Soltar en una taberna un chiste contra Hitler, hacer una broma o comentarios despectivos sobre el Tercer Reich, escuchar radios extranjeras o no hacer el saludo nazi bastaban para acabar detenido por la temida Gestapo. No solo los judíos estaban en su punto de mira sino que sus objetivos eran los “enemigos del Estado”, léase curas protestantes y católicos disidentes, testigos de Jehová que preferían el martirio a renunciar a su fe, comunistas (el grupo político más perseguido), y todos aquellos a los que el régimen consideraba “marginados sociales”: delincuentes habituales, homosexuales (100.000 fueron a prisión y 50.000 acabaron en los campos), agresores sexuales, prostitutas, mujeres de “vida promiscua”, parados de larga duración, alcohólicos, mendigos, gitanos (“una plaga”) y jóvenes díscolos, inconformistas y contraculturales (como los casos, llevados al cine, de los chicos del swing y de Sophie Scholl y sus amigos y hermano, miembros del movimiento La rosa blanca). Fue el destino de esta joven, detenida e interrogada por la Gestapo y finalmente ejecutada, la que llevó al historiador británico Frank McDonough a investigar durante cuatro años en fuentes originales alemanas, sobre todo en los 73.000 casos que alberga el archivo de Dusseldorf, para desentrañar en ‘La Gestapo’ (Crítica) los mitos y realidades de la policía secreta del führer.
Según McDonough, el 26% de las investigaciones de la Gestapo se iniciaban por la denuncia de un civil (solo el 15% partían de actividades de vigilancia del cuerpo): el 80% de delatores eran hombres y habitualmente pertenecían a la clase media baja y obrera (“la clase alta o media con estudios raramente denunciaba un comportamiento disidente”.
VENGANZAS DE ESPOSAS
El ensayo revela cómo las mujeres (un 20% de los denunciantes) acusaban en su mayoría a sus maridos (rara vez era a la inversa) para vengarse de infidelidades, alcoholismo y maltratos o para quitarlos de en medio y quedarse con sus amantes.
En esa línea, el historiador apunta que el 37% denunciaba para resolver conflictos personales con parientes y vecinos. Hay quien acusa a compañeros de trabajo o a personas a las que ha oído comentarios derrotistas en bares, hoteles y restaurantes y operarios de fábrica denunciados por escribir pintadas.
Entre los casos más “estrambóticos” figura el de un obrero sin estudios, Adam Lipper, que se denunció a sí mismo porque quería que ir a un campo de concentración para curar su alcoholismo. ‘Solo’ logró siete semanas en prisión, pero fue suficiente para declararse curado y ser liberado.
Para vigilar a 66 millones de alemanes, cuando la Gestapo nació, en 1933, tenía 1.000 empleados; en 1944 eran 32.000. “Contra la creencia popular no se limitaba a detener y entregar individuos a los campos de concentración”, apunta el ensayo, sino que la mayoría de casos acababan descartados y los arrestados salían sin cargos o con castigos indulgentes. Sin embargo, añade, reinaba la arbitrariedad: temas triviales podían saldarse con penas severas y en procesos de pena de muerte podían quedar libres.
INTERROGATORIOS Y TORTURAS
En el imaginario del horror quedan los interrogatorios a manos de la Gestapo. “Resulta muy difícil estimar el alcance de la tortura”, apunta McDonough, aunque, “sin duda”, muchos agentes la utilizaban para extraer confesiones. Sumergir al detenido en una bañera de agua fría hasta casi la asfixia, privaciones de sueño, corrientes eléctricas en manos, ano y pene, aplastamiento de testítulos con una prensa, dedos quemados con cerillas… son algunos de los métodos usados.