Hacia 1898 España perdía los restos de su colonia ultramarina que la habían convertido en el Imperio donde nunca se ocultaba el sol. Filipinas, Cuba y Puerto Rico caían en manos de Estados Unidos después de la guerra hispano estadounidense. Francia y Alemania se disputaban el norte de África, que tenía un valor estratégico como llave del Mediterráneo. Los ingleses ya eran dueños del peñón de Gibraltar y preferían tener a España como vecina más que a las otras potencias europeas. Curiosamente, fue así como el norte de Marruecos, un área de 23 mil kilómetros cuadrados, se convirtió en un Protectorado español gracias a los británicos.
La geografía de este territorio del norte africano, lindante con el Mediterráneo y las regiones de Yebala y Kebdana, llamado el Rif, era tan intrincada como las luchas intestinas entre las 66 tribus que se dispersaban sobre sus montañas. Bastó que apareciesen los españoles para que esta “gente sin civilización, semi-salvajes y guerrera” (al decir de un cronista) se uniese contra la opresión europea. Entonces surgieron líderes locales como Abd el-Krim, para dirigir la revuelta contra las fuerzas colonialistas.
Las condiciones en el Rif -donde se encuentran las ciudades españolas Melilla y Ceuta- eran adversas para los españoles, sin caminos ni comunicaciones naturales, con un clima hostil de inviernos crudos y veranos inclementes. A esto debemos agregar la belicosidad de las tribus, que por siglos se habían involucrado en conflictos familiares y territoriales trazando complicadas alianzas y odios que se reconsideraron a la luz del invasor colonialista. Nada mejor que un enemigo en común para olvidar antiguas rencillas.
El ciclo de campañas militares en Marruecos comenzó en 1909. Poco tiempo después se incorporaba un joven alférez gallego quien, por su coraje y don de mando, sería conocido como “el caudillo”: don Abd el-Krim.
España, en consonancia con su precaria economía, no tenía un ejército acorde a las necesidades para llevar adelante una campaña de estas características. Madrid trató de economizar recursos y al final se cumplió la conocida consigna “lo barato sale caro”. En consecuencia, con esa política, los soldados pasaban el invierno con frío y los veranos atosigados por el calor y las alimañas, siempre mal alimentados y peor atendidos. Las enfermedades diezmaban al ejército. Como en muchas guerras, las epidemias causaban más bajas que las certeras balas de los rifeños.
En 1921 las comandancias de Ceuta y Melilla decidieron converger sus fuerzas a cargo de los generales Dámaso Berenguer y Manuel Fernández Silvestre en la zona de Annual, donde tomaron el monte Abarrán. Ambos generales pertenecían a la nobleza española y habían nacido en Cuba dónde sus padres eran funcionarios del imperio. Berenguer era conde de Xauen y Fernández Silvestre amigo del rey Alfonso XIII. Este último fue nombrado general en jefe y trazó un plan de sometimiento de las revoltosas tribus de las montañas del Rif.
La toma no fue una buena elección, los rifeños la reconquistaron en cuatro horas y montaron una contraofensiva que terminó con las tropas españolas sitiadas en Igueriben, sin agua, sin alimentos, bajo el sol del verano africano. Atrincherados, sedientos y sometidos a un constante bombardeo, tanto de noche como de día, la única salida que consideraron fue romper el sitio a fuerza de bayoneta. Y eso hicieron el 21 de julio de 1921. Sin embargo, la retirada fue caótica, los rifeños no dejaron de hostigar a las tropas españolas, sin conducción ni convicción. Dicen que el general Silvestre se suicidó, otros que murió bajo fuego enemigo. Lo cierto es que por el desbande, su cadáver nunca fue encontrado.
Cuando las tropas coloniales pudieron acceder a Annual encontraron cerca de diez mil de cuerpos destrozados, sin ojos, sin lengua, sin testículos, destripados, degollados y hasta crucificados. Los prisioneros fueron torturados hasta morir en ese “foso de lodo y sangre”, como dijo el Abd el-Krim.