Erzsébet Báthory, ¿monstruo o víctima de un complot?

Ocurrió el 21 de agosto de 1614. Para entonces, la condesa Erzsébet Báthory ya había pasado tres años y medio recluida en su castillo de Csejthe, una deslumbrante fortaleza ubicada sobre una colina de la Real Hungría, en la actual Eslovaquia. La noche anterior ella había comentado que sus manos estaban heladas. “No es nada, señora”, contestó el carcelero. La condesa, resignada, puso la almohada bajo sus pies y se durmió. Ya no despertó.

A los 54 años recién cumplidos debía de conservar parte de la legendaria belleza que tanto empeño puso en cultivar. Los aldeanos aseguraban que se había bañado en la sangre de un centenar de doncellas vírgenes para preservar su juventud, niñas y jóvenes a las que había torturado hasta la muerte con sádica imaginación. La gente siempre exagera. O quizá no.

Cuando se confirmó que la condesa había caído en desgracia se multiplicaron las denuncias de quienes habían visto o habían oído a alguien que había visto. En cualquier caso, aquella mañana, la mujer cuyo nombre despertaba pavor por toda Hungría ya era solo un cadáver incómodo que nadie sabría dónde enterrar.

La condesa Báthory, que inspiró pasajes del Drácula de Bram Stoker y ha dado nombre a un grupo de heavy metal, figura en el récord Guinness como la mayor asesina en serie de la historia. Pero el número de niñas y mujeres que murieron a manos suyas es un enigma. “Solo Dios lleva la cuenta de todos sus crímenes”, declaró un antiguo sirviente suyo durante la investigación. Otro testigo, una criada llamada Suzannah, declaró haber visto escrita la cifra de 650 víctimas en un libro de registros que, sin embargo, nunca apareció.

Sobre el papel, el juez acabó imputando a cuatro de los sirvientes de Báthory por 80 cargos de asesinato. El juicio dejaba al descubierto una red perfectamente organizada. János Újváry Ficzkó, apodado “el enano”, confesó que se había encargado de reclutar víctimas por los pueblos colindantes mediante la atractiva oferta de trabajar en el castillo. Al ser solo un adolescente durante el proceso, la justicia hizo la concesión de decapitarlo antes de que su cuerpo fuera arrojado al fuego.

En cambio, Ilona Jo, ama de cría de los hijos de la condesa, y Dorottya Szentes, la más sádica de todos los sirvientes de Báthory, según el resto de sus compañeros, ardieron vivas en la hoguera después de que les cortaran las manos. Ellas habían ejercido de torturadoras, y durante el juicio explicaron con detalle cómo transcurrían las sesiones en las que habían mutilado, clavado agujas en brazos y uñas, sumergido a las jóvenes en hielo o introducido hierros candentes en sus vaginas.

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Las representaciones sobre el mito de las  orgías de sangre organizadas por Báthory han sido una constante en la  época contemporánea.

Las representaciones sobre el mito de las orgías de sangre organizadas por Báthory han sido una constante en la época contemporánea.

La lavandera Katalin Beneczky, la cuarta de los servidores de Báthory que fue al estrado, admitió que se había encargado de deshacerse de los cuerpos y limpiar los restos de las periódicas sesiones de tortura. El juez la sentenció a cadena perpetua, aunque a los pocos años fue liberada y desapareció sin dejar rastro.

Los cuatro criados señalaron a un oscuro personaje, una dama croata llamada Anna Darvolya que llegó al castillo de Csejthe en 1601 y se convirtió desde entonces en la persona más próxima a la condesa. Según los testimonios, Darvolya, una experta en ocultismo, instruyó a Báthory y a sus cómplices en el arte de golpear y torturar un cuerpo hasta la muerte. Sin embargo, falleció de un derrame cerebral dos años antes del juicio, por lo que no pudo confirmar ni desmentir la historia.

La condesa, que fue señalada por sus cuatro colaboradores, nunca confesó uno solo de los crímenes, y después de su detención envió cartas desesperadas a cualquiera que quisiera leerlas para que le ayudaran a defender su honor en los tribunales. Nunca fue a juicio. El conde György Thurzó, príncipe palatino y, por lo tanto, la segunda persona más importante del reino después de Mátyás II, pactó con el hijo y los dos yernos de la condesa una reclusión de por vida en el castillo para zanjar el asunto.

Báthory se sintió ultrajada. Sin embargo, el cierre en falso, solo al alcance de alguien con un linaje como el suyo, ofrecía ventajas importantes. La primera, la garantía de conservar la cabeza sobre los hombros, sin que el fuego consumiera su hermosa cabellera negra. La segunda, que explica el beneplácito de la familia, la de quitar hierro a un escándalo que amenazaba con pulverizar el honor de una de las estirpes nobiliarias más importantes de Hungría. Unos años después, un nieto de la condesa se casó con una Esterhazy, una familia de la más alta alcurnia. Parece, por lo tanto, que la maniobra funcionó.

