Esto no era nuevo. De hecho, había una especie de rutina instalada en las habituales manifestaciones callejeras y reuniones multitudinarias: los manifestantes avanzaban y el ejército les impedía el paso; llegados a este punto los más agresivos tiraban piedras, el ejército contestaba con gases lacrimógenos, manguerazos de agua y balas de goma, la gente se dispersaba y todos a casa.
Pero ese día, el guión fue otro.
Y catorce personas murieron.
Pero veamos primero el contexto histórico y social.
El problema en Irlanda del Norte lo constituía el sistema electoral: estaba en manos de los dos tercios de mayoría protestante, y la minoría católica reclamaba su parte. Pedían que se reconocieran sus derechos, bajo el lema “una persona, un voto”, derecho con el que contaba cualquier otro súbdito británico, pero el Parlamento de Irlanda del Norte, dominado por los protestantes, lo impedía. Como el catolicismo estaba asociado a la República de Irlanda (Eire), los protestantes temían que los católicos adquirieran poder y que su pequeño país quedara condicionado y hasta sometido por el sur.
Esto fue generando escaladas de violencia, y cuando el IRA (Irish Republican Army) intensificó su acción terrorista, la policía del Ulster (Irlanda del Norte) respondió también de modo violento. Soldados británicos llegaron para imponer orden, y esto inicialmente fue bien recibido por los católicos, que se consideraban así algo más “protegidos” contra la violenta policía del Ulster. Sin embargo, en Belfast, donde el temor y el odio distorsionaban la política, el ejército británico inevitablemente mostró su desacuerdo con los manifestantes católicos, y estos empezaron a ver en él al discriminatorio gobierno local. Así, el resentimiento católico se extendió hasta Londres, y ya no hubo vuelta atrás.
30 de enero de 1972. Domingo. Hay que hacerse escuchar. Los católicos reclaman lo de siempre, enfocados esta vez especialmente en pedir por muchos detenidos y encarcelados sin juicio desde hace meses, por los derechos civiles de las mujeres, por el retiro del ejército británico como agente del orden, por…
La marcha ha sido organizada con bastante previsión por organizaciones civiles y políticas, entre ellas el partido socialdemócrata y el laborista. Ivan Cooper, un político socialdemócrata, es la cabeza visible del movimiento. Es protestante, pero vive en el barrio católico de Bogside, aboga por la integración de protestantes y católicos, y es un líder aceptado por ambas partes. El IRA mira a Cooper de reojo, pero lo acepta porque la gente común lo respeta. Es activo, pero pacifista.
El ejército ha advertido inicialmente que la protesta callejera deberá limitarse a los barrios católicos y que no se les permitirá llegar al Ayuntamiento, que era la idea original de los más agresivos… y del IRA, por supuesto. Los días previos, los preparativos de uno y otro lado se intensifican. El ejército británico envía a Derry un grupo especial, los “paras”, un regimiento especializado en arrestos masivos. Cooper y los organizadores de la marcha saben que el ejército no se va a andar con vueltas, pero la gente los empuja a desafiar las amenazas.
Resulta muy difícil organizar el itinerario de la marcha, ya que los más jóvenes y revoltosos quieren a toda costa llegar hasta el Ayuntamiento y plantarle pelea callejera al ejército, que ya ha dicho que no les dejará llegar allí. Pero habrá mujeres, niños, ancianos. Se determina y decide finalmente un trayecto que excederá los límites del “gueto católico” pero que no llegará al Ayuntamiento. Como para quedar bien con ambas partes…
El jefe de policía de Derry llama a Cooper, le avisa sobre la llegada de los “paras”, y le advierte que el ejército no va a ser contemplativo. El jefe del ejército británico en Irlanda del Norte, el general sir Robert Ford, ha llegado a Derry para coordinar las fuerzas del ejército, está de muy mal humor y no piensa tolerar ni una piedra al aire. Su argumento es que el Reino Unido oficialmente ha prohibido la marcha. En Gran Bretaña están hartos de los católicos.
