Fue el Cristóbal Colón del espacio. Y si Colón fue el primero en llegar a estas playas en unas cáscaras de nuez endebles y sufridas, Yuri Alexeievitch Gagarin fue el primero en salir al espacio extraterrestre en un cachivache redondo como una pelota e igual de inconstante y obstinado. Sobre Colón podemos discutir si fue o no el primero. Sobre Yuri no hay dudas. Hace sesenta años, el mundo entero, de la mano de los soviéticos, se lanzaba a conquistar el espacio.
Aquel vuelo histórico estuvo ligado a la Argentina de una manera loca y azarosa. Por esos caprichos de la popularidad, Gagarin admiraba a la actriz y cantante Lolita Torres, una estrella del cine y de la radio en aquellos años, y dijo haber llevado en el interior de aquel cachivache espacial, y muy dentro de su mente y de su corazón, las canciones más famosas que cantaba Lolita, que era un prodigio de afinación, dicho sea de paso.
De modo que, si Gagarin fue el primer hombre en el espacio, Lolita Torres, una muchacha nacida en Avellaneda en 1930 y cautivada por el cante, el decir y las coplas y el baile españoles, fue la primera cantante espacial de la historia. Nada de lo que sigue, que es historia pura, es cuerdo y sensato. Más bien al contrario, es disparatado y extravagante, raro y paradójico. Y muy divertido.
Yuri Gagarin era el tipo ideal para ser el primero en ser lanzado al espacio por la URSS que, en aquellos años, estaba bajo el brazo raramente blando de Nikita Khruschev. El mundo ardía sin fuego en medio de la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría, y la URSS se medía cara a cara con los Estados Unidos gobernados por John Kennedy, que tampoco era un muchacho de mano blanda.
En la carrera espacial, encarada por las dos superpotencias, la URSS llevaba la delantera. En 1957 había lanzado un satélite artificial de la Tierra y, meses después, había enviado al espacio al primer ser vivo, Laika, una perrita callejera de Moscú. Tal era la ventaja de la URSS que, en ocasión de la celebración del Año Geofísico Internacional en Washington, le preguntaron a un técnico de la NASA qué esperaba hallar Estados Unidos cuando llegara a la Luna, el tipo contestó: “Rusos”. No fue así ocho años después, pero ese era el temor entonces.
Primera incongruencia, la carrera espacial no era tal. El espacio importaba poco como tal. Khruschev estaba desesperado porque Estados Unidos espiaba el territorio de la URSS con sus aviones U2, que despegaban desde bases turcas, donde había emplazados misiles que apuntaban a Moscú, y desde Afganistán. Era imposible para los soviéticos hacer lo mismo con Estados Unidos. Alekséi Tupolev, ingeniero y diseñador aeronáutico y aeroespacial, recomendó entonces el uso de satélites para espiar el territorio de Estados Unidos y Khruschev compró el desafío. Así lo contó su hijo Serguei, que murió el 18 de junio pasado en Estados Unidos, en su excelente, y apologética, biografía: “Nikita Khruschev and the creation of a superpower”.
La idea de tripular naves que salieran de la atmósfera terrestre llegó como añadidura al deseo de espiar desde el espacio al enemigo. Gagarin fue uno de los primeros oficiales de la fuerza aérea soviética en anotarse, en 1959, en un programa de reclutamiento de astronautas. Fue una selección brutal: eligieron a 350 candidatos, de los que quedaron cien, de los que quedaron veinte, de los que quedaron seis. Uno de ellos era Yuri.
¿Por qué era el tipo perfecto? Encarnaba el ideal del proyecto de “hombre nuevo” que impulsaba la URSS. Venía de una familia humilde, se había abierto paso hasta llegar a mayor de la fuerza aérea, había trabajado antes como matricero en una fundición y en una fábrica de tractores, era un experto piloto de caza y paracaidista. Y tenía también otras cualidades: era joven, tenía 27 años en 1961, estaba casado, tenía dos hijas, le adjudicaban “una sonrisa luminosa”, era un experto intuitivo en relaciones públicas, derrochaba simpatía y buen humor.
