El eterno Max Ernst

Nacido en Bruhl, el 2 de abril de 1891, a trece kiló­metros al sur de Colonia, en una familia de educadores católicos practicantes, toda la infancia de Max Ernst estuvo domi­nada por el bosque y el río Rin; su padre, que pintaba en sus horas libres, lo llevaba a ver el “motivo” de sus cuadros. Allí captó, al decir del crítico de arte Pierre Restany (1930-2003) la “trascendencia de la naturaleza, los mitos románticos, la poesía de la infancia que animará su visión con un aliento espontáneo y fantástico”.

Sus lecturas de adolescente, y luego de estudiante en la universidad de Bonn -donde estudió filosofía y psiquiatría-, lo llenaron de romanticismo y metafísica. Pasó sin transición de las novelas de aventuras de Karl May (1842-1912) y las policiales de Peter Cheyney (1896-1951) a los ensayos del filósofo solipsista Max Stirner (1806-1856): “Todo el surrealismo estaba allí”, afirmó muchas veces.

La Primera Guerra Mundial frenó ese buen comienzo, ya que se alistó en el ejército alemán: “El 1° de agosto de 1914 murió Max Ernst. Resucitó el 11 de no­viembre de 1918 como un muchacho joven que aspiraba a convertirse en el mito de su propio tiempo”, dijo mucho después.

“La empresa era amplia -explica su biógrafo Patrick Waldberg (1913-1985)- pero estaba a la altura del aprendiz de brujo que, apenas devuelto a la vida civil, volvió a hacer de las suyas. Después del armisticio, el teniente de artillería Ernst abandonó a los Húsares de la Muerte, sus compañeros de armas, para convertirse en el líder del dadaísmo en Colonia”.

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Junto con Hans Arp (1886-1966) y Johannes Baargeld (1891-1927) organizó en 1920, un escándalo sin precedentes en los anales de la vida renana: una exposición dadá en la cervecería Winter. Fue una exposición de ob­jetos y relieves dadaístas en un café; la entrada se hacía por el baño y el discurso de la inauguración fue reemplazado por un recital de poemas obscenos dichos por una modelo disfra­zada de monja. Esto fue demasiado para su padre, el venerable maestro de escuela Philippe Ernst: “Te echo y te maldigo” fue­ron las últimas palabras que oyó de aquél el joven artista.

Las autoridades de Colonia tampoco fueron sensibles a esa “broma de poetas” y cerraron la exposición. En esa época ya había surgido en Suiza el movimiento dadá que vivía su corto apogeo como expresión revolucionaria contra el arte convencional. En 1921 se trasladó a vivir a París, donde comenzó a pintar obras surrealistas en las que figuras humanas de gran solemnidad y criaturas fantásticas habitaban espacios renacentistas realizados con detallada precisión.

En París conoció a los artistas del equipo de la revista “Littérature”: Louis Aragón (1897-1982), Paul Eluard (1895-1952), Benjamin Péret (1899-1959) y André Bretón (1896-1966), todos ellos impulsores del naciente surrea­lismo. Sin embargo, el idilio duró poco: Ernst no se sen­tía cómodo haciendo de militante incon­dicional, de miembro de partido, por poética, cercana a su temperamento y profunda que fuese la causa. A pesar de todo, Bretón nunca subestimó -ni siquiera en los peores momentos de sus relaciones-su aporte heterodoxo e indisciplinado a la pintura surrealista.

En 1925 inventó el “frottage” (que transfiere al papel o al lienzo la superficie de un objeto con la ayuda de un sombreado a lápiz) y más tarde experimentó con el “grattage” (técnica por la que se raspan o graban los pigmentos ya secos sobre un lienzo o tabla de madera) y el”dripping” (técnica de goteo mediante el balanceo de una lata de pintura agujereada).

En 1930 debutó como actor cinematográfico en la película “L’ age d’ or” (La eded de oro), segundo filme surrealista del director español Luis Buñuel (1900-1983) que causó un verdadero escándalo en Francia y fue prohibido por más de 50 años.

El comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939 trastornó el destino y la carrera del pintor: lo tomaron prisionero por extranjero enemigo en Francia. En la prisión trabajó en la “decalcomanía”, una técnica para transferir al cristal o al metal pinturas realizadas sobre un papel especialmente preparado.

Finalmente fue liberado gracias a la intervención de Eluard; entonces partió para Estados Unidos con la millonaria coleccionista de arte (y de amantes) Peggy Guggenheim (1898-1979), con la que se casó en 1942 convirtiéndola en su tercera esposa. Apenas un año más tarde, el amor a primera vista por la artista Dorothea Tanning (1910) lo hizo renunciar a la vida fácil en Nueva York para mudarse a las soledades de Arizona.

A pesar de su pasado y de su fama, la posguerra no fue fácil para Max Ernst. El primer regreso a Pa­rís en 1949, estuvo sellado por un fracaso, pero la segunda tentativa en 1952, resultó buena. La Bienal de Venecia le otorgó el Gran Premio de Pintura en 1954, y desde entonces su consagración se afirmó de manera definitiva, en todos los planos.

“Pero ninguna consagración material po­drá afectar la inmensa y poética libertad del ser que, por instinto, practicó un cons­tante cuestionamiento de los valores y de las cosas -dice Waldberg-. La vida sentimental de Max Ernst tiene la medida de su vida espiri­tual: un río de pasión, de poesía”. En efecto, la juventud del artista tiene sus capítulos ricos en situaciones explosivas. Louise Strauss, su primera mujer, era una compañera de la universidad, pero esa unión no resistió la vida en París. En 1927, Ernst se apasionó por una menor que aca­baba de salir del convento y se casó con ella contra la voluntad de su familia. El matrimonio con Marie Berthe Aurenche duró menos de diez años, hasta el día de 1937 en que el pintor encontró en Londres a una aristócrata marginada de la sociedad bri­tánica, Leonora Carrington, con quien tuvo un romance hasta el comienzo de la gue­rra.

A lo largo de su variada carrera artística, Ernst se caracterizó por ser un experimentador infatigable. En todas sus obras buscaba los medios ideales para expresar, en dos o tres dimensiones, el mundo extradimensional de los sueños y la imaginación. Hasta la fecha de su muerte en París el 1 de enero de 1976, las continuas retrospectivas de su obra lo confirmaron como una de las figuras fundamentales del arte contemporáneo.

Esbozando una enorme sonrisa, dijo un tiempo antes de su muerte: “siempre fui feliz por desafío”.

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TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO: http://eljineteinsomne2.blogspot.com/2008/02/el-eterno-max-ernst.html?m=1

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