Manuelita, la princesa del Plata

Si hay un nombre que marcó una época fue el de Manuelita Rosas. Desde novelas y relatos, pasando por odas en su honor a poemas condenatorios, hasta un jabón tocador de la marca Federal en los años “40 del siglo XX, la figura de Manuelita no pasó desapercibida para nadie en nuestro país. Aún los más conspicuos detractores de su padre, el gobernador bonaerense, Restaurador de las Leyes y supremo jefe de la Confederación Argentina, vieron en la una atenuación de la dureza política de Don Juan Manuel.

José Mármol, unitario furibundo, expresó en “Manuela Rosas” (1851) sobre el personaje: “He ahí un nombre conocido por todos, pero que indistintamente lo han aplicado, unos a un ángel, otros a un demonio. Pues esa mujer, que ha inspirado ya tantas páginas en su favor y tantas en su daño, puede contar, entre los caprichos de su raro destino, el no haber sido comprendida jamás, ni por apologistas, ni por sus detractores”.

Nacida el 24 de mayo de 1817 del matrimonio de Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra, fue bautizada por el Dr. José María Terrero, ese mismo día, con el nombre de Manuela Robustiana. Su tío materno Felipe Ezcurra, casado con Gregoria Rosas, y su abuela paterna, la bravía Agustina López Osornio, fueron sus padrinos. La premura del bautismo de Manuela fue por lo sucedido con la primera hija de la pareja, María de la Encarnación. Nacida ésta el 26 de marzo del año anterior, la mala salud del infante no le permitió sobrevivir más que unos días, lo que hizo que fue bautizada de urgencia, siendo su madrina Gregoria, esclava de Juan Ignacio de Ezcurra.

Manuelita, fue la única hija mujer, acompañada por su hermano mayor Juan Bautista, nacido el 24 de junio de 1814. Peor si la vida de su hermano estuvo, ante nuestra historia, en un cono de sombras, la de ella tuvo la visibilización absoluta en una época donde el destaque de la mujer tenía sus impedimentos en la sociedad pos colonial del Río de La Plata.

Carlos Ibarguren, historiador y antiguo columnista de La Prensa, aseveró en “Manuelita Rosas” (1933) que: “El hogar paterno de Manuelita fue una mezcla de cariño sin ternura y de unión sin delicadeza. Sus padres se habían casado muy jóvenes. la poca edad de los novios provocó oposición por parte de los padres, sobre todo de Doña Agustina. Encarnación escribió una carta simulada a su novio requiriéndole apresurara el casamiento y dándole a entender que esa exigencia de honor nacía de las consecuencias a que había llevado su relación amorosa. Doña Agustina, en cuanto se enteró de la revelación epistolar, procuró que los amantes se casaran sin demora para evitar el escándalo. El matrimonio se realizó el diez y seis de marzo del año 1813”.

María Sáenz Quesada, en su libro “Mujeres de Rosas” (1991) realizó una ajustada descripción de la federal más destacada de su tiempo: “Manuela Robustiana de Rosas y Ezcurra, luego señora de Terrero (1817-1898), es algo más que la hija del dictador Juan Manuel de Rosas; la memoria colectiva del país la ha elevado a la categoría de mito; ella es el ángel de la bondad, el hada bienhechora que, en una época difícil, cumple el rol femenino por excelencia: la misericordia, la compasión, el apoyo sin límites a la figura del varón de la familia. Este mito angelical tiene su campo de acción privilegiado en la quinta de Palermo, hoy convertida en paseo público, donde aún se conserva un retoño del árbol bajo el cual pedía perdón a su padre para los condenados. Cuenta además con un espléndido retrato, obra del artista Prilidiano Pueyrredón, que la representa con el gesto cordial de la anfitriona en un salón de la época federal, vestida de rojo punzó, pálida, morena, sonriente dentro de su relativa belleza, tipo acabado de la criolla del siglo pasado (el XIX), en suma”.

LA HEROINA DE LA FEDERACION

Sin el empuje indómito de su madre ni la dureza de su abuela, supo destacarse de las mujeres de su época. Tras la muerte de Encarnación, La Heroína de la Federación, supo encontrar su lugar al amparo de la acción gubernativa de su progenitor.

“Manuelita pasó a desempeñar funciones de anfitriona y colaboradora de su padre -señaló Lily Sosa de Newton en su “Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas” (1986)-, aunque su papel político fue muy diferente al cumplido por su madre. Por su simpatía y bondad conquistó la adhesión de cuantos la trataban y conoció la adulación y el halago interesado. Vivía rodeada de un círculo de parientes y amigas, que compartían sus deberes oficiales y sus expansiones particulares. Obedecía a Rosas en todo y trataba a veces de suavizar sus terribles decisiones, como en los casos de Maza y de Camila O” Gorman, sin lograrlo”.

Su vida fue para su padre, y su padre entendió que ella se debía -tras la muerte de Encarnación- a él. La dureza del Restaurador se compensaba con la dulzura de Manuela, lo que posibilitó llegar a soluciones políticas y acuerdos diplomáticos. La astucia de Rosas preveía esa acción de pinzas que antes, con Encarnación, él debía ser el componedor ante la intransigencia política y fervor federal de su esposa.

LA EPOCA DEL EXILIO

Caseros significó el exilio de Rosas y sus hijos. Ya en suelo inglés pudo Manuelita, al fin, casarse con su novio Máximo Terrero, que, aunque el hijo del amigo entrañable del Restaurador, éste nunca la perdonó por “haberlo dejado sólo”. También Manuela aprovechó para ir a las afueras de Londres y dejara su padre en el mítico Southampton. Con la pérdida de sus dos primeros embarazos, recién en 1856 nació un varón que llamó Manuel Máximo y en 1858 dio a luz a otro varón que llamó Rodrigo. La familia vivió en su casa de Belsize Park 50, South Hampstead.

Su longevo padre siguió con las tareas rurales en el agreste Southampton hasta los 84 años. A mediados de marzo de 1877 marcó su final, literalmente, en brazos de su hija: “Un enfriamiento evolucionó con rapidez en maligna neumonía. Manuelita,. -escribió Carlos Ibarguren en su biografía sobre Rosas-, llegó de Londres a “Burguess Farm” a la noche, encontrando a su padre moribundo. Al día siguiente el enfermo mejoró. En la mañana del miércoles catorce de marzo, una súbita agravación apuró la agonía. Manuelita se acerca al lecho de su padre y le besa. Le pregunté: ¿cómo te va, tatita? Su contestación fue mirándome con la mayor ternura: “No sé, niña”. Y dulcemente, al recibir la última caricia de su hija, los ojos azules del anciano empañáronse con la sombra de la muerte”.

Ella y su marido no sólo facilitaron los documentos a Adolfo Saldías para su investigación, que sería la obra primigenia del revisionismo histórico, sino que posibilitó que el sable del Libertador San Martín, que éste legara en testamento a Rosas, fuese cedido al Museo Histórico Nacional.

“El sable del Libertador -nos dice Jorge Sulé en su “Cinco Mujeres de Rosas” (2013)- entregado en la embajada Argentina en Londres y despachado en un vapor inglés, arribó al puerto de La Plata el 28 de febrero de 1897″.

La amazona versátil y alma de las fiestas, tanto en Buenos Aires, como en Londres, también sentiría el rigor del tiempo. De confesión católica y de misa habitual, pasó sus últimos años padeciendo una larga enfermedad. Murió a los 81 años, en la capital británica, el 17 de septiembre de 1898 sin haber podido volver a su patria.

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