Sergei Korolev, diseñador jefe del programa espacial soviético, le encontró dos virtudes más. Gagarin había sido el único de los seis aspirantes a astronautas que, al terminar una agotadora prueba en una centrifugadora, admitió estar “mareado como un trompo”. Sus compañeros prefirieron jugar el rol de duros y Korolev pensó que podía confiar en un informe sincero de Gagarin al regreso de su viaje. Si regresaba. La otra cualidad de Gagarin que encandiló a Korolev, era que Yuri medía un metro sesenta, la estatura ideal para habitar la cabina, una lata de sardinas, adosada al cohete Vostok 1 que lo iba a llevar al espacio.
Para cuando Gagarin se dispuso a la aventura, el 12 de abril de 1961, en la Argentina hacía siete años que se había estrenado La edad del amor, una de aquellas comedias leves del cine nacional de la época, con guión de Abel Santa Cruz y dirección de Julio Saraceni: los pequeños dramas de amor de una pareja joven, que parecen repetir la historia de sus padres. Protagonistas: Lolita Torres, Alberto Dalbes, Floren Delbene y, en un papel algo perdido, Juan Verdaguer, un gran actor uruguayo metido luego a cómico de éxito.
La edad del amor se estrenó en Buenos Aires el 29 de enero de 1954, un año agitado en la vida política argentina, con el gobierno de Juan Perón que mostraba ya los primeros signos de quiebre. Los críticos fueron poco piadosos, dijeron que era una historia “excedida en metraje fílmico y en canciones”. Pero es que Lolita Torres cantaba y sus films eran, también, para escuchar. Eso pensaron los rusos, porque el 24 de julio de 1955, la película se estrenó en la Unión Soviética, doblada al ruso, excepto las canciones. La vieron 31,1 millones de personas, lo que implica un espectacular éxito de taquilla. Entre esos espectadores estaba el joven Gagarin, de 21 años en 1955.
La misión espacial de Gagarin era salir de la atmósfera, orbitar la Tierra y adentrarse en una inmensidad ignorada y contar luego lo que había visto. Lo hizo en 108 minutos: sólo una órbita a la Tierra. Trepó con el Vostok 1 a 302 kilómetros de altura y a una velocidad de veinte mil kilómetros la hora, dejó atrás la gravedad de la Tierra, la de Newton, y se las arregló como pudo frente a una consola muy inferior a la de cualquier videojuego de hoy, y con mucha menos memoria que el celular que manejamos a diario.
Gagarin podía ser muy simpático y derrochar humor, pero durante el viaje estuvo casi mudo. No dejó su palabra para la historia, como haría Neil Armstrong en 1969 al pisar la Luna. Por el contrario, fue muy parco. Le registraron una sola frase en aquella expectante hora y cuarenta de viaje espacial: “El vuelo se desarrolla con normalidad y yo estoy bien”. No precisó más. Al llegar a Tierra, sano y salvo, también dijo lo que se suponía debía decir un buen comunista y soldado: “Informen al Partido, al Gobierno y personalmente a Khruschev, que el aterrizaje del navío cósmico en el que me encontraba se efectuó normalmente”. Después fue menos formal y más descriptivo: “El cielo es totalmente oscuro y la Tierra tiene un color azul muy claro”.
Lo del aterrizaje perfecto, si es que lo dijo Gagarin y no fue propaganda oficial, eran todas mentiras. El “navío cósmico” no había aterrizado. Los cohetes retro propulsores diseñados para suavizar la llegada a Tierra, no habían sido instalados en la nave de Gagarin. Su orden en cambio, era eyectarse de la cápsula a los cinco mil metros de altura. Fue lo que hizo, pero no en el lugar esperado. Un fallo en el sistema de guiado por radio hizo que el Vostok 1 se desviara y, en lugar de caer en la estepa donde lo esperaban los equipos de rescate, cerca de la había sido la base de su despegue, fue a dar mil cuatrocientos kilómetros al oeste, cerca de la población de Engels, a orillas del Volga y a cuatro kilómetros del agua. También funcionó mal el sistema de separación de la cápsula y la entrada a la Tierra fue mucho menos confortable, y mucho más peligrosa, que lo esperado.
La cabina de Gagarin, aquella pelota metálica de dos metros de diámetro, bajó a los tumbos, a los sacudones, y arrastró consigo el compartimento de equipos auxiliares, hasta que los cables de amarre se fundieron. Gagarin sufrió desaceleraciones más violentas que las previstas, y ensayadas, durante las pruebas. En suma, una odisea que tampoco terminó cuando Gagarin pisó por fin tierra firme y recogió su paracaídas, sin saber dónde estaba, ante la mirada de un granjero y su hija.