Juana, hija de los Reyes Católicos, nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479. Se ganó el poco feliz apodo de “la Loca” por las repetidas incongruencias en las conductas que caracterizaron su larga vida. La esquizofrenia escindió su entendimiento y obnubiló su razón.
De pequeña, Juana había aprendido latín y pretendía encauzar su misticismo tomando los hábitos, pero los Reyes Católicos tenían otro futuro para la atractiva Juana, una pieza fundamental dentro del tablero de la política exterior española. Si bien solo era infanta de Castilla y Aragón, heredaría, tras la muerte de sus padres: Castilla y León, Galicia, Granada, Sevilla, Murcia, Jaén, Gibraltar, Islas Canarias, Indias Occidentales, Aragón, Navarra, Nápoles y Sicilia, además de otros títulos como condesa de Barcelona y señora de Vizcaya. Su mano fue pedida por Carlos, el Delfín, heredero del trono francés de la dinastía Valois, y en 1489 también fue solicitada en matrimonio por el rey de los escoceses, Jacobo IV, de la dinastía Estuardo, pero ninguno estaba a la altura de las pretensiones de sus progenitores. A los 16 años, fue concertada su boda con el archiduque Felipe de Austria, hijo de Maximiliano I y María de Borgoña, heredero de las tierras más ricas de Europa.
Cuando Juana desembarcó en Flandes para conocer a su esposo, se produjo algo totalmente inesperado por quienes habían negociado los esponsales: los dos jóvenes sintieron una mutua e irrefrenable atracción con solo verse. Ante la insistencia de los novios, ansiosos por conocerse más íntimamente, la boda debió celebrarse de forma precipitada en Lille el 21 de agosto de 1496. Casarse con el príncipe flamenco Felipe, llamado “el Hermoso”, no ayudó al inestable temperamento de la joven esposa. Amante de la buena vida, Felipe jamás se negó a los placeres que se cruzaban por su camino y, a pesar de sus votos maritales y la asiduidad amatoria de su joven y fogosa esposa, continuó con sus escarceos galantes. Estas licencias y deleites que Felipe se tomaba enardecían los celos de Juana, que amaba a su esposo como era ella, es decir, locamente. No se privaba de atacar en público a las favoritas de su marido, aumentando así su fama de lunática en la corte flamenca. Para evitar que su marido cayese ante nuevas tentaciones, doña Juana lo perseguía a Felipe a sol y sombra. Se dice que el nacimiento del segundo hijo fue en un retrete del palacio de Gante porque Juana, en avanzadísimo estado de gravidez, había asistido a una fiesta para vigilar a su marido. De allí la frase que persiguiría a su hijo, el magnífico emperador Carlos V, a lo largo de su existencia: nació entre mierda y entre esta murió.
A pesar de las permanentes disputas y escenas de celos (o quizás por eso ya que, después de los conflictos, venían las reconciliaciones), Juana y Felipe tuvieron seis hijos.
En 1502, el joven matrimonio llegó a España para ser coronado como príncipes de Asturias en Toledo y príncipes de Gerona en Aragón. Luego, Felipe partió hacia Flandes y a Juana la retuvo su madre en Castilla para que se repusiera de su cuarto parto. La realidad era que los Reyes Católicos deseaban cuidar de su hija, en la que era evidente su enfermedad mental. Sin embargo, y sin oír consejos, Juana volvió a Flandes solo con lo puesto. Lo único que deseaba era estar junto a su marido.
Mientras el matrimonio de Felipe y Juana transcurría entre peleas y reconciliaciones tormentosas que traían nueva descendencia a este mundo, el matrimonio de los Reyes Católicos llegaba a su fin. Isabel murió en Medina del Campo en 1504. Juana fue nombrada reina de Castilla y León, siguiendo el testamento de la reina católica. Don Fernando se encargaría de la regencia mientras los nuevos monarcas llegaban, procedentes de tierras flamencas. Felipe ya era duque de Borgoña, Luxemburgo, Brabante, Güeldres y Limburgo y conde de Tirol, Artois y Flandes, pero estaba deseoso de ceñirse la corona que su esposa heredaba, incluido el imperio de las Indias recientemente descubierto.
