No se puede negar que estamos pasando por un momento de gran revalorización de la figura de Juana Azurduy, heroína de la independencia, inmortalizada por Félix Luna y Ariel Ramírez como la “flor del Alto Perú”. El ascenso post mortem al grado de general ordenado por Cristina Fernández de Kirchner en 2009, el emplazamiento de su monumento detrás de la Casa Rosada en el 2015, son algunos de los elementos que permitieron que la sociedad en conjunto se interesara por ella activamente. Llama un poco la atención su reciente revalorización en la argentina, ya que siempre fue un personaje un poco foráneo en nuestra historia. Tiene un estatus dual, de alguna manera, porque nació y murió en el territorio que formaba parte de las Provincias Unidas que hoy es Bolivia. Es por esta dualidad, justamente, que desde el 2010 el 12 de julio, su fecha de nacimiento, es también el día en que se conmemora la confraternidad argentino-boliviana.
Hoy hay mucho dicho sobre ella y, como suele suceder con todo lo relativo a la participación de las mujeres en los eventos históricos, los estudios más difundidos y completos sobre su figura suelen están enmarcados en el revisionismo, aquella corriente que, de alguna manera, trata de leer entre las líneas y traer al frente eso que la historia “oficial” siempre confinó a un segundo plano.
En la actualidad, siguiendo esta tendencia de reparación, las imágenes más difundidas de ella se distancian del único retrato que nos llegó. En vez de aquella mujer vieja y masculinizada, las representaciones modernas la muestran bella, joven y segura de sí misma. Las biografías no se quedan atrás y nos hablan de una mujer que guerreó contra los españoles y que parió en el campo de batalla. Una mujer que vio morir a sus hijos de difteria pero siguió dando lucha rodeada de una guardia de amazonas. Se nos recuerda, también, que armó un regimiento llamado “Los Leales” que se puso a disposición del Ejército del Norte comandado por Manuel Belgrano, por cuya recomendación ella fue elevada al grado de teniente coronel del ejército argentino.
El problema de recuperar un personaje como Juana Azurduy es que resulta difícil ampararse en el hecho de que estuviera “oculto”. Ella siempre estuvo ahí y todo tipo de relatos, elaborados en contextos muy diferentes y desde las perspectivas más dispares, supieron recuperar en mayor o menor medida su importancia en la gesta independentista. Lo que efectivamente llama la atención, es que parece que siempre resultó conflictivo entender quién era esta mujer. Quienes la estudiaron se vieron siempre obligados a tratar de definirla de forma exclusiva, siempre acuerdo a alguna parte de su identidad, ya fuera una heroína militar o una mujer abnegada. Sin embargo, al existir la posibilidad de que fuera ambas, siendo una figura tan única en su tiempo, es difícil tratar de ignorar su carácter extraordinario en cualquier etiqueta que se la quiera encasillar.
En Historia de Belgrano y la independencia argentina, por ejemplo, texto publicado en 1857 con Juana Azurduy todavía viva, Mitre intenta atenerse a su actuación militar y la ubica en igualdad de condiciones con el resto de los caudillos que participaron en la “Guerra de la Republiquetas” en el Alto Perú. En la escritura de Mitre hay, de cualquier modo, una tendencia a destacarla más como la mujer de Manuel Ascencio Padilla que como una comandante con brillo propio. Es claro que considera que ella representa una excepción, al punto de dedicar más palabras a hablar del atuendo que Juana Azurduy usaba en batalla que a sus victorias militares, y al desestimar la veracidad de su acción más famosa: la captura del pabellón realista en un enfrentamiento el 3 de marzo de 1816 en las cercanías de Villar.
Para la época del centenario, la visión sobre Azurduy se deslizó a otro terreno. Nunca se dejó de destacar como una gran guerrera, pero este aspecto de su personalidad se nombra entonces casi como una curiosidad. En general, su heroísmo se entiende como un sacrificio, algo que se vio empujada a hacer por las circunstancias, debiendo alejarse de las comodidades que merecía por su sexo. Es por eso que en estos estudios aparece normalmente como un caso más entre las mujeres patricias que como ella se sacrificaron, no en el campo de batalla, sino bordando banderas o entregando sus joyas en nombre de la patria.
Los estudios más modernos, como ya quedó claro, tienden a centrarse en una visión más acabada y celebratoria de su identidad. Hija de un español y una mestiza, su sangre nativa la americaniza y le da especial relevancia. Juana no solo es una esposa, es una mujer, una madre, hermosa, rebelde e independiente, una compañera y no una subordinada de Padilla. Aunque muchas veces se emplea el mismo léxico que estaba presente en los textos del 1900, su condición de mujer ahora se revaloriza, y el “sacrificio” o alteración de su femineidad pasa a ser una razón de orgullo.
A pesar de esta divergencia de miradas, la verdadera Juana Azurduy se mantiene aún en las sombras. Sabemos tan poco de ella que ni siquiera estamos seguros de datos básicos de su biografía. Así sucede que muchos hablan de su juventud rebelde, de su crianza en el convento de Santa Teresa, lugar que ella detestaba y en el cual ella se la pasaba leyendo sobre santos guerreros, algo que mereció su expulsión. Según los documentos, sin embargo, ella nunca estuvo en ese convento ni en ningún otro.
También hay importantes divergencias, increíblemente, acerca de cuándo y donde nació. En el 2015, el historiador boliviano Norberto Benjamín Torres descubrió que el acta de bautismo de quien creíamos que era Juana Azurduy correspondía en verdad a una homónima, algo que salió a la luz al cotejarla con los datos de quien figura en el acta de matrimonio de Manuel Ascencio Padilla. La verdadera Juana se habría llamado Asurdui, como ella misma firmaba los documentos, y se calcula que nació el 26 de enero de 1780 en La Plata, hoy Sucre, o en Tarabuco, donde fue bautizada. No era la hija de un rico hacendado de la zona de Toroca, como se supuso hasta ahora, sino de Don Isidro Asurdui y Doña Juana Llanos, habitantes de la hacienda de Cachimayu.
Sin tener casi ninguna certeza de su vida, lo que si nos queda claro es que su muerte se produjo en un contexto de desidia total. Poco importó que fuera la viuda de un caudillo importante o que su actuación en el campo de batalla hubiera sido excepcional. Juana Azurduy pasó sus últimos años de vida en la pobreza absoluta, constantemente reclamando algún tipo de pensión que nunca llegó a los gobiernos boliviano y argentino. El 25 de mayo de 1862, cuando murió a los 82 años, fue enterrada sin honores en una fosa común en Sucre.