Entre los soldados, hay posiciones encontradas. La mayoría quiere reprimir y aniquilar irlandeses católicos, la minoría espera no llegar a usar sus armas pero sabe que tendrá que obedecer órdenes, que los ánimos están caldeados de antemano y que al ejército se le acabó la paciencia con los cats… y sobre todo con el IRA, a quien ven detrás de esto.
La marcha se inicia. Son más de quince mil personas. Los carteles “Brits Out”, el paso lento, la gente cantando “We shall overcome”, una vieja canción de iglesia. Pero la marcha no es homogénea. Hay grupos de jóvenes exaltados, indignados por la intimidación verbal del ejército en los días previos. Quieren ponerse de cara a los soldados, insultarlos, mostrarles su enojo. El ejército está apostado. Vigila y espera. Y apunta, también.
Finalmente, la marcha se acerca a las posiciones del ejército. Está decidido que doblará hacia la derecha, los mirará a la cara y se desviará para volver a sus barrios. Pero una de las columnas se desvía del itinerario originalmente programado. Y dobla hacia la izquierda. Hacia el Ayuntamiento.
“¡Los que van hacia el Ayuntamiento no son parte de la marcha!”… grita Cooper desde su megáfono, tratando de disuadir a los desobedientes (y de convencerse él mismo), sin resultado. Un nutrido grupo de jóvenes exaltados se acerca a los muros en los que el ejército está pertrechado. Insultan, tiran piedras. Los soldados tiran agua.
Pero no mucha.
Bajo las órdenes del teniente coronel Derek Wilford, el capitán Michael Jackson y otros trece soldados (del regimiento de paracaidistas, convocados para el evento) abren fuego. En 30 minutos mueren 13 personas por disparos y otras 13 resultan heridas. Los muertos, asesinados con una sola bala en la cabeza o el cuerpo, lo que indica tanto precisión como el hecho de que no se trataba de un fuego “de dispersión”.
Los civiles se desbandan. Muchos heridos quedan tendidos en la calle, y tanto a ellos como a algunos cadáveres les colocan artefactos explosivos en los bolsillos, como intentando justificar una agresión armada previa que nunca existió. Dicha maniobra fue burdamente puesta en evidencia, pero no hubo consecuencias institucionales.
“Esta comunidad nunca volverá a aceptar al ejército británico”, declaró un sacerdote testigo de la masacre; “nuestro objetivo mayor es matar al mayor número de soldados británicos posible”, expresó un miembro activo del IRA, en una frase que podría haber sido dicha por cualquiera.
Unas quince mil personas asistieron a los funerales por las víctimas, muchas derrumbadas por el dolor, muchas clamando venganza. En los días siguientes se produjeron graves incidentes en todo el mundo en protesta por lo ocurrido: la embajada británica en Dublin fue incendiada y el IRA ejecutó atentados en Belfast.
Incluso se temió que el incidente significara el estallido de una guerra entre Irlanda y el Reino Unido, justo cuando ambos países ingresarían ese mismo año a la Comunidad Económica Europea. Sin embargo, al final ni siquiera se rompieron las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Después vino lo de siempre, o sea, “la investigación hasta las últimas consecuencias”: el primer ministro británico, Edward Heath, encargó una investigación al Presidente del Tribunal Supremo, Lord Widgery. Después de tres meses de investigación, las conclusiones de la misma no sorprendieron a nadie: exoneraban a los soldados que habían participado en la matanza, al entender que actuaban en defensa propia. No se demostró que ninguna de las víctimas u otros manifestantes fueran armados, y sí se demostró que algunos de ellos habían sido tiroteados por la espalda. Pero… nada más.
“¿Saben lo que han hecho, no? Le han dado al IRA la victoria…!”, exclamaron los políticos ante los gobernantes de turno. Es que de hecho, aunque el IRA ya tenía algunos años de vida, la organización todavía era débil y pequeña. Pero el Domingo Sangriento provocó una oleada de apoyo al IRA, aumentando sensiblemente el número de reclutamientos de la banda.
¡Ah! En 1998, 26 años después, el entonces primer ministro Tony Blair encargó una nueva investigación judicial. Y completa, eh. “Dudas no resueltas”, dijo. Un capo.