Un episodio en la vida de Pedro Figari
La defensa del Alférez Enrique Almeida (1895 – 1899)
Por su cargo de Defensor de Pobres en lo Penal y en lo Civil, Figari debió encargarse de la defensa del alférez Enrique Almeida acusado del asesinato del joven Tomás Butler, ocurrido en el mes de octubre de 1895.
El país vivió en épocas de turbulencias políticas, y los enfrentamientos entre los adherentes de los partidos Blanco y Colorado, eran frecuentes. Obviamente, las confrontaciones son por la prensa pero, el fervor lleva a las amenazas, a veces transformadas en hechos de sangre como es el de que se pasa a relatar.
El joven Butler, integrante del Parido Nacional, oponente al gobierno, ha pegado un cartel en las paredes de la casa del ex presidente Julio Herrera y Obes. Se le acusa; y Butler se siente perseguido por dos individuos según se lo manifiesta a distintas personas en varias oportunidades. La noche del 14 de octubre Butler aparece muerto en la calle Chañá. Un joven alférez de nombre Enrique Almeida, es señalado como el responsable.
El asesinato, eminentemente político, tiene como fin atemorizar a la oposición a la vez que ocultar la verdadera identidad de los asesinos. El juicio que se desarrolla en varias instancias y cuenta con un jurado como se estilaba en esa época, el juez y el fiscal respectivos, dura cuatro años.
Figari, abogado defensor oficial, se ve desde el principio ante un cúmulo de testimonios acusatorios contra Almeida; su primera reacción es creer en ellos… pero ya desde la primera entrevista que mantiene con el acusado, duda de su culpabilidad, hasta convencerse de la inocencia de Almeida. De ahí en adelante es la historia del larguísimo procedimiento judicial y de cómo Figari, empecinado en comprobar la injusticia que se quiere cometer al condenar a un inocente, va en una lenta tarea de inteligencia, paciencia y lógica, desbaratando uno a uno los falsos testimonios recogidos por la policía y la justicia hasta el punto de lograr, no la confirmación plena de la inocencia del acusado, pero si el dictamen de inculpabilidad por falta de pruebas.
En 1899 finalizado el proceso, Figari publica el libro El crimen de la calle Chañá. Un error judicial” (libro publicado por A. Barreiro y Ramos, en Montevideo). Para comprender el valor de Figari hay que saber que el asesinato de Butler conmovió la opinión pública nacional y al mundo político. Todos en Montevideo quieren hallar al culpable y condenarlo de inmediato. Las pruebas contra Almeida, en un primer momento, parecen irrefutables. En este clima tenso y enfervorizado debe actuar Figari y al hacerlo ir contra la opinión dominante. No era fácil; exige gran dominio de sí, y seguridad en lo que está haciendo para mantenerse firme en su posición sobre la inocencia de Almeida. Figari tenía entonces 32 años y debió enfrentar, no sólo a la opinión pública (que poco menos lo considera encubridor o cómplice del acusado), sino, lo que es peor, descubrir a los verdaderos culpables. En 1899 no logró esto último. El enigma recién se develará muchos años después cuando se hizo pública la confesión de un moribundo en el Hospital Maciel, quien en 1908 se declara autor del asesinato. Su nombre es Ángel Camarano, ex sargento de policía quien había actuado cumpliendo órdenes de la superioridad. Figari, en forma accidental, tomará conocimiento de esto en 1915 y entonces iniciará la rehabilitación plena de Almeida, lo que recién logrará en 1922, veintitrés años después de finalizado el juicio.
Demás está decir que Almeida fue la desgraciada víctima de toda esa verdadera conjuración, su rehabilitación fue tardía y le impidió realizar como correspondía su carrera militar. Tuvo como contrapartida de su mala fortuna, la suerte de tener junto a él un jurisconsulto, mejor diría un hombre, de la envergadura de Figari, gracias a cuyo tesón y conocimiento pudo salvarse del patíbulo, pena que muy probablemente le hubiera correspondido en caso de haber sido hallado culpable. Figari durante este tiempo se sintió molesto no sólo por la demora en la sustanciación del juicio sino por la actitud de la gente, más preocupada en esos años por la situación del Capitán Dreyfus, acusado de alta traición en Francia (caso que también demostraría ser la acusación de un inocente), que por la suerte de Almeida.
Estos cuatro años de práctica forense, llevados a cabo en simultaneidad con gran número de otros casos, no de la misma trascendencia pública, dan al jurisconsulto una gran experiencia sobre el manejo de la justicia en el país y le compenetran de todo un submundo humano que lo conmueve, le indigna y le hace entender la psicología del criollo, de los distintos estratos socioculturales, sea del hombre de campo o de ciudad. Ve los aspectos positivos, negativos, virtudes y falencias, saca sus conclusiones.
Queda clara la importancia que en su existencia tiene su actuación en el caso Almeida, lo atestigua el libro que publica en cuanto concluye el juicio. Figari ha querido poner a disposición de todos, los hechos tal cual se dieron en la realidad, exponer sus argumentos, sus razones, los falsos testimonios que tuvo que ir demostrando eran eso a lo largo de los cuatro años de duración del juicio. El libro es su prueba final, irrefutable.
No es difícil imaginar y comprender la tensión y las presiones de todo tipo que debió enfrentar Figari durante todo ese período. Tal vez la demostración más palpable sean los dibujos que realiza durante las audiencias publicados hace unos pocos años, en 1976.
Estos dibujos explicitan, casi más que las palabras, los estados de ánimo que le suscitan los personajes y participantes: fiscal, testigos, él mismo en sus numerosos autorretratos. Los dibujos seguramente han salido de sus manos impulsivamente, en un solo gesto espontáneo, forma de traducir sentimientos e impresiones que en ese momento no podía transmitir por estar en uso de la palabra el juez o algunos de los testigos. Pero su impaciencia, su preocupación, busca salida; la encuentra en el rigor de las líneas de sus dibujos, en las breves frases empleadas como comentarios a los mismos.
Toda la tramoya judicial –ese es en verdad lo que él ha comenzado a desarmar– está ilustrada en esas imágenes farsescas y terribles que tan exactamente reproduce su lápiz. Son trazos de grueso grafito negro, apoyado con fuerza sobre el papel, sin dudar. Hay plena certidumbre en sus líneas como la hay en su confianza en la inocencia de Almeida. Se nota la implacabilidad con que se enfrenta al fiscal cuya casi simiesca es palpable demostración de la parodia judicial.
Estas obras pueden verse como el inicio del artista que se va separando del letrado en busca de nuevos horizontes más amplios y menos mezquinos.