El 14 de octubre, Rondeau levantó el sitio y retiró sus tropas hacia Colonia. El 20 Pérez firmó el tratado de paz con los representantes de Elío, donde ambos contendientes “no reconocen ni reconocerán jamás otro soberano que el señor don Fernando VII”. El virrey, a su vez, aumentaba sus dominios hasta orillas del Paraná, recuperando Gualeguay y Gualeguaychú. El gobierno porteño se comprometía “gustosísimo” a enviar recursos pecuniarios a España para sostener la guerra contra el invasor francés. Los demás artículos establecían pautas para la devolución de prisioneros, de bienes y esclavos, además de permitir la entrada y salida de todo buque nacional o extranjero en ambos puertos del Plata. El bloqueo quedaba levantado y Buenos Aires recuperaba el dominio comercial de las Provincias Unidas, sin duda, un buen negocio para los porteños.
El rumor del pacto se diseminó entre los sitiadores que solicitaron al general Rondeau una nueva asamblea. Esta se llevó a cabo en la quinta La Paraguaya, la tarde del 10 de Octubre. Allí Artigas expresó su disgusto “pese al imperio de la subordinación”, al que lo obligaba su condición de militar, negándose “a entender en unos tratados que consideré siempre inconciliable con nuestras fatigas”.
El hombre protestaba, discrepaba, no estaba de acuerdo con la propuesta pero se sometía a la voluntad del gobierno de Buenos Aires al que había jurado fidelidad, “solo con el objeto de tomar una posición militar más ventajosa para esperar a los portugueses”. En medio de esta congoja, de la amargura de abandonar los logros obtenidos a lo largo de esos meses de renunciamiento tras este desencanto y frustración, el pueblo consagró al Coronel Artigas como Jefe de los orientales. De aquí en más, Artigas lucirá con orgullo este título que simbolizaba la estrecha unión entre este hombre y su pueblo.
Elío prometió no dejar sometidos a los orientales a “la saña de los españoles”, y aunque el artículo 8 establecía que “no se perseguirá a persona alguna… por las opiniones políticas que haya tenido”, bien se sabía que eso solo era letra muerta.
Artigas, como Jefe de los Orientales, se encargaría de velar por los derechos imprescriptibles de sus paisanos, pero en el marco de obediencia al gobierno de Buenos Aires. En esas dolorosas circunstancias, Artigas se despidió de las murallas de Montevideo, y el negro Ansina le dijo adiós a la ciudad que les ha sido esquiva:
Nos iremos con fatigas
con nuestros ponchos de lana
pero volveremos con Artigas
Apenas seis días después de la confirmación del tratado (el 27 de octubre), el mismo Elío protestaba ante el general portugués por los excesos cometidos por su ejército que actuaba como una “cuadrilla de ladrones”.
El ejército artiguista, a orillas del San José, sobre el Paso de La Arena, vivía momentos de tensión. Fue entonces que decidieron como “un pueblo libre” constituirse por sí, sin “bajar las armas de las manos hasta que no hayan evacuado el país y (poder) para gozar una libertad por la que vieron derramar la sangre de sus hijos”. Estaban dispuestos a dejar los pocos intereses que les restaban y trasladarse con sus familias a cualquier punto donde pudieran ser libres.
“No quiero que persona alguna venga forzada”, le dijo Artigas a Mariano Vega. “Todos voluntariamente deben empeñar su libertad. Quien no la quiera deberá permanecer esclavo”.
Nacía así uno de los movimientos más grandiosos que pueblo alguno haya podido generar. Nacía la Redota.
“Nuestro Jefe se alejó
no por salvar su vida
en la que nunca pensó
sino para salvar la idea.”
Parecía que Elío había ganado la partida, Montevideo había sido preservada pero curiosamente nadie quedó satisfecho con este armisticio que fue ampliamente criticado. Si bien los comerciantes porteños y los ingleses reiniciaron sus negocios, la Infanta Carlota consideró el pacto “poco decoroso para las armas del Rey”; (aunque su padre y hermano hayan caído en conductas menos decorosas ante Napoleón). El hecho de que Elío haya tratado con “los facciosos de Buenos Aires” era a todas vistas nocivo para destruir el germen de la discordia que amenazaba extenderse al sur del Brasil. A todo esto, Carlota vio reducidas sus posibilidades de ser coronada Reina del Virreinato.
Por su lado, el general Souza se ofendió con Elío por no haberlo consultado al firmar el pacto, y éste, como vimos, se desesperaba por los desmanes cometidos por los portugueses en la casi deshabitada campaña oriental. Hasta los mismos habitantes de Montevideo rechazaron el armisticio, ya que una facción españolista encabezada por Fray Cirilo Alameda había formado un partido que proponía vencer a todo trance o sucumbir en la demanda. Este grupo, bien llamado “Los Empecinados”, estuvo a punto de alzarse contra Elío al conocer la firma del Tratado. Sin llegar a estas instancias, continuaron propugnando sus ideas exaltadas que asistieron a turbar los ánimos, ya de por si caldeados, dentro de la ciudad amurallada.
Mientras tanto, el pueblo libre iniciaba el largo camino del exilio.
