Buenas intenciones

La pólvora fue inventada hacia el siglo IX en China para hacer fuegos artificiales. Y armas, ya que estaban. Los bizantinos y los árabes la introdujeron en Europa a comienzos del siglo XIII, y a comienzos del siglo XIV, Berthold Schwartz, un monje alemán, parece haber sido el primer europeo en emplear pólvora para impulsar un proyectil. Sí, fue un monje. En esa misma época los árabes ya la habían usado con ese mismo fin en la península ibérica. Dicen las crónicas de Alfonso XI sobre el sitio de Algeciras en 1343: “los árabes tiraban muchas bolas de hierro que las lanzaban con truenos, de los que los cristianos sentían un gran espanto, ya que cualquier miembro del hombre que fuese alcanzado, era cercenado como si lo cortasen con un cuchillo; y si el hombre cayera herido moría después, pues no había cirugía alguna que lo pudiera curar, por un lado porque venían las bolas ardiendo como fuego, y por otro, porque los polvos con que las lanzaban eran de tal naturaleza que cualquier llaga que hicieran suponía la muerte del hombre.”

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Berthold Schwarz
Berthold Schwarz

 

Después vinieron el arcabuz (“cañón de mano”) y el mosquete. El arcabuz fue diseñado por el milanés Bernabó Visconti en 1364. Pero su desarrollo fue muy largo, su fabricación a gran escala recién llegó muchas décadas después y fue usado por primera vez por el ejército húngaro del rey Matías Corvino a mitad del siglo XV. El mismísimo Miguel de Cervantes Saavedra describe en el Quijote: “bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería. A cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero.” Esa “diabólica invención” a la que alude Cervantes es el arcabuz, que junto a los cañones, formó parte indispensable de la artillería usada en los asedios y en las batallas a campo abierto, demostrando supremacía sobre la caballería y el arco y flecha. Su aparición significó un profundo cambio en la estructura de la sociedad; cualidades valoradas en la Edad Media como la destreza, el valor y el honor, entre otras, sucumbían ante el uso del arcabuz y la artillería. O sea: se acabaron los valientes porque te mato desde lejos; un gran progreso sin duda. Pero claro, los arcabuces tenían una dificultad: había que volver a cargarlos luego de cada disparo; eso impedía matar al segundo enseguida después de haber matado al primero…

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Arcabuz
Arcabuz

 

Así que llegaron las balas. William Greener, un inventor británico, desarrolló proyectiles que encajaban fácilmente en la boca de un rifle para que este pudiera cargarse fácilmente. La bala de Greener era efectiva pero difícil de producir en serie. Apareció un francés, Claude Minié, que desarrolló balas para fusil. Y también un fusil, ya que estamos. Greener odiaba a los franceses, así que se empeñó en mejorar la calidad de sus balas, para que mataran mejor que las de Minié. Y lo logró, por supuesto.

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Varios tipos de balas Minié. Las cuatro a la derecha tienen estrías Tamisier para una mejor estabilidad aerodinámica.

Varios tipos de balas Minié. Las cuatro a la derecha tienen estrías Tamisier para una mejor estabilidad aerodinámica.

 

Y claro está que no puede haber balas sin revólveres. En 1833 el italiano Francesco Antonio Broccu inventó el primer revólver de percusión. Pero no fue suficiente. Nunca lo es, en materia de armas; así que el estadounidense Samuel Colt mostró su ingenio para desarrollar un revólver eficiente. Cuando era adolescente voló parte de su escuela en un experimento; lo echaron, y papá Colt lo mandó de viaje por el mundo. En Calcuta vio un modelo de revóver pero le pareció inseguro y mejorable, así que a su regreso desarrolló el revólver con tambor: éxito total. “Dios creó a los hombres, pero Colt los hizo iguales”, es ya una frase clásica. Pero con un arma que disparara unas pocas balas no alcanzaba.

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Samuel Colt
Samuel Colt

 

Éramos pocos (eran pocas balas, en realidad) y llegó la ametralladora. Richard Gatling, quien la inventó en 1861, dijo: “se me ocurrió que podía inventar una máquina que, por su rapidez de disparo, reemplazara la necesidad de grandes ejércitos y, en consecuencia, la exposición a la batalla y la enfermedad se verían muy disminuidas.” El análisis de esta particular frase, que según sus contemporáneos era bienintencionada, podría hacerse desde muchos ángulos, varios de ellos disparatados. Pero mejor no perdamos tiempo en ello, porque poco después hubo otra frase que, a la luz de los resultados, la superó y con creces.

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Richard Gatling
Richard Gatling

 

Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, dijo con total sinceridad y convencimiento: “mi dinamita conducirá a la paz más pronto que mil convenciones mundiales. Tan pronto como los hombres se den cuenta de que, en un instante, ejércitos enteros pueden ser totalmente destruidos, seguramente pactarán una paz dorada”. Un visionario, el bueno de Alfred.