Entre el mito y la realidad

Hoy resulta difícil explicar dónde acaba el mito y dónde empieza el personaje real. En 1760, en los albores del Romanticismo, un jesuita llamado László Turoczi descubrió las transcripciones del juicio de los cuatro criados de Báthory y escribió el primer monográfico sobre la condesa. Quizá a modo de licencia literaria, el religioso añadió los supuestos baños en sangre de hora y media que la dama tomaba de madrugada para preservar su belleza. La idea gustó, y otros la fueron repitiendo, añadiendo nuevos episodios de sadismo, brujería y depredación sexual en general. Nació una antiheroína.

Poetas surrealistas como la francesa Valentine Penrose, amiga de Pablo Picasso, o la argentina Alejandra Pizarnick, siguieron alimentando el mito de la llamada “condesa sangrienta”.

Los académicos no prestaron atención a la condesa hasta la década de 1980. En 1983, el historiador norteamericano Raymond T. McNally publicó Dracula Was a Woman. La elección del título y el hecho de que McNally hubiera publicado ya para entonces cuatro libros sobre Drácula y Bram Stoker no ayudó a la condesa a escapar del mundo de los vampiros, pero todo era comenzar.

En la década de 1990, especialistas de diversos campos se lanzaron a reivindicar la figura de Báthory y a dibujar la idea de que pudo haber sido víctima de una conspiración, debido a que fue una poderosa viuda en un mundo de hombres y a que su inmensa influencia amenazó el poder de la Corona.

La abogada Irma Szadecsky-Kardoss, que ha comparado los juicios a los siervos de Báthory, es una de las abanderadas. Tony Thorne también defiende la idea de la conspiración machista en Countess Dracula (1997), un trabajo de referencia, a pesar de la condición de lingüista del autor, y con documentos traducidos por primera vez del húngaro.

Y, por último, Kimberly L. Craft, especialista en historia legal, ha abrazado la misma causa en diversos libros desde Infamous Lady (2009), donde recoge documentación inédita.

La revisión del personaje no sirve para refutar sus crímenes más allá del acto de fe, pero sí para desmentir mucho de lo que se ha escrito sobre él y para poner el foco en una época marcada por la violencia normalizada y en la que la justicia no era ciega.

La condesa nació el 7 de junio de 1560 con la suerte que dan varios de los apellidos más poderosos de la Europa del Este. Hungría era considerada en ese momento el granero de Europa, una potencia agrícola y ganadera, y las vacas húngaras se exportaban a todo el continente. Como los grandes propietarios que eran, los Báthory explotaron las posibilidades que brindaba el sistema de servidumbre. Las intensas revueltas antifeudalistas de 1514 darían como resultado un nuevo código legal conocido como el Tripartitum, que otorgó algunos derechos a los siervos y definió los de los nobles. Sin embargo, los cambios sirvieron principalmente para que todo siguiera igual.

La infancia de la condesa Erzsébet fue la típica y habitual de la alta aristocracia. Como solían hacer los calvinistas, los Báthory pusieron bastante empeño en dar a todos sus hijos una educación completa, que incluía el latín, el griego y, por supuesto, la formación religiosa. A la condesa le gustaban los juegos de chicos y montar a caballo, pero también los vestidos bonitos y la etiqueta. No está confirmado que recibiera otro tipo de educación, digamos, alternativa.

Las numerosas recreaciones noveladas sobre Báthory se regodean en su incestuosa relación con su tía Klara, supuestamente una bruja, sádica y bisexual, que introdujo a su sobrina en el lado oscuro siendo una niña. Parece difícil por una pura cuestión de agenda, ya que Klara se casó con un noble italiano y tuvo contacto con su sobrina en contadas ocasiones.

También es complicado contrastar si tuvo efecto iniciático la ejecución pública de un gitano castigado por vender a su hija a los turcos, a la que Báthory presuntamente asistió durante su infancia. Al parecer, abrieron un caballo en canal, introdujeron en sus tripas la cabeza del gitano y, tras coser al animal, le azotaron para que corriera mientras el pobre hombre a rastras moría asfixiado. Según la leyenda, el placer que la niña sintió al verle agonizar fue una semilla diabólica que se materializaría años después.

Sí hay constancia, sin embargo, de que en 1570 la familia Báthory ofreció la mano de su hija a los Nádasdy. Si su único hijo y heredero, Ferenc, que acababa de cumplir 15 años, lo deseaba, podría casarse en un futuro con Erzsébet, que entonces tenía 10.

