Los tropiezos detrás de la declaración de la Independencia

A 208 años de la declaración de las Provincias Unidas del Río de la Plata, no está de más recordar que el evento sucedió en el momento más dramático de su breve y compleja historia.

La nación en ciernes tenía amenazada sus fronteras por las fuerzas del imperio español, además de sufrir graves disidencias internas. Los criollos no sabían qué sistema de gobierno adoptar y muchos, como Rivadavia, Sarratea y Posadas, buscaban una alianza con la antigua metrópolis. Otros preferían ser súbditos británicos y unos pocos querían traer a un príncipe francés para regir nuestro destino.

Mientras los españoles avanzaban desde el Alto Perú, Portugal amenazaba invadir la Banda Oriental. José Gervasio Artigas bien conocía esta antigua aspiración lusitana y, a fin de poder enfrentarla, pedía el apoyo porteño pero con poca suerte. Por su parte, Belgrano acababa de llegar del viejo mundo, donde había fracasado en su intento por conseguir un príncipe europeo para regir estas tierras. Volvió después de tener una pelea con Martín de Sarratea, quien había sugerido secuestrar a un príncipe español para traerlo en secreto al Río de la Plata.

A la vez que en Tucumán se declaraba la Independencia, Rivadavia se presentaba ante el ministro Cevallos en Madrid para reconocer el vasallaje de las Provincias Unidas a España. Su propuesta no prosperó y el 16 de julio, Rivadavia fue expulsado de la metrópolis. Esta paradoja muestra las distintas propuestas que bailaban en la cabeza de los patriotas.

Rondeau era el nuevo jefe del Ejército del Norte, en reemplazo de Martín Rodríguez después de haber sido derrotado en El Tejar y Venta y Media. Sin embargo, la suerte (o la habilidad táctica) tampoco ayudó a Rondeau quien perdió la mitad de sus tropas y la artillería en el desastre de Sipe-Sipe. Para colmo de males, reinaban las desinteligencias entre los mandos criollos. Rondeau entró en conflicto con Martín de Güemes, quien retiró sus hombres del Ejército del Norte para deponer al gobernador unitario de Salta, Hilarión de la Quintana.

Desde Mendoza, San Martin instaba al diputado Tomás Godoy de la Cruz a lograr el nombramiento de Belgrano como nuevo comandante del Ejército del Norteya que, a su criterio, era el más metódico, íntegro y talentoso de los oficiales, aunque “no tuviese los conocimientos de un Moreau o de un Bonaparte”. Sin embargo, y a pesar de este reclamo, en abril de 1816 Belgrano fue destinado como jefe del ejército que debía atacar a Santa Fe, ciudad que mantenía un largo desencuentro con los porteños por temas aduaneros y que reiteradamente había sido invadida por tropas de Buenos Aires.

En abril de 1816, el coronel Díaz Vélez al comando del contingente porteño había llegado a un acuerdo con los santafesinos que lo instaron a dirigir sus fuerzas contra Buenos Aires, apresando a Belgrano y exigiendo la renuncia del director supremo Álvarez Thomas, sobrino de don Manuel. Sin posibilidad de continuar en su puesto, Álvarez Thomas renunció y fue sustituido por Antonio González Balcarce. Éste fue prontamente reemplazado por Martín de Pueyrredón, quien estaba en Tucumán como representante de San Luis.

Mientras estos desencuentros acontecían en las provincias del exvirreinato, los españoles se aprestaban a recuperar sus colonias a sangre y fuego. Dieciséis mil soldados a cargo del general Morillo se disponían a llegar al Río de la Plata, cuando decidieron cambiar su curso porque no contaban con un puerto idóneo para desembarcar. Morillo dirigió entonces a sus veteranos a Venezuela, dificultando la gesta independentista de Simón Bolívar.

