Cuando Benjamin Franklin (1706-1790) inventó el pararrayos, el clero, tanto en EEUU como en Inglaterra, condenó el descubrimiento, ya que lo consideraba un impío intento de derrotar la voluntad de Dios. La explicación fue que el rayo es enviado por Dios para castigar algún pecado grave y que los piadosos jamás serían dañados por un rayo; por lo tanto, si Dios quisiera castigar a alguien con un rayo, Franklin no debería oponerse a sus designios, ya que inventar un pararrayos era como ayudar a un criminal a escapar. Luego de unos temblores de tierra inéditos en Massachusetts, un eminente teólogo de Boston dijo en un sermón que era imposible escapar de la potente mano de Dios, aunque inundaran la ciudad con “puntas de hierro” (o sea, con pararrayos).
Un discurso similar sostuvo Mahatma Gandhi, quien luego de una serie de terremotos en India advirtió con solemnidad que esos temblores eran el castigo de Dios a los pecadores de la región.
En 1916, durante la Primera Guerra Mundial, mientras era claro el predominio alemán, un sacerdote escocés dijo que el fracaso militar británico se debía a que el gobierno había permitido que se plantaran papas los domingos. Claro, después el curso de la guerra se dio vuelta y la explicación fue que los alemanes habían desconocido todos los Mandamientos y no sólo uno de ellos, como los británicos.
George Borrow, escritor de libros religiosos, agradeció a Dios haber podido cruzar un paso de montaña lleno de bandidos sin percance alguno; sin embargo, tras él, un grupo fue asaltado y algunos asesinados. Habría que ver cómo se la tomaron los desafortunados.
Otra curiosidad afín es la de las monjas que se bañaban vestidas con una camiseta; cuando se les preguntaba por qué lo hacían, ya que ningún hombre podía verlas, contestaban: “olvida usted a Dios”, dejando traslucir que concebían a Dios como un mirón cuya omnipotencia le permitía ver a través de las paredes del baño pero no a través de sus camisetas.
A principios del siglo XX, se presentó en Londres en la Cámara de los Lords un proyecto de ley para legalizar la eutanasia en casos de enfermedad dolorosa e incurable. Sería necesario para ello el consentimiento del paciente y varios certificados médicos. A pesar de que parecía lógico que fuera suficiente con el consentimiento del paciente, el arzobispo de Canterbury explicó que el consentimiento del paciente como único requisito convertiría la eutanasia en suicidio, y el suicidio es pecado. Sus señorías lo escucharon y le dieron la razón.
En el siglo XIX, la Society for the Prevention of Cruelty to Animals pidió al papa su apoyo y el mismo le fue negado con el argumento de que el ser humano no tenía deber alguno hacia los animales inferiores, que maltratar animales no era pecado y que eso era así porque los animales no tenían alma.
Santo Tomás de Aquino (1225 – 1274), filósofo, planteaba un dilema sobre un caníbal que nunca había comido otra cosa que carne humana. Su razonamiento era que, como cada una de las partículas de su cuerpo pertenecían a otra persona y teniendo en cuenta la creencia en la resurrección de la carne, debía plantearse la duda acerca de lo que ocurriría con un caníbal luego de morir, ya que su cuerpo no sería exactamente suyo; por otro lado, y en sentido inverso, ¿cómo se asaría convenientemente en el infierno si cada pedazo de su cuerpo fuera devuelto a los primitivos dueños de los mismos? El santo calificaba a esta cuesión como “intrigante”. El bueno de Tomás se oponía también a la incineración del cuerpo por las dificultades para reunir sus partículas llegado el momento de la resurección; en ese sentido lo tranquilizaban más los cadáveres enterrados y consumidos por gusanos.
Es curioso que en la modernidad actual, luego de todos los aportes de la ciencia para modificar las condiciones de la vida de la sociedad, muchísimas personas sigan todavía dispuestas a aceptar la autoridad de textos que expresan la opinión y creencia de tribus pastoras o agrícolas del pasado lejano, del mismo modo que es desalentador que muchos de esos preceptos sean de tal clase que inflijan sufrimiento al hombre de hoy.
