Paul Erlich era sobrino del bacteriólogo Karl Weigert, quien también fue uno de sus mentores, además del anatomista Wilhelm von Waldeyer-Hartz. Su tesis doctoral marca uno de los temas que no abandonaría a lo largo de su vida: la coloración de cortes histológicos. Sabía que cada tejido tenía una afinidad por una tinción en particular, mostrando que existía una especificidad y selectividad de cada célula, bacteria o parásito.
A fines del Siglo XIX habían aparecido una serie de nuevos colorantes derivados de la anilina que revolucionaron la industria textil con brillantes y más atractivos colores.
Como asistente de la clínica del Dr. Theodor Frerichs, Erlich profundizó sus técnicas de coloración aplicadas a la hematología. Cada una de las distintas células que navegan por el torrente sanguíneo tiene diversa morfología y afinidad por colorantes de diferente acidez o alcalinidad. Este hecho tuvo fundamental importancia para el estudio y clasificación de las leucemias y demás enfermedades hematológicas. Mediante la tinción, Erlich pudo diferenciar los linfocitos de los leucocitos y otras células sanguíneas. De hecho, hoy mismo seguimos hablando de basófilos y eosinófilos, gracias a los estudios de Ehrlich.
También acuñó el término metacromasia y degeneración anémica, basada en su mundo cromático y observó que algunas células solo captaban colorante mientras estuviesen vivas. A este fenómeno lo llamo tinción vital .
Erlich fue uno de los pocos profesionales asistentes a la conferencia histórica del profesor Robert Koch, cuando revela al mundo cuál es el agente causal de la tuberculosis, uno de los grandes momentos de la medicina. Fue Ehrlich quien le pidió el cultivo con el bacilo que llevaría el nombre de Koch, para teñir al germen. Ehrlich le dio a la tuberculosis color: la fucsina (ese método, con las variaciones de Ziehl y Neelsen, aun está vigente).
Este hallazgo fue el comienzo de las tinciones diferenciales en microbiología que culminó con la técnica de Gram, y marcó una diferencia con la que aún los médicos distinguen a las bacterias. Otro toque de color que Ehrlich agregó a la medicina.
Sus trabajos fueron innumerables. Era un trabajador incansable, a quien le gustaba pensar mientras caminaba fumando y escuchando a su esposa, Hedwig Pinkus, tocar el piano.
Erlich publicó trabajos sobre el carácter farmacológico del azul de metileno, el yodo, los alcaloides sintéticos del Thalin… es decir, un mundo de colores a los que adjudicaba propiedades terapéuticas.
En 1889 debió viajar a Egipto, para ver si el clima seco y cálido mejoraba la tuberculosis que contrajo en su trabajo. Nada es gratis en la vida y menos en la de los médicos…
Cuando volvió de su periplo egipcio, montó un laboratorio en su domicilio. En 1890 Robert Koch contrató a Ehrlich como su asistente para trabajar en un nuevo campo: la inmunidad. Fue Ehrlich quien descubrió que la inmunidad del recién nacido provenía de su madre, y puso de manifiesto la importancia de la lactancia materna.
Siempre atento a los colorantes, demostró la eficacia del azul de metileno en la malaria, y su capacidad para teñir las terminaciones nerviosas y al plasmodio. El azul de metileno no era tóxico para el organismo, pero sí para el plasmodio que generaba la malaria. La idea de la “bala mágica” comenzó a tomar forma en su cabeza. Fue Ehrlich uno de los primeros en conceptualizar la inmunidad bajo el concepto de “llave y cerradura”. Existía una llave para abrir las puertas de cada enfermedad.
Fue bajo este concepto que desarrolló el suero antidiftérico e introdujo el término “toxoide“, refiriéndose así a las toxinas que pierden su toxicidad, pero mantienen su capacidad antigénica, concepto que no fue bien aceptado al principio, aunque el mismo Wassermann se basó en esta idea para desarrollar la reacción que lleva su nombre y permitió el diagnóstico de una enfermedad que devastaba a la sociedad decimonónica: La sífilis.
Mientras ejercía como director de Terapéutica Experimental en Frankfurt, retomó su antiguo romance con los colorantes, y con Kiyoshi Shiga demostró que el rojo tripán era efectivo para el tratamiento de la tripanosomiasis en ratones, pero no así en mamíferos mayores.
En 1906 retomó una de las ideas que había expresado al comienzo de su carrera: la necesidad de establecer la relación entre la composición química del fármaco y su modo de acción sobre el organismo. Para Erlich era necesario buscar productos específicos que tuviesen “afinidad” por organismos patógenos. Fue entonces que acuñó dos términos que aún persisten: la bala mágica y la quimioterapia.
Si bien el concepto de matar a gérmenes patógenos con agentes químicos no era de Ehrlich, él fue quien estudió sistemáticamente este tema y centró sus investigaciones sobre la espiroqueta de Schaudinn o Treponema pallidum, la causante de la sífilis, más cuando Émile Roux había demostrado que podía transmitirse la enfermedad a los monos que servirían de modelo de estudio.
Con estos elementos a disposición, comenzó a analizar la fórmula del atoxil (una sustancia parasitotropa) en un tóxico para los gérmenes y no así para su huésped. Meticulosamente fue produciendo derivados que estudiaba en animales de laboratorio, hasta que halló el dioxidiamido-arsenobenzol, que reunía las condiciones del postulado original de Ehrlich, En su equipo le decían el ‘606‘, porque le llevó ese número de pruebas para hallarlo. Lo bautizaron como Salvarsán o “el arsénico que salva”.
Como todo nuevo recurso terapéutico aparecieron las reacciones más complejas: quejas por los efectos colaterales, preocupaciones por su precio, y una insólita oposición de la Iglesia ortodoxa rusa, que se oponía a su uso porque la sífilis era un castigo de Dios, y el hombre no podía interferir con la disposición divina…
El sendero que había abierto Ehrlich llevó al desarrollo de otros medicamentos. Fue un hombre infatigable, discreto, modesto y frugal. Era socio honorario y corresponsal de 80 academias a lo largo y ancho del mundo. Doctor honoris causa de 5 universidades, condecorado por 10 naciones y premiado con el Premio Nobel en 1908.
La gran guerra interrumpió su carrera internacional. En 1914 tuvo su primer derrame cerebral. A pesar de una mejoría inicial, la afección culminó con un accidente vascular que se lo llevó de este mundo el 20 de agosto de 1915, mientras reposaba en los baños termales de Bad Homburg. Con Erlich moría uno de los grandes paladines de la medicina.