Fernando de Aragón, conocedor de la inestabilidad emocional de su hija y de las ambiciones sin límite de su yerno, se resistía a entregar el reino que tanto le había costado unir. Finalmente, el 12 de julio de 1506, Felipe y Juana fueron proclamados reyes de España. Asentados en Burgos, Felipe se dedicó a gobernar, sin escuchar siquiera los consejos de la que lo había hecho rey y, menos aún, los de su suegro.
Quiso la vida (mejor dicho, la muerte) que poco durara este reinado. En los primeros días del mes de septiembre de 1507, Felipe el Hermoso falleció. La tradición suele atribuir su muerte al agua helada que bebió después de un juego de pelota; otras versiones sugieren un envenenamiento, que nunca fue confirmado. Lo único cierto es que la peste estaba a las puertas de Burgos y Juana, sin derramar una lágrima, se vio obligada a huir de la ciudad, llevándose el cadáver de su adorado esposo.
Vestida de negro,[1] Juana anduvo sin rumbo por sus reinos, con el ataúd de Felipe a cuestas. Dos veces hizo abrir el féretro de su marido, lo que daría lugar a la leyenda necrofílica. Algunos dicen que, una vez descubierto el cadáver, rasgó sus vestiduras para besarlo. Otros, que solo lo contempló sin llanto. Hay quienes aseguran que solo deseaba comprobar que el cuerpo de Felipe no había sido robado. Unos pocos aventuran una morbosa historia de amor. Lo cierto es que, en ese primer momento, urgía escapar de la ciudad. Aún en Burgos, se procedió a la dissectione corporis ‒la apertura del cuerpo real‒ para enviar el corazón de Felipe, guardado en estuche de oro, a su Flandes natal. En la oportunidad, se sacaron las vísceras y el cuerpo fue sometido a un proceso de embalsamamiento de dudosa eficacia. Un cortejo encabezado por la reina se preparó para trasladar a Granada lo que quedaba de Felipe, quien en vida había expresado el deseo de ser sepultado en esa ciudad, testigo de la victoria de los Reyes Católicos sobre los moros.
Por entonces el reino, como era habitual, no contaba con el dinero para el traslado a Torquemada y Juana debió pedir un préstamo a su secretario, Juan López, a fin de solventar los gastos. Así comienza este periplo trágico de la comitiva del flamenco muerto en tierras castellanas, que a tantas fantasías dio lugar. Se dice que plañideras y lloronas de oficio escoltaron el cortejo; sin embargo, la “pragmática de luto” impuesta por los Reyes Católicos prohibía esta práctica. Se dice también que la marcha solo se hacía de noche bajo la incierta luz de las antorchas, porque “una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, debe huir de la luz del día”, circunstancia que aumentó la fama de desequilibrada de la reina.
El cortejo avanzó hacia Torquemada a pesar de todos los inconvenientes. Allí tuvieron que hacer una forzada estadía porque Juana dio a luz a su sexta hija, Catalina. La peste se declaró a su alrededor y mató a ocho miembros del cortejo. Consternados, debieron retomar el camino con premura. Entre angustias y pesares, y el pánico y la ansiedad de todos los que la rodeaban, Juana permanecía impertérrita junto al cadáver de su esposo, al que el sol de Castilla se empeñaba en arrancar ofensivas miasmas, no obstante su embalsamamiento.
El cortejo se dirigió a Hornillos. Allí hubiesen pasado la noche en un convento, pero Juana -puérpera aún- se negó. Alegaba que era impropio compartir a su marido con otras mujeres bajo el mismo techo, aunque este no estuviese en condiciones de aventuras galantes y las hermanas de la caridad no fueran propensas a estos amores muertos. Juana durmió en una pobre casucha mientras su séquito pernoctaba a la intemperie.
Alarmados por estas excentricidades de la reina, llamaron al rey Fernando para que acudiera a tomar las riendas de España. El encuentro con su padre calmó a Juana, que encontró entre sus brazos el abrigo de días pasados. Delegó en él los asuntos de Estado sin estampar su firma sobre ningún documento, costumbre que perseveró en ella hasta los últimos momentos de su vida.