El panorama político era confuso y el debate sobre la forma de gobierno era causa de enfrentamientos armados. Los artiguistas promovían un federalismo del tipo norteamericano desde las provincias mesopotámicas. San Martín y Belgrano proponían una monarquía constitucional como la británica. Belgrano, después de fracasar en su gestión para traer un príncipe europeo, propuso la figura de un monarca incaico -Juan Bautista Túpac Amaru-, idea que tuvo detractores como Tomás de Anchorena. Por último, los unitarios proponían la supremacía de Buenos Aires por sobre las demás provincias, arrogándose un derecho que muchas personas, incluidos porteños, no estaban dispuestos a aceptar. Sin embargo, la élite comercial estaba dispuesta a imponerse, aunque fuese necesario aliarse a una potencia extranjera. Y esta potencia era Brasil, por entonces en manos de los Braganza, monarcas lusitanos ligados por vínculos de sangre y matrimoniales con los Borbones.

El Dr. Manuel José García -de triste actuación 15 años más tarde en las tratativas de paz durante la guerra con el Brasil- buscaba la reunión de las Provincias Unidas con el Brasil bajo el reinado de un mismo monarca. Esta propuesta estaba destinada a debilitar la posición federal artiguista. La idea de hacer un “Imperio de América del Sur”, contaba con la simpatía de los británicos. Así lo declaró Henry Chamberlain, sucesor de Lord Strangford, en una carta dirigida al ministro Canning: “Los distintos gobiernos de Buenos Aires han suscitado este proyecto en varias ocasiones desde 1810… como único medio de lograr los dos grandes objetivos por los cuales confiesan haber luchado en los últimos tiempos: comercio libre con el resto del mundo y seguridad contra las consecuencias que temen si llegan a encontrarse nuevamente bajo su antiguo soberano”. Los criollos habían actuado desde 1810 bajo la máscara de Fernando VII, manteniendo una ambivalencia ante los españoles ya que conocían la ferocidad con la que reprimían cualquier sublevación, como la acontecida en 1809.

Pero esta máscara no podía mantenerse para siempre, y en junio de 1816 el general Lecor se adentró en la Banda Oriental al frente de 8.000 soldados lusitanos. Antes de partir, el general inglés William Carr Beresford compartió con los oficiales portugueses su experiencia en la invasión de 1806. En pocas semanas los lusitanos llegaban a Montevideo a pesar de la heroica pero insuficiente resistencia de Artigas y los suyos. Los orientales, después de un lustro de pelear contra españoles primero y porteños después, estaban desgastados y desprotegidos porque Pueyrredón les negó apoyo ante un enemigo muy superior que invadía una provincia de las no tan unidas provincias del Río de la Plata.

Mientras esto ocurría a orillas del Plata, en Tucumán Manuel Belgrano les comentaba a los congresales las últimas noticias de su viaje diplomático a Europa y los tranquilizaba sobre el propósito de las fuerzas portuguesas invasoras del Uruguay, que solamente trataban de impedir la “infección artiguista”. Casi al mismo tiempo -fines de julio de 1816- el mismo Díaz Vélez que firmara el pacto de Santo Tomé con los santafesinos, el mismo que pusiera preso a Belgrano y depuesto a Alvarez Thomas, invadió una vez más a Santa Fe. Cercado por el gobernador Vera, después de algunas semanas de zozobra, Díaz pidió parlamentar. Semanas más tarde Díaz Vélez huía hacia Buenos Aires, librando sus hombres a su suerte.

A pesar de este panorama desventajoso, de las diferencias internas y las amenazas exteriores, los representantes de las provincias del noroeste argentino y gran parte del territorio de la actual Bolivia -con la ausencia de las provincias mesopotámicas y la Banda Oriental-, los congresales reunidos en el Congreso de Tucumán declaraban solemnemente la independencia de la que se llamaría, con los años, República Argentina. Pocos días después debieron modificar su texto porque la invasión portuguesa no era tan inocente como parecía.

Aunque los libros muestran una imagen idílica de próceres desprendidos de vanidades, comulgando en sus ansias de libertad y progreso, la realidad era otra. Entre las autoridades y dirigentes primaban celos, desinteligencias, reacciones intempestivas e inconfesables ansias de lucro como las que llevaron a los porteños a invadir cuatro veces a Santa Fe o rechazar la ayuda reclamada por los orientales. La razón subyacente era retener los ingresos de la aduana porteña, fuente de discordia entre las provincias, hecho que se prolongó durante décadas y que, de una u otra forma, ha llegado hasta nuestros días.

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Este artículo también fue publicado en La Nación

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