Pedro Ignacio de Castro Barros

Nació en la aldea de Chuquis, provincia de La Rioja, en el departamento de Arauco, que hoy lleva su nombre, el 31 de julio de 1777. Fueron sus padres don Pedro Nolasco Castro y doña Francisca Jerónima Barros. Según los documentos familiares, y de acuerdo con la tradición oral, tuvo como hermanos a doña Francisca Justa, luego esposa de don Andrés Molina, alcalde de segundo voto en la Rioja; don José Domingo, alcalde de segundo voto en el año 1812; don Juan Basilio; don Francisco Solano, famoso por su cuidada y elegante caligrafía; y don Juan Vicente, el dilecto compañero de nuestro biografiado. Pedro Ignacio heredó de su madre la fe bretona y una fortaleza física nada común. Cursó sus primeras letras en Santiago del Estero, pasando luego en 1790 o 1791 a Córdoba. Ingresó al poco tiempo en el Colegio de Nuestra Señora de Loreto, frecuentando las aulas universitarias. En la casa de Trejo estudió dos años de latín y tres de filosofía, graduándose al cabo de ellos de bachiller en Filosofía y Artes.

Inclinado al sacerdocio, cursó con brillo los cuatro años de Teología hasta obtener en 1800 las borlas de doctor. El 31 de diciembre de ese año se ordenó de presbítero. En 1801 figuraba como alumno de primer año de Derecho Civil, en cuya facultad alcanzó el grado de bachiller. A principios de 1803 se le nombró pasante de leyes en la Universidad. Ese mismo año volvió a La Rioja, en que por espacio de un lustro se consagró a la enseñanza, a la predicación y al ministerio sacerdotal. En 1809, ocupó previo concurso, una cátedra de filosofía en la Universidad de Córdoba. En 1810 fue nombrado Cura y Vicario Interino de La Rioja, donde volvió a desplegar múltiples actividades en beneficio de sus paisanos. Por ese tiempo falleció su madre a la edad de ciento tres años. Castro Barros se mostró inmediatamente como un fervoroso paladín de la causa de Mayo. En el segundo aniversario de la Revolución pronunció en la Iglesia Matriz de su tierra natal y en presencia del Obispo Orellana un extenso sermón que todavía permanece inédito. Su decidida adhesión al Gobierno Patrio le llevó a Buenos Aires en 1814 como diputado a la Asamblea, en reemplazo de Ugarteche, a quien aquél cuerpo le había confiado una misión en las provincias. En 1815, la Asamblea comisionó a Castro Barros, juntamente con Juan Ramón Balcarce, para asegurar la confianza y la opinión de las provincias y del ejército del Norte, ante la crisis e inestabilidad de los poderes. Al regreso de su misión, pronunció el 25 de Mayo en Tucumán la oración patriótica que el Ayuntamiento mandó imprimir.

La Rioja lo volvió a elegir diputado para que la representara en el Congreso de Tucumán que le designó su presidente en la sesión del 2 de mayo. Bajo su presidencia tuvo lugar el nombramiento de Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo. El 9 de julio firmó el acta de la Independencia, y en el Te-Deum de ese día ocupó la cátedra sagrada. Entre tanto el Congreso, ya trasladado a Buenos Aires, le presentó para la canonjía magistral de Salta; pero al cruzar la provincia de Santa Fe en viaje a aquel destino, cayó en manos de la montonera. Evadido de la cárcel de López, marchó a Santiago, donde Belgrano lo acogió con benignidad.

Al poco tiempo regresó a La Rioja que le envió nuevamente en calidad de diputado al Congreso que debía reunirse en Córdoba, y que no pudo realizarse por el obstruccionismo de Rivadavia. Córdoba abrió sus brazos al hijo de Chuquis. El 7 de diciembre de 1821, el claustro le dio su voto para el Rectorado de la Universidad, la que regenteó, con un corto intervalo en 1823 y 1824, hasta 1828. Desempeñó también interinamente el rectorado del Seminario de Nuestra Señora de Loreto y las cátedras de Teología y Cánones de la Universidad. En 1824, Corrientes le nombró diputado para el Congreso que se reunía en Buenos Aires. Castro Barros inicialmente aceptó, mas luego renunció en virtud de la prevención que existía en la capital contra su persona, a causa de su oposición “a las impías doctrinas del día”. En 1827, la Curia de Córdoba le envió a Cuyo con el carácter de Visitador Apostólico para reparar los muchos males que había allí sembrado la reforma. El visitador desplegó una actividad extraordinaria. En esta coyuntura le conoció Sarmiento quien hizo con él confesión general. En 1829, al entrar Paz en la docta, por unanimidad de sufragios ocupó Castro Barros la Vicaría Capitular, por renuncia de Benito Lascano, de tendencia federal. El general unitario dejó constancia en sus Memorias del patriotismo, ilustración y virtudes sacerdotales del Gobernador del Obispado en sede vacante. Eran aquellos los momentos cruciales en que la suerte de las armas podía decidir el desenlace de la lucha entre unitarios y federales. En certero golpe de boleadoras epilogó, como es sabido, el primer acto de la contienda. Capturado el manco de Venta y Media, Castro Barros fue conducido prisionero a Santa Fe, de donde, a requerimiento de Rosas, se le trasladó en la goleta “Uruguay” a Buenos Aires. Llegado a la capital, después de un aparato de inmediata fusilación, se le destinó al pontón Cacique, a tres leguas de la costa porteña. Concluido el primer gobierno de Rosas, solicitó permiso para emigrar al Uruguay, desembarcando en Montevideo, en 1833. En la Banda Oriental vivió el sacerdote patricio más que nunca entregado al santo ministerio.