Dieciocho mil personas, hombres, mujeres, niños, estancieros, esclavos, gauchos y comerciantes siguieron a Artigas hacía los márgenes del Ayui, en Entre Ríos, lugar al que había sido destinado por las autoridades de Buenos Aires. Enarbolaban la bandera blanca, ya que aún no conocían las estrías azules de Belgrano ni las rojas que le agregaría Artigas por la sangre derramada. Tampoco lucían el escudo real de Fernando VII que dejaba su impronta en los documentos de Buenos Aires. Solo agitaban una bandera blanca en busca de su destino.
Al final de cuentas, Elío -que parecía a prima facie ser el vencedor de la contienda-, terminó pagando las cuentas. La infanta Carlota lo acusó de no haber podido poner fin a todos los males emanados de Buenos Aires. Elío[1], hastiado, volvió a España, pero antes de partir disolvió al Virreinato del Río de la Plata. Su sucesor, Gaspar de Vigodet, asumió la gobernación de Montevideo.
La princesa Carlota confiaba en que una acción conjunta de Goyeneche en el Alto Perú y de Vigodet en la Banda Oriental pondría fin al accionar de los pérfidos revolucionarios porteños. En tanto, los portugueses no solo no se retiraron de la Banda Oriental sino que avanzaron hostigando la retirada de Artigas que envió partidas para enfrentarlos. Ojeda, Pinto Carneiro y Pancho Bicudo frenaron los ímpetus de los invasores pero no pudieron detener su avance.
La Redota (de derrota), el éxodo o la emigración del pueblo oriental se inició en compañía de las tropas de Buenos Aires. Así lo hicieron hasta el arroyo Grande, pero de allí los porteños se encaminaron hacia Colonia, mientras que el pueblo siguió camino a Salto para atravesar el Río Uruguay hacia Entre Ríos.
En diciembre las familias cruzaron por Salto Chico (al norte de Daymán). Mil carretas atravesaron el río. El ejército lo hizo en enero. Los trescientos charrúas que acompañaban a Artigas se quedaron en tierra uruguaya, en los campos que pertenecían al ahora Jefe de los Orientales. Los charrúas serían los custodios de la Banda hasta el retorno del pueblo.
En una carta dirigida al gobierno de Buenos Aires, Artigas dice haber usado los medios a su alcance para evitar “la emigración asombrosa de los vecinos y familias”. Por un lado veía la necesidad de aquietarlos, pero a su vez, sentía la obligación sagrada de auxiliar a las familias orientales que tantos sacrificios habían realizado. Como dijo Zorilla de San Martín: “tomó a todo su pueblo y lo cargó en sus hombros de gigante”. Este cuadro homérico es de una grandeza que conmueve.
El ser republicano
por entera convicción
disgusta a los tiranos
que arruinan a la nación
Así cantó el negro Alsina el sacrificio del pueblo y la entereza de su jefe.
El miedo a las represalias por parte de los españoles, más el temor que inspiraban los portugueses empujaron a los habitantes de la campaña a seguir al Jefe de los orientales en una caravana que se extendía por cincuenta kilómetros. Nadie podía quedar indiferente ante la gesta del pueblo que todo lo abandonaba para seguir a su líder.
“Marchemos por la libertad
de nuestros hijos y nietos
defendamos la potestad
en contra de todos los vientos.
Salgamos de la querencia
Quememos todos los ranchos
Salvemos la conciencia
Solo dejaremos caranchos.”
La Redota es la derrota, no por las armas sino por la traición, como diría Lincoln Maztegui Casas: “El sentimiento de ‘orientalidad’ nace sin duda de esta dolorosa coyuntura fruto del egoísmo porteñista”. Sin embargo y a pesar de los sinsabores, el Jefe de los Orientales permanece leal al gobierno de Buenos Aires.
Artigas se convirtió en el centro de esa nación en movimiento, la justicia recayó sobre sus hombros y no dudó en aplicar las sanciones que creía convenientes. El quiebre institucional, la ruptura con el sistema colonial dejaba un vacío, un retroceso hacia formas más arcaicas de convivencia. Artigas llenó ese espacio con su autoridad. Sabía que era menester ser claro, preciso y contundente. La pena capital se aplicaba en casos de asesinato, de robo, violencia contra mujeres decentes, enfrentamientos armados contra la autoridad revolucionaria y la deserción. Las sanciones, a su vez, debían ser ejemplificadoras. Por eso, el pulso no le tembló al Jefe oriental cuando firmó la condena a muerte de tres forajidos que habían confesado haber robado y violentado mujeres, además del delito de deserción. Molina, Romero y Castro (así se llamaban los reos) pagaron con sus vidas haber faltado a la ley artiguista. Fueron fusilados en presencia del menor Felipe Núñez, cómplice de sus fechorías pero sin edad para pagar sus culpas.
[1] Vuelto a España en 1814 se puso a servicio de Fernando VII apoyándolo a recuperar sus derechos ante la resistencia de los liberales. Tras la revolución de 1820 fue ejecutado por el garrote vil.
Texto extraído del libro Artigas, un heroe de las dos orillas, de Omar López Mato (Editorial El Ateneo, 2011)