El dilema del prisionero

Hay muchas versiones y cada una tiene un costado particular, pero vale elegir una como muestra.

Dos personas son apresadas, acusadas de haber robado un banco (bueno, pueden ser acusadas por cualquier otra cosa, digamos). Son incomunicados y puestos en celdas separadas. Ambos quieren evitar ir a la cárcel, por supuesto. Cabe pensar, además, que a cada uno le importa más conservar su propia libertad que la de su cómplice.

El fiscal acusador no tiene pruebas suficientes para condenarlos, por lo tanto necesita una confesión de los delincuentes para confirmar sus sospechas. Así que se reúne con cada uno de ellos y les hace a ambos, por separado, la misma oferta: “usted puede elegir entre confesar o permanecer callado. Si usted confiesa y su cómplice no confiesa o no habla, yo retiro los cargos que tengo contra usted, pero uso su testimonio para enviar al otro a la cárcel por diez años. De la misma forma, si su cómplice confiesa y es usted el que no habla, él quedará en libertad y usted estará entre rejas por los próximos diez años. Si confiesan los dos, los dos serán condenados, pero a cinco años cada uno, no a diez. Por último, si ninguno de los dos habla, les corresponderá sólo un año de cárcel a cada uno porque sólo los podré acusar del delito menor de portación de armas. Tienen hasta mañana para decidirlo”. En realidad esa última frase es medio tramposa, ya que como ambos prisioneros están separados, no podrá haber una decisión conjunta ni consensuada.

El dilema del prisionero fue planteado inicialmente en en 1951 por dos matemáticos: el inglés Merrill M. Flood y el norteamericano nacido en Polonia Melvin Dresher, que por entonces trabajaban en la RAND Corporation (una organización estilo “laboratorio de ideas” de California, que reunía a académicos expertos en análisis y formulación de políticas), buscando diseñar, en base a este tipo de dilemas, estrategias para enfrentar una potencial guerra nuclear en plena Guerra Fría. El título “el dilema del prisionero”, sin embargo, lo sugirió Albert W. Tucker, profesor en Princeton, quien buscó hacer más accesibles las ideas de los matemáticos a los estudios de lógica y psicología.

Dado que el dilema no se encuadra dentro del clásico “sistema de suma cero” que tiende al equilibrio, el análisis sobre esta situación planteada encierra el conflicto entre el interés individual y el grupal. Los prisioneros tienen que reflexionar sobre qué es lo que van a decir, pero sin poder comunicarse entre ellos.

Para poner en práctica el razonamiento, llamaremos a los acusados Al (A) y Ben (B). Qué puede ocurrir si Al decide confesar: a) si Ben también confiesa, ambos van presos 5 años; b) si, en cambio, Ben no confiesa, Al queda libre y a Ben le cae una condena de 10 años.

¿Y qué ocurriría si Al decide no confesar? a) si Ben confiesa, A se perjudica: iría a prisión por 10 años; b) si, en cambio, Ben tampoco confiesa, ambos serán condenados apenas por 1 año.

A primera vista, lo que impresiona como mejor opción (conjunta) es que ninguno de los dos confiese, ya que de esa manera pasarían apenas 1 año en prisión cada uno. Claro que esto requeriría que ambos se comportaran como un verdadero equipo y fueran solidarios, sin traicionarse.

Pero, como hemos visto, ambos están separados e incomunicados, por lo cual una decisión conjunta es imposible. Así que, viéndose obligados a tomar una decisión individual y priorizando exclusivamente la conveniencia personal, la mejor opción es confesar, haga lo que haga el otro, ya que el que confiesa tiene la seguridad de que haciéndolo reduce su condena a 5 años (si el otro también confiesa), es decir, se asegura de no recibir la peor condena, la de 10 años, e incluso hasta podría quedar libre (si el otro no confiesa).

¿Vale la pena quedarse en silencio? ¿Tendrá sentido correr el riesgo de no confesar, y que el otro prisionero sí lo haga? Desde el punto de vista del “juego solidario”, si uno supiera que el otro no va a confesar, ambos pagarían con sólo 1 año. Pero si el otro habla y rompe el juego en equipo, el que calla se perjudica gravemente, ya que quedaría preso por 10 años.

Por supuesto, no hay una respuesta única a este dilema. Y está bien que así sea porque, si no, no serviría para modelar situaciones reales que podríamos vivir en nuestra vida cotidiana. En un mundo solidario e ideal, la mejor respuesta es callarse la boca porque uno sabría, supondría, intuiría, que el otro va a hacer lo mismo. La situación requiere confianza y cooperación.

Pero la “estrategia dominante”, la que contiene el menor de los males posibles sin suponer nada sobre la conducta del otro, es decir, independientemente de lo que haga el otro, es confesar. La Teoría de Juegos establece que, en la mayoría de los casos, los jugadores seguirán esta estrategia dominante. Dicha estrategia buscará la “suma cero”, es decir, asegurarse de evitar el peor de los resultados, aunque se renuncie a obtener el mejor de los resultados en danza.

A través de este tipo de ejemplos y situaciones, la Teoría de Juegos demuestra que la cooperación rinde beneficios y que la competencia o el afán de lucro no son lo único ni lo mejor. Y eso es absolutamente aplicable a situaciones de la vida cotidiana. Veamos un ejemplo de esto: supongamos que hay halcones y palomas ante una buena cantidad de comida. La conducta natural de las palomas ante la comida es compartirla, permitir que las otras palomas también coman. La actitud natural de los halcones, en cambio, es arrasar con todo, peleándose para quedarse con toda la comida, o al menos con la mayor cantidad de comida posible. Si una nueva paloma llega al lugar de la comida y lo que encuentra son otras palomas allí, sabe que conseguirá comer, mucho o poco, pero en cualquier caso se beneficia. Si el que llega es un halcón y lo que encuentra son otros halcones, sabe que para poder comer algo deberá pelearse, ya que tanto su conducta como la de los otros halcones es la de competir por la comida y no colaborar. Si suponemos que el halcón ganará, digamos, la mitad de las peleas que dispute, obtendrá entonces la mitad del botín deseado, pero además pagará el precio de la pelea previa a acceder a la comida, gane o pierda la misma.

La Teoría de Juegos ha dado lugar así a dos tipos de dilema: uno de ellos es el “juego de suma cero”, en el que las ganancias de un lado quedan exactamente compensadas por las pérdidas del otro; por el contrario, el dilema del prisionero no es de “suma cero”, ya que cabe la posibilidad de que ambos protagonistas ganen o pierdan de manera asimétrica o desigual.

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