No podía entender como a él, que había redistribuido tierras, reducido el analfabetismo, disminuido la discriminación represiva que tradicionalmente sufría la mujer en su país y utilizado las regalías petroleras para diversificar la industria y construir viviendas, le podía pasar esto. Quizá porque en su mente había algunos pequeños detalles que no ocupaban el mismo lugar que ocupaban sus logros. Si bien concedió ciertas libertades políticas, aterrorizó a los ciudadanos con una policía secreta entrenada por la CIA, desvió grandes sumas de dinero para su propio enriquecimiento (raro, nunca visto), construyó caminos pero no cloacas, y muchas de sus reformas supuestamente progresistas terminaron ayudando más a los campesinos ricos que a los pobres. Fue autoritario, cleptócrata y no muy democrático que digamos.
Y, sobre todo, su campaña de “occidentalización cultural” ofendió a la poderosa casta musulmana chiíta, que había perdido buena parte de sus propiedades con las reformas agrarias del sha (“ofendió” es un decir, estos muchachos se tomaban a mal cualquier cosa).
En 1978 empezaron a realizarse manifestaciones masivas de musulmanes fundamentalistas y de izquierdistas (uno les abre la puerta y ellos entran enseguida) que pedían la expulsión del sha. Las protestas estaban organizadas/dirigidas/monitoreadas (tómese lo que se prefiera) desde Francia por el ayatollah Khomeini, famoso líder religioso iraní exiliado desde 1964.
Los continuos alzamientos continuaron hasta que la situación se hizo insoportable para el sha, que terminó huyendo en enero de 1979. Dos semanas después, el ayatollah Khomeini regresó a Irán y formó un gobierno provisional; tres meses después, en unas elecciones fraudulentas (otra cosa nunca vista), el amigo Khomeini proclamó el comienzo de la República Islámica de Irán.
El nuevo régimen empezó a pasar la escoba, y cómo: ejecutó a cientos de funcionarios del sha, combatió a los izquierdistas y a las minorías que se oponían al nuevo régimen, prohibió la música “laica” (o sea toda o casi toda, vamos), obligó a las mujeres a cubrirse la cabeza y la blasfemia se convirtió en delito capital (sobre qué entender por blasfemia fueron lo suficientemente laxos como para acusar a cualquiera que pensara o dijera cosas feas, bah).
Y la ira más acentuada fue reservada (cuándo no en esa región) para los Estados Unidos, principal aliado del sha. O sea el diablo, digamos. El sha había viajado a EEUU en octubre para tratarse de cáncer, y el gobierno islámico iraní reclamó la extradición del mismo, que fue denegada por EEUU.
Y aquí llegamos entonces a lo que ocurrió: el 4 de noviembre, un grupo de estudiantes (supongo que no de los más aventajados… bah, había de todo) y de fanáticos bastante organizados asaltó la embajada estadounidense en Teherán (hay que quedarse en una embajada americana en Teherán en medio de todo este clima, ¿eh?). Capturaron a las 66 personas que estaban en la embajada en ese momento y los transformaron en rehenes. Liberaron, eso sí, a los que no eran estadounidenses, a los de raza negra y a varias mujeres (tranquilos, el problema no es con ustedes), pero se quedaron con 53. Y a esos 53 rehenes los retuvieron durante 444 días. La crisis de los rehenes provocó crisis internas en el gobierno de Khomeini: los moderados fueron expulsados de los altos cargos (los que no estén dispuestos a banca la parada, afuera), pero el gobierno estaba dispuesto a llevar el asunto muy lejos. Y así lo hizo.
El 28 de enero de 1980, en la denominada “Operación Argo”, el agente de la CIA Tony Méndez, con una estrategia casi bizarra en su fundamento pero ejecutada con eficiencia, rescató a 6 diplomáticos norteamericanos que habían logrado huir de la embajada en plena toma de rehenes y refugiarse en la embajada de Canadá. El embajador canadiense Kenneth Taylor les dio asilo, los ayudó desde el primer momento y fue factor decisivo para que dichos miembros de la embajada pudieran escapar. Pero los 53 rehenes seguían en poder de los fanáticos iraníes.
Sin embargo, dos acontecimientos no relacionados entre sí tendrían injerencia en la resolución de la crisis de los rehenes: la muerte del sha, el 27 de julio de 1980, y la invasión de Irak al territorio iraní, en septiembre del mismo año. Estos acontecimientos hicieron que el gobierno de Irán estuviera más propenso a resolver el asunto, y se creó el marco para un acuerdo. A todo esto, en la política norteamericana también se producía un cambio importante: la derrota electoral de Jimmy Carter, que perdió su reelección en noviembre de 1980 y que daría paso a Ronald Reagan como nuevo presidente de los EEUU.
La Cámara de Representantes de EEUU envió un mensaje a Irán (“volvamos a tratar el tema en serio, ¿dale?”) y el gobierno de Irán contestó: que EEUU asuma las responsabilidades financieras y económicas derivadas de las acciones de Reza Pahlevi, que devuelvan los fondos del sha, que cancelen sus demandas contra Irán, y que descongelen y liberen los fondos iraníes (que no eran pocos, eh) en bancos estadounidenses, y que hagan una formal promesa de no intervenir en los asuntos internos iraníes. Reagan aseguró que aceptaría tres de esas condiciones; la decisión sobre los fondos a nombre del sha la dejaba en manos de sus tribunales (con la plata no nos metamos, eh). Las negociaciones terminaron demasiado tarde para Carter, que había perdido las elecciones de noviembre de 1980.
Finalmente, los rehenes fueron liberados el 20 de enero de 1981, a poco de haber asumido Reagan; fueron enviados a la base aérea de Frankfurt, en Alemania Federal, donde fueron recibidos por el ya expresidente Jimmy Carter (como emisario de la administración Reagan), y desde allí tomaron otro vuelo a Washington DC, donde fueron recibidos como héroes.