Ahora había que resolver el problema de matar cada vez a mayor distancia. En ese contexto, el precursor de los misiles de largo alcance fue el cohete V-2, desarrollado por el ingeniero alemán Wernher von Braun. Este científico tenía una visión espiritual y trascendente del universo: “¿por qué creo en Dios? La razón principal es ésta: una cosa tan bien ordenada y perfectamente creada como lo son nuestra Tierra y el universo tiene que tener un Hacedor, un diseñador magistral, sólo puede ser el producto de una Idea Divina; no puede ser de otro modo.” Ojo, el tipo le daba su lugar a la ciencia también: “se me hace tan difícil comprender al científico que no reconoce la presencia de una racionalidad superior detrás de la existencia del universo, como comprender al teólogo que quisiera negar los adelantos de la ciencia.” Así que mirá vos, aquí tenemos un humanista que fabricaba misiles. Ya es algo. Sin embargo, en el desarrollo de su tarea al amparo del dinero norteamericano, un tinte pragmático ingresó en su pensamiento: “Hoy vivimos en un mundo diferente porque en 1958 los estadounidenses aceptaron el desafío del espacio e hicieron la inversión requerida para enfrentarlo.”

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Y si vamos a matar bien, ya que estamos, nada como la bomba. Atómica, mejor. Julius Robert Oppenheimer, el físico estadounidense más destacado del Proyecto Manhattan (proyecto que desarrolló las primeras armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial) fue nombrado “el padre de la bomba atómica”. El conjunto de sus pensamientos resulta extraño, al menos a la luz de los resultados de su trabajo (y el de muchos otros): “los pueblos de este mundo tienen que unirse; de lo contrario, perecerán”. Él casi lo logra, hay que decirlo. “Es perfectamente obvio que el mundo entero se va al infierno. La única oportunidad posible es que procuremos que no sea así.” Habría que ver cómo hacerlo, pero lo que parece claro es que tirando bombas es poco probable.

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Julius Robert Oppenheimer
Julius Robert Oppenheimer

 

Algo de cosita se ve que le generaba el resultado de su trabajo, porque también dijo, parafraseando a Bhagavad Gita: “me he convertido en la muerte, el destructor de mundos.” Cuando asalta el remordimiento, mejor acudir a la ciencia para limpiarse: “un científico debe tomarse la libertad de plantear cualquier cuestión”, “el científico sólo es responsable ante la ciencia”, “necesito a la física más que a los amigos”. Finalmente, cual panqueque que trata de darse vuelta pero no lo logra del todo, “al utilizar por primera vez este tipo de armas nos alineamos con los bárbaros de las primeras edades”, y el siempre útil recurso Pilatos: “no es responsabilidad de los científicos decidir si se debe utilizar o no una bomba de hidrógeno. Esa responsabilidad corresponde al pueblo norteamericano y a los representantes por él elegidos.”

El 6 de agosto de 1945, la bomba de uranio “Little Boy” fue lanzada sobre Hiroshima; tres días después, la bomba de plutonio “Fat Man” fue lanzada sobre Nagasaki.

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La nube de hongo sobre Hiroshima producida por la explosión de la bomba Little Boy el 6 de agosto de 1945

La nube de hongo sobre Hiroshima producida por la explosión de la bomba Little Boy el 6 de agosto de 1945

 

Harry S. Truman, presidente de EEUU, dijo cuando se lanzó la bomba: “es una bomba atómica. Se trata de un aprovechamiento de la energía básica del universo. La fuerza con la que el Sol dibuja su poder se ha desatado contra los que trajeron la guerra al Lejano Oriente.” O sea: le pasa la pelota al sol, para qué buscar perejiles. Y esta es genial: “la usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes”. Ups.

Oppenheimer siempre expresó su pesar por el fallecimiento de víctimas inocentes cuando las bombas nucleares fueron lanzadas contra los japoneses. Luego de la guerra, siguió trabajando en la Comisión de Energía Atómica de los EEUU.

La utilización de la bomba atómica contra otros seres humanos fue un quiebre en la historia de la muerte en el planeta. Y algunos, parece, tenían algo que decir. Años después, claro. Como Dwight Eisenhower, jefe del estado mayor del ejército de EEUU durante la presidencia de Truman: “los japoneses estaban listos para rendirse y no era necesario golpearlos con esa cosa horrible.” Lo dijo en 1963, ojo. John F. Kennedy dijo en 1961: “vivimos bajo una espada de Damocles nuclear colgando por el más delgado de los hilos, capaz de ser cortado en cualquier momento por accidente o error de cálculo o por la locura. Las armas de guerra deben ser abolidas antes de que nos acaben a nosotros.” El hilo al que se refiere casi lo cortan él mismo y su colega soviético Nikita Kruschev un año después, en la crisis de los misiles de Cuba.

Dejando las bombas de lado, otro recurso utilizado para eliminar semejantes ha sido sin duda el gas Zyklon (cianuro de hidrógeno), desarrollado inicialmente como pesticida en 1880, prohibido como arma química después de la Primera Guerra Mundial pero usado desde 1942 por la Alemania nazi en los campos de exterminio en la Segunda Guerra Mundial, con la nueva denominación de Zyklon B. Los dos químicos más destacados del equipo que desarrolló el sistema para “empaquetar” el gas (Walter Heerdt y Bruno Tesch) tuvieron distintos destinos: Heerdt y su familia, que no eran nazis, fueron arrestados por la Gestapo y expulsados del país; Tesch fue juzgado y ejecutado después de la guerra.

