer que, más allá de Sor Juana, el convento todo ganara el favor real.
En esta línea se entiende mejor que ella afirmara que la mayoría de su obra, excepto por el largo poema Primero Sueño, fue hecha por encargo para clientes nobles y religiosos. Los trabajos que desarrolló muestran una gran versatilidad para saltar entre géneros, pero se destacó en el teatro y, especialmente, en la lírica de temática profana y sacra. Ésta última rama es de especial interés porque se tiende a pasar por en favor de los versos románticos, más escandalosos por venir de una monja. Su vasta obra religiosa sirve para apreciar la particular visión que Sor Juana tenía de la fe, completamente alejada de la introspección y el estudio de la experiencia subjetiva que caracteriza a otras religiosas de su época. Para ella, tan interesada en la razón y sus ramificaciones, lo divino se hacía presente en lo social, en las relaciones con los otros. De esta forma, su trabajo demandaba cierta publicidad que permitiera la interacción en la que Dios se manifiesta, por lo que abundan las loas y autos sacramentales (obras teatrales de tipo religioso) y los villancicos (canciones religiosas barrocas de raíz folklórica que ella compuso en latín, español, náhuatl y otros idiomas y dialectos del México de la época).
Algunos de estos encargos recibidos, sin embargo, generaron una tensión entre Sor Juana y la Iglesia. El primero fue la redacción de Neptuno Alegórico, una obra poética compuesta en 1680 por encargo del virrey y arzobispo franciscano Payo Enríquez de Rivera para recibir a quien lo iba a relevar en su cargo, el Marqués de la Laguna. El hecho de haber aceptado este pedido “profano” le valió recriminaciones de su confesor, Núñez de Miranda, que terminaron con ella prescindiendo de sus servicios por casi una década.
El segundo y probablemente más famoso problema fue el de acceder a escribir unos comentarios que le había hecho al arzobispo Manuel Fernández de Santa Cruz a propósito de unos sermones redactados por el padre portugués Antonio Vieyra conocidos como Mandatos. Sor Juana, de forma privada, se los envió con el título de “Crisis sobre un sermón” y Fernández decidió mandarlos a publicar como Carta Atenagórica (1690) e incluyó, a modo de introducción, un comentario escrito bajo el pseudónimo “Sor Filotea de la Santa Cruz”. La publicación no autorizada y la extraña carta de la ficticia Sor Filotea, donde al mismo tiempo alababa a Juana por sus saberes y la acusaba de usarlos para cuestiones profanas en vez de religiosas (algo extraño, dado que, justamente, el texto criticado era un texto religioso), propiciaron la escritura de lo que se conoce como la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691). En este largo ensayo, algo que Octavio Paz no dudó de calificar como “autobiografía intelectual”, Sor Juana se defendió hábilmente contra cada una de las acusaciones usando su propia experiencia y sus amplios conocimientos librescos. De forma razonada y apoyada en argumentos bíblicos, abogó por el uso de la inteligencia para llegar al conocimiento de Dios y demostró, a la vez, que existen incontables ejemplos de la validez y la importancia de la educación de las mujeres, sobre todo pero no únicamente, en cuestiones de la Iglesia. Ella ya había tenido dificultades antes y nada ni nadie, parecía decir, podía evitar que ella escribiera nuevos tratados como éste.
Entonces, ¿por qué dejó de escribir luego de la Respuesta…? Las teorías son muchas y en general varían entre conspiraciones nacidas desde el interior de la jerarquía eclesiástica, y la concepción de que finalmente se dejó convencer acerca del verdadero rol de una monja. En estudios más recientes basados en documentación hallada en los archivos del convento, sin embargo, asoman nuevas posibilidades que indican que su silencio no aspiraba a ser definitivo. Entre 1693 y 1694, se sabe que ella se preparó para renovar sus votos en coincidencia con el 25° aniversario de su entrada al convento. Para esto, se volvió a contactar con su antiguo confesor, Núñez de Miranda, y tras una larga confesión y como parte de un proceso de renovación y despojo se puede entender que ella se desprendiera de todos sus libros y que firmara sus votos con “yo, la peor del mundo”.
La teoría del retiro espiritual temporario a modo de sacrificio gana fuerza cuando se pone el foco sobre su vida al momento de morir. Sor Juana falleció prematuramente a causa de una epidemia de peste a solo un año de renovar sus votos, el 17 de abril de 1695, y según estas hipótesis, estaba lejos de haberse entregado a una vida de devoción absoluta. Esto parece probarlo, no sólo el hecho de que se encontró entre sus pertenencias un poema titulado “A las plumas de Europa”, donde reflexionaba acerca del éxito del segundo volumen de sus obras, publicado en 1692, sino también porque esa época quedó registrado que Sor Juana había comenzado a comprar varios libros con el fin, probablemente, de rehacer su colección.
Sin posibilidad de saber que habría pasado, es mejor contentarse con la evidencia. Su legado perduró, considerándosela internacionalmente en la suya y otras épocas como una eminencia de las letras hispanoamericanas, y se la celebró especialmente por haber sabido conjugar con maestría su condición de mujer, de religiosa y de intelectual.