Los Nádasdy eran una familia de rancio abolengo que solía hospedar en su casa a prestigiosos artistas e intelectuales. En sus castillos se redactó, por ejemplo, la primera gramática húngara, y Tamás, futuro suegro de Erzsébet Báthory, era palatino. Es decir, el hombre de máxima confianza del rey Fernando I en Real Hungría. La reputación de la belleza y la inteligencia de la joven Báthory convencieron, y, según la costumbre, la condesa se trasladó a vivir con su futura familia al castillo de Sarvar.

Hoy sabemos que no es cierto que Erzsébet comenzara a matar como reacción a los conflictos con su tiránica suegra Ursula, como escribieron Penrose o McNally. Cuando Báthory se instaló en su nuevo hogar, la vieja señora poco podía importunarla, porque estaba muerta. Muy probablemente no le resultó fácil a Erzsébet aprender la gestión doméstica de las 20 haciendas de su nueva familia –que era lo que se esperaba de ella– sin nadie que la guiara.

Porque, a partir de los 10 años, los nobles iniciaban su formación especializada. Las chicas debían aprender a organizar castillos y negocios familiares. Más aún en una Hungría de maridos ausentes, debido a un estado continuo de guerra civil o batallas contra los turcos. Ferenc, por su parte, acudió a la corte para seguir los pasos de su padre. En el plano académico no tuvo mucho éxito; en entrenamiento militar era el primero de la clase. Volvió a casa con el rango de capitán, listo para contraer matrimonio.

Vida de casada

La fiesta, que comenzó el 8 de mayo de 1574, fue un lujoso evento de tres días que contó con 4.500 invitados. La novia estaba a punto de cumplir los 15 años, y el novio tenía 20. Como regalo de bodas, Ferenc entregó a su flamante esposa el lujoso castillo de Csejthe. La ley establecía complicadas condiciones para que las mujeres heredasen propiedades o tierras, que pasaban directamente del padre al hijo varón. Obsequiándola con un castillo, según la costumbre, el marido aseguraba un inmueble para su esposa de por vida.

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Retrato de Ferenc Nádasdy, esposo de Báthory

Retrato de Ferenc Nádasdy, esposo de Báthory

La pareja no siguió la norma, en cambio, de engendrar hijos rápidamente para asegurar la línea sucesoria. Los niños tardaron en llegar, quizá por las largas campañas militares de Ferenc. Anna, la primogénita, nació diez años después de la boda. La condesa, que necesitaba reincorporarse rápidamente a la gestión de las explotaciones familiares debido a la ausencia de su marido, contrató a una corpulenta ama de cría llamada Ilona Jo para amamantarla. Jo crió a los otros dos hijos de la condesa, Katalin y Pál, y se convirtió en una de las personas de máxima confianza de aquella. Tal vez, también, en guardiana de sus secretos más oscuros y en su brazo ejecutor.

Desde la distancia, Nádasdy tutorizó los progresos de su esposa. Ambos firmaban las misivas de los comerciantes y empleados conjuntamente, y su correspondencia era constante. Por carta, Nádasdy enseñó a su mujer incluso un método para castigar a los criados, que consistía en introducir papeles empapados en aceite bajo las uñas y prenderles fuego después. Los castigos severos (aunque no mortales) a la servidumbre pertenecían al terreno de los asuntos privados. Estaban socialmente aceptados, siempre que se llevaran a cabo de forma discreta.

La violencia era algo normalizado en la Hungría de la época, y, por supuesto, en el día a día de Nádasdy, quien se ganó el sobrenombre de “el Caballero Negro de Hungría” y el aura de héroe nacional por su crueldad con los turcos durante la guerra de los Quince Años (1591-1606).

Los conflictos, que arrasaron el país y lo convirtieron en terreno abonado para hambrunas y epidemias, fueron rentables para Nádasdy. Las arcas familiares se llenaron notablemente con los tesoros de guerra que el gran comandante iba enviando periódicamente desde el frente. Su fortuna llegó a ser tal que los propios Habsburgo le pidieron un préstamo para poder pagar a sus soldados y mantener viva su maquinaria de guerra.

El crédito, que debía de ser por una cantidad considerable, ha sido uno de los argumentos utilizados por los teóricos de la conspiración. Autores como Thorne o Craft apuntan que el rey Mátyás II pudo urdir una trama contra Báthory para no tener que devolver el capital. Efectivamente, la condesa reclamó el pago en varias ocasiones, sin éxito. Sin embargo, la hipótesis hace aguas por el hecho de que el acreedor final de la deuda era su hijo Pál, como heredero de la fortuna familiar. La caída en desgracia de la condesa no anulaba el compromiso.