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Bolitas de Zyklon B encontradas durante la liberación del campo de Majdanek. Polonia, posterior a julio de 1944.
Bolitas de Zyklon B encontradas durante la liberación del campo de Majdanek. Polonia, posterior a julio de 1944.

 

Otros métodos de matar, en este caso de a uno, fueron creados aparentemente con buenas intenciones; al menos eso se desprende de los dichos de sus creadores y de quienes impusieron esos métodos legalmente.

La silla eléctrica fue inventada en 1890 por Harold P. Brown, que era un empleado de Thomas A. Edison. El diseño de Brown usaba corriente alterna en lugar de usar la corriente continua que desarrollaba Edison, su empleador. El uso de la corriente alterna era totalmente intencional; suponía un intento de Edison y Brown para desprestigiar la corriente alterna que desarrollaba Nikola Tesla, archirrival de Edison. Usar la corriente alterna para la silla eléctrica, pensaban, desacreditaría “éticamente” el producto de su rival. La encarnizada guerra comercial entre Edison y Tesla, llamada “la guerra de corrientes”, era la competencia entre ambos por el uso de los sistemas de energía eléctrica en los Estados Unidos a fines de 1880 y principios de 1890. Ni Edison ni Tesla quisieron que se eligieran sus sistemas para la silla eléctrica ya que temían que los consumidores no quisieran tener en su casa el mismo tipo de corriente eléctrica que servía para matar personas. Estrategia comercial, que le dicen.

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La primera silla eléctrica
La primera silla eléctrica

 

El estado de New York había designado un comité para determinar un nuevo sistema de ejecución que fuera más humano y que reemplazara a la horca (sí, sí, matar gente de una forma más humana, eso querían). En ese contexto, Brown buscaba demostrar que la corriente alterna era más útil para las ejecuciones. Lo hizo matando varios animales bajo la mirada del comité, incluyendo a un elefante de circo; algunos de ellos también frente a la prensa. Aparentemente convenció al comité, ya que la silla eléctrica de corriente alterna se adoptó finalmente.

Pero parece que con el tiempo la ejecución en la silla eléctrica no les pareció tan “humana”, ya que la intención de humanizar más aún la forma de matar personas se renovó. Y apareció la inyección letal.

En 1976, el médico forense Jay Chapman comenzó a pensar en una forma más humanitaria de aplicar la pena capital, después de observar un debate sobre si el asesino Gary Gillmore debía ser fusilado o ahorcado. Un año después, Jay Chapman propuso en la cámara de representantes de Oklahoma la utilización de un coctel de tres drogas. Rápidamente, Oklahoma se convirtió en el primer estado norteamericano en adoptar la inyección letal.

Desde entonces el método de Chapman ha sido adoptado por muchos estados, por el gobierno federal y por los militares estadounidenses. Pero la fórmula y la manera en que se administra han enfrentado oposiciones, que argumentan que algunos prisioneros sufren un dolor intenso.

Chapman consideraba que la inyección letal era una forma humanitaria de matar a los sentenciados, y redobló la apuesta: “ahora se quiere que todo sea políticamente correcto y todos pretenden ser víctimas; incluso los condenados a muerte son víctimas, parece. Rechazo esa idea tajantemente, porque estas personas tomaron en su momento la decisión de hacer lo que hicieron”, contestó Chapman, disgustado.

Un estudio médico concluyó que, cuando se producía dolor, eso ocurría debido a la aplicación de dosis insuficientes y caprichosas de las sustancias químicas; Chapman, en respuesta, atribuyó eso a la incompetencia de los encargados de la ejecución. “El protocolo funciona. Si se administra en forma competente, no hay dolor ni sufrimiento”. Las tres sustancias que se usan son el tiopental sódico (pentotal, un anestésico), el bromuro de pancuronio (un relajante-paralizante neuromuscular) y el cloruro de potasio (que paraliza el músculo cardíaco). “Es simplemente anestesiar a alguien para un procedimiento médico”, decía Chapman, lo cual es en parte cierto, aunque el pequeño detalle es que en este caso el procedimiento médico consiste en paralizar el corazón intencionalmente, lo que se conoce con el nombre de “matar”.

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Décadas después de desarrollado el protocolo, abogados, médicos y políticos aún cuestionan la investigación científica que derivó en la inyección letal. Y hay que decir también que el asunto del dolor en la ejecución ha merecido más discusión que la mismísima pena de muerte. Bueno, ese asunto después lo vemos, en todo caso.

Como queda claro a lo largo de la historia, el perfeccionamiento de estas cuestiones ha despertado un interés permanente de la especie. El estado actual de cosas parece haber alcanzado una sofisticación más que elevada, pero seguramente seguirá habiendo avances en estos rubros.

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