Establecida en Santa María del Campo, pasó allí nueve meses con sus dos hijos menores: Fernando y Catalina. Todos los días se rezaban misas por Felipe, a las que Juana casi nunca asistía… El rey Fernando decidió llevarse a su nieto para evitar la nociva influencia de la madre y ella entró en una fase de negativismo extremo: no se aseaba, no cambiaba de ropa, dormía en el piso y comía sin cubiertos.
El 15 de febrero de 1509, Juana se trasladó a Tordesillas y los restos de Felipe fueron conducidos al convento de Santa Clara; lejos, por el momento, de su deseada Granada. Juana podía contemplar el sepulcro de su amado desde la ventana de sus aposentos.
Lo que parecía un alto más en el camino, se transformó en el lugar de residencia por orden de su padre. Allí, Juana permanecería hasta su muerte casi medio sigo más tarde, vistiendo siempre de negro y haciendo una vida retirada.
Comentar todos sus trastornos, catatonias y escasos momentos de lucidez exceden las pretensiones de este libro,[2] aunque basta decir que su existencia fue una muerte en vida. Juana fue el centro de un juego de poderes del que permaneció alienadamente ajena, surgiendo cada tanto de su mundo interior con muestras de cordura desconcertantes. Años más tarde, Juana fue fuente de inspiración para numerosos artistas románticos, que admiraron la pasión arrebatadora de su amor, cantaron su locura producto del desamor, pusieron en versos sus celos desmedidos y alabaron el amor póstumo por su marido en una discutible necrofilia. En definitiva, una versión demasiado lírica de la enfermedad que escindió el entendimiento de la reina.
El féretro de Felipe quedó en la capilla del convento hasta que Fernando el Católico, antes de 1516 (la fecha exacta no está documentada), cumplió el deseo de su yerno y lo trasladó a la capilla real de Granada, donde aún descansa.
Mientras tanto, Fernando gobernaba España y buscaba desesperadamente descendencia. Unió sus días a los de la joven hermana de Luis XII de Francia, Germana de Foix -una joven y rolliza esposa-, con quien arbitró todos los medios imaginables para generar un hijo varón que le diese a España un monarca ilustre. La reina, joven y arrolladora, se esforzó en su actividad amatoria, pero Fernando ya no era aquel muchacho que hacía rabiar a Isabel con sus infidelidades. En tiempos en los que no había sildenafil a mano, el rey debió recurrir a sus pócimas, elixires y polvos mágicos. Estos alimentaron sus ansias reproductivas, pero con resultados esquivos y complicaciones nocivas que precipitarían el fin de don Fernando y, de esta forma, su unión eterna con la más recatada Isabel.
Seis meses después de la muerte de Juana, su hijo, el emperador Carlos V de Alemania y I de España abdicó en favor de su hijo Felipe II y se recluyó en el monasterio de Yuste. Antes de morir, ensayó en vida los ritos mortuorios de sus funerales, reposando mansamente en un ataúd mientras atendía los detalles de su precoz velatorio.
El cuerpo de Juana continuó en la cripta del convento hasta 1574, cuando su nieto Felipe II ordenó su traslado, primero, a El Escorial y, después, a la catedral de Granada. Allí, en la misma capilla real, se encuentran hoy estos grandes de España. Isabel y Fernando, con un león a sus pies. Juana y Felipe, con un perro a los suyos,[3] a fin de guiarlos por las tinieblas de la muerte hacia la paz y la armonía que la vida les negó.
[1]. Este rito era una novedad para la época. Hasta hacía poco el blanco era el color utilizado como luto. Pero la corte española, haciéndose eco de otras modas, impuso el negro, por considerarlo “más sufrido”.
[2]. Para más información, véase el libro Locos egregios (Planeta, 2002) del doctor Vallejo-Nágera. Este libro profundiza en las causas psiquiátricas de Juana, bien llamada “la Loca”.
[3]. Muchos monumentos funerarios tienen perros a los pies del difunto; el perro actuará como guía después de la muerte. Una reminiscencia del cancerbero griego.