Crecen los rumores

En diciembre de 1603, Ferenc regresó enfermo del frente. Consciente de que se acercaba su fin, el Caballero Negro escribió una carta a su amigo György Thurzó, compañero en su etapa en la corte, y le pidió que cuidara de su viuda y sus hijos. Ferenc falleció el 4 de enero de 1604.

Los rumores sobre las muertes de jóvenes en el entorno de Báthory comenzaron hacia 1602, pero se hicieron habituales después del fallecimiento de Ferenc. Las altas tasas de mortalidad en Csejthe, donde la condesa se trasladó tras la muerte de su marido, eran difíciles de explicar. Numerosas costureras, cocineras y criadas de no más de 10 años nunca regresaron a sus casas. Muchos campesinos, que no tenían especiales razones para confiar en la justicia, optaron por la prevención y se negaron a enviar a sus hijas a trabajar al castillo.

Csejthe volvió a llenarse de jóvenes en 1609. Al menos, por un tiempo. Báthory abrió un gineceo, un internado donde las hijas de la nobleza menor podrían aprender etiqueta y los usos necesarios para desenvolverse en la corte vienesa. Sus padres ignoraban que las enviaban a un infierno.

Cada tres semanas, una de las estudiantes de Báthory fallecía. La condesa anunció a sus familias que había sido por enfermedad. Cuando estas insistieron en recuperar los cuerpos para darles sepultura y le pidieron más explicaciones, Erszébet cambió su versión e indicó que una de las chicas había matado a otras para robar sus joyas y que después se había suicidado. Pero tampoco entonces entregó a las familias un cadáver que llorar.

A principios de 1610, el nuevo párroco de Csejthe, Janos Ponikenusz, se las arregló para hacer llegar una carta al rey. El abrumado capellán revelaba en ella que había encontrado los cadáveres de nueve chicas (¿criadas?, ¿jóvenes nobles?) en las catacumbas que conectaban la capilla con el castillo. Todos los cuerpos presentaban signos de haber sufrido dentelladas y mutilaciones y de haber sido torturados de diversas maneras.

Es posible que Báthory se sintiera intocable. Si no intervino en los crímenes y los torturadores fueron sus sirvientes, quizá pensó que el asunto no le incumbía. En cualquier caso, el rey había ignorado los rumores sobre las muertes de las sirvientas (un asunto, en el fondo, de tipo privado), pero cuando las quejas emanaron de los nobles y se dio una denuncia explícita de la Iglesia, se vio obligado a intervenir. Mátyás encargó una investigación a su nuevo conde palatino, que no era otro que György Thurzó, el amigo a quien Nádasdy encomendó la custodia de su viuda e hijos.

La lista de testimonios contra la Báthory recogidos por Thurzó crecía sin fin. Algunos siervos tal vez volcaron su inquina contra la nobleza, pero las denuncias eran demasiadas, y los hechos, graves. El 25 de diciembre de 1610, el rey y Thurzó acudieron al castillo de Csejthe. Oficialmente, como invitados en el banquete de Navidad, aunque el fin era interrogar a Báthory sobre las muertes. Ella contestó primero que se debían a enfermedad. Cuando Thurzó la presionó y quiso ir más allá, Erszébet se enfadó y abandonó la estancia.

Una carta confirma que Báthory pidió asilo a su sobrino, el rey Gábor de Polonia. Parece probable que el monarca fuera receptivo a la solicitud, debido a sus conflictos territoriales con los Habsburgo, pero por alguna razón el plan no prosperó.

Thurzó en un intento de cumplir con su deber como palatino sin dejar de respetar el deseo de su amigo, decidió pactar una solución con los hombres de la familia Nádasdy: los maridos de las dos hijas de Báthory, Anna y Katalin, e Imre Megyeri como tutor de su hijo Pál, que tenía entonces 12 años. La primera idea fue enclaustrar a la condesa en un convento, pero finalmente se acordó recluirla en una de las habitaciones de su castillo.

El 29 de diciembre de 1610, Thurzó volvió a Csejthe con un pequeño regimiento de soldados. Le acompañaban Megyeri y los dos yernos de Báthory. Allí encontraron varias chicas muertas, con indicios de haber sido torturadas, y otra moribunda. En las mazmorras, tres de las criadas de Báthory, Ilona, Katalin y Dorottya, limpiaban los restos de lo que parecía haber sido la última sesión de suplicio.

La condesa no opuso ninguna resistencia a la detención, aunque proclamó su inocencia hasta su último suspiro. Hoy por hoy, seguimos sin conocer su implicación.

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