Desplegó una actividad espiritual extraordinaria. Larrañaga, Vicario Apostólico, le propuso para Provisor y Vicario General de la diócesis: propuesta que no aceptó el gobierno, no por las prevenciones, todavía no aclaradas, que abrigaba contra el “Riojano”. Esta actitud hostil lo determinó, al fin, a trasladarse a Chile, en 1841, ya que no le era prudente volver a la Patria. El pueblo y el clero del país trasandino le recibieron con las mayores muestras de cordialidad. El Arzobispo Vicuña le hospedó en su palacio y le mantuvo a su lado. La Universidad y el Seminario le llamaron para dictar cátedras. El mismo Consejo de Estado le dio varios votos para la terna, formada con el objeto de elegir al sucesor de Monseñor Vicuña. A despecho de sus años, no abandonó en Chile la predicación, la que ejerció con extraordinario éxito, a pesar de que, como dice Sarmiento, no conocieron los chilenos más que la sombra de lo que fue Castro Barros. Por un momento, el hijo de La Rioja, pensó en repasar la cordillera para acabar su vida en su tierra natal, pero la prolongación indefinida del gobierno rosista le obligó a esperar la muerte en suelo extranjero.

Su deceso se produjo en Santiago el 17 de abril de 1849. El homenaje de todas las clases de Chile fue grandioso. Sus restos fueron repatriados en el año 1926. Al cumplirse el centenario de su desaparición, el clero argentino mandó construir un mausoleo en la Catedral de La Rioja, que conserva sus despojos. La figura de Castro Barros se destaca particularmente por su celo sacerdotal, firme en su ortodoxia e íntegramente consagrado a la misión específica del ministro de Dios. Su actividad más característica fue la predicación de entraña popular. Sarmiento describió en Recuerdos de Provincia las dotes relevantes de su oratoria y las condiciones excepcionales de quien sabía atraerse las multitudes en masa para escuchar la palabra divina. Su alta y espigada estatura, su figura ascética, su voz poderosa y cálida, y su carácter manso daban singular relieve al apóstol. La contextura vigorosa del orador le permitían recorrer un pueblo tras otro sin darse descanso. En ocasiones, el trabajo era tanto que el predicador debía reducir el sueño a tres o cuatro horas, en misiones que duraban quince o veinte días y, en su mayor parte, un mes.

El estudio de la vida itinerante de Castro Barros y de sus obras, arraiga en el espíritu del investigador la convicción de que el celo por la ortodoxia constituye el fondo de su carácter y suministra los rasgos fundamentales de su fisonomía moral. Su afán fincó en mantener enhiesto el estandarte del catolicismo íntegro en medio del aluvión de ideologías alóctonas que llenaron de confusión todo aquel siglo. La solidez de su fe se basa en la sumisión incondicional a la Santa Sede. Subrayó la posición jerárgica que en la Iglesia corresponde al primado pontificio. Fue adversario de cuantos, influenciados por el jansenismo peninsular, disminuían los atributos de aquella Silla. Clamó por una comunicación efectiva con el centro de la unidad católica. Declaró írritas las determinaciones eclesiásticas que aquí se tomaban a espaldas de Roma, y todas las reformas que se tomaban con mentalidad bizantina y regalista. Por otra parte, mantuvo siempre nítida la demarcación de los respectivos campos de la Iglesia y del estado. Amó a su patria; bregó con entusiasmo por su independencia política. En la reforma rivadaviana no adoptó posturas ambiguas. Entendió que por ella se lesionaban los derechos de la Iglesia y sufrirían menoscabo los cánones. Rivadavia y sus satélites del interior fueron el blanco de sus constantes dardos, lanzados a cara descubierta. También el Provisor porteño, Mariano Zavaleta, seide del ministro, debió soportar sus acerbas críticas. Con la misma intención y pureza de intenciones censuró Castro Barros la flojedad de los frailes secularizados que no supieron en este trance imitar la firmeza de las monjas. Repudió el “dogal” del Patronato. Contra del Carril, gobernador de San Juan, combatió la tolerancia de cultos por prematura. Censuró con acritud la introducción de libros impíos; y alentó a los que luchaban por su fidelidad a la Iglesia. Amó con predilección los tipos de imprenta, amén de sus escritos. Son numerosas las impresiones que realizó de su peculio, de periódicos, discursos, panegíricos, dictámenes, documentos, y aun obras enteras, sin otro objeto que la difusión de las ideas. Su posición frente a las discordias civiles está fijada en estas palabras suyas: “Yo pregono a la faz del mundo que no he sido ni soy, ni seré jamás monarquista, unitario, federal, sino sólo patriota constitucional católico romano, bajo la forma de gobierno que dictare y promulgare la mayoría de nuestros pueblos por sí mismo o por el órgano de sus representantes”.

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