Siguiendo esa línea de pensamiento, el sol fue hecho para iluminar el día y los animales y materias primas de la tierra fueron creadas para el abastecimiento humano. Existen sin embargo algunos inconvenientes: leones y tigres son demasiados feroces, el verano es demasiado caluroso y el invierno demasiado frío. Pero claro, esas desgracias comenzaron después de que Adán se comiera la manzana; antes de eso todos los animales seguramente eran vegetarianos, y si Adán se hubiera conformado con duraznos, uvas y peras, viviríamos en una primavera permanente.
Dado que según el mismo pensamiento el Hombre es el ser más importante del universo, la glorificación del mismo ha adquirido una nueva forma. Desde que la teología, remisa, ha aceptado al fin la evolución, se nos dice que la misma fue guiada por un Gran Propósito: a través de los millones de años en los que sólo había lodo, trilobites y luego dinosaurios y plantas gigantescas, se preparaba la llegada del clímax que explotó con la aparición del Hombre, incluyendo ejemplares como Nerón, Calígula, Stalin o Hitler, cuya trascendencia parecería justificar tan largo y penoso prólogo.
Cuando se descubrieron los anestésicos, la gente piadosa los consideró un intento de esquivar la voluntad de Dios. Se adujo como respuesta que, para extraerle la costilla a Adán, Dios lo durmió profundamente. La respuesta de los devotos fue que eso demostraba que los anestésicos estaban perfectamente bien para los hombres, pero las mujeres tenían que sufrir, debido a la maldición de Eva.
La cultura humana está plagada de relatos míticos disfrazados de historia y perogrulladas sentenciosas totalmente carentes de certeza. Una de las más difundidas es la que dice que “la naturaleza humana no puede cambiarse”. Nadie debería poder decir si eso es cierto o no sin definir previamente de qué se trata “la naturaleza humana”. El infanticidio, que parece contrario a la naturaleza humana, era algo casi universal antes del comienzo del cristianismo y era recomendado ya entonces por Platón como forma de impedir la superpoblación. Muchas prácticas que son consensuadas como “naturales”, como vestirse y lavarse, fueron originariamente “innaturales”. Todo proceso de civilización fue considerado innatural mientras era reciente.
No hay tontería tan absoluta que no pueda ser convertida en credo de la gran mayoría gracias a una adecuada maniobra de un gobierno con la suficiente astucia y una adecuada manera de comunicar. El poder de los gobiernos sobre las creencias de los hombres, además, ha sido enorme desde el surgimiento de los grandes Estados. Tras haber perseguido, torturado y asesinado a los cristianos, la gran mayoría de los romanos se hizo cristiana después de que los emperadores se convirtieran al cristianismo. Y Constantino se convirtió después de una visión durante un sueño…
No existe ningún límite para las absurdidades que, mediante la acción de un gobierno, pueden ser creídas. Las creencias inculcadas antes de la Segunda Guerra por los gobiernos alemán, ruso y japonés, por ejemplo, puesto que eran completamente divergentes, no podían ser todas ciertas, aunque bien podrían haber sido todas falsas; pero tenían tales características que inspiraban a los hombres un ardiente deseo de matarse mutuamente por ellas.
El descubrimiento de que el hombre puede ser manipulado y de que los gobiernos pueden empujar a grandes masas hacia acá o hacia allá es una de las causas de las desdichas humanas. La educación, universalizada para que todos puedan aprender a leer y escribir, es capaz de servir para otros propósitos. Inculcar tonterías, sin embargo, unifica poblaciones. Si todos los gobiernos enseñaran la misma sandez, el daño no sería tan grande. Infortunadamente, cada uno tiene su propia clase de bobería y la diversidad sirve para producir hostilidad entre los adictos a distintas estupideces. Si se quiere que alguna vez haya paz en el mundo, los gobiernos tendrían que convenir o bien no inculcar dogmas o bien inculcar todos los mismos dogmas. Quizá después de la próxima guerra los políticos descubran que es prudente ponerse de acuerdo para realizar un programa de ese tipo.
Y como siempre, las más enconadas controversias son y serán las que giran alrededor de cuestiones para las que no hay evidencias válidas en ninguno de los dos sentidos. La persecución se emplea en asuntos ideológicos o religiosos, no en aritmética, porque en aritmética existe conocimiento, mientras que en el otro caso sólo hay opinión.
Afirmar que “no hay límite a la tontería” también es una perogrullada, pero en este caso cierta. La historia del hombre, de su pensamiento y de sus acciones, parece confirmarlo.
Referencia bibliográfica:
Bertrand Russell, “Esbozo del disparate intelectual”