A fines del siglo XIX la mujer se atrevió a más en el espectáculo escénico. Además de la obscenidad de ciertas vanguardistas, como Lola Montes o la Rigolbauche, se expresó a través del desarrollo de la litografía, que alentó el arte de Honoré Daumier, Jules Cheret y Toulouse Lautrec. La mujer empezó por mostrar las piernas y las enaguas, una liberalidad que causó furor a lo largo de Europa. El can-can despertó el entusiasmo desde los barrios periféricos de París. También en otros escenarios más académicos se dio un paso audaz hacia el desnudo. Así ocurrió con la obra de Oscar Wilde, “Salomé”, cuyo argumento sirvió de base a una ópera de Richard Strauss. El escritor británico tuvo la temeridad de imaginar una danza de los siete velos de Salomé ante Herodes. La obra fue estrenada por Sarah Bernhardt quien la llevó a través de los continentes con un éxito extraordinario. La censura mantuvo una sórdida mirada sobre ese episodio apócrifo de la Biblia o, si se quiere, una ingeniosa adaptación del escritor cuya fama aun hoy se sustenta en sus excentricidades.
Por aquellos mismos días Offenbach replanteó la opereta como un género lujoso y audaz. Este le escribió a Sardou, autor de un libreto: “Es una vergüenza; ¿por qué no habré intercalado algunas mujeres desnudas, o algunos trucos nuevos, o leones?… cualquier cosa”. En alguna oportunidad Offenbach preparaba “La bella Elena” y contrataron a Silly, una verdadera precursora de la audacia sobre el escenario. Su desbordante personalidad la transformó en un símbolo de las nuevas búsquedas relacionadas con el mundo artístico. “Esta mujer –describe Decaux- tenía el poder de hacer que el público masculino entrara en un estado de excitación que escapaba por poco a la censura”.
Los carteles ganan en creatividad y en eficacia ante el contacto masivo con el público. La lucha de los impresionistas por llegar a tener un lugar en la consideración oficial de los salones de exposición en Francia genera otra óptica de la audacia visual. Mientras los bohemios de Montmartre aprendían a pintar a plena luz del día, los productores de espectáculos observaban que la trasgresión consistía en mostrar a las mujeres elevando sus piernas al bailar. Una sumatoria de osadías contribuyó a lo largo del siglo XIX a transformar en arte visual el espectáculo de desnudarse en público. La escala de la audacia se tiene en diferentes parámetros. El modisto inglés Worth, por ejemplo, se atrevió a presentar sus creaciones de temporada ¡con el desfile de maniquíes vivas! Hasta entonces se usaban bustos de terracota sobre los que se enviaban vestidos de una ciudad a otra. La genialidad de un creador de sólo veinte años impuso la novedad.
Revoleo de piernas
Algunos bajorrelieves egipcios muestran bailarinas con piernas levantadas, al estilo del baile can-can, ante un respetable número de espectadores. Se supone que fue en 1822 la primera ocasión en que se bailó y desde entonces fue descalificado por indecente e inmoral. Se tiene a Chicard como su inventor aunque él probablemente haya sido quien lo bautizara (en francés “escándalo” o “candileja”, lugar del escenario donde se bailaba). Ciertas descripciones contemporáneas del fenómeno veían a las bailarinas desnudas. En realidad mostraban las piernas y sobre ellas unas enaguas rizadas que para la época eran de una incontrolable indecencia. Tacones altos, bustiers, cueros y blusa con volados eran, por la sensación de movimiento, un descontrol inaudito y trasgresor.
En 1842 llega a los bailes de los suburbios parisinos. Henri Heine lo definía así en La Gazette d`Ausburg: “El can-can es una danza que no se baila jamás en lugares decentes sino solamente en aquellos lugares poco convenientes donde el señor que lo baila, o la mujer para quien baila, se ven rápidamente acompañados por un policía que los invita a abandonar el local.” Y agregaba sobre lo que vio en esos lugares parisinos: “… donde se cultiva una sensualidad velada que resulta mucho más indecente que la desnudez misma.” Con esa última frase estaba revelando el gran misterio de los espectáculos burlesque. Sobre el boulevar Rochechouart estaba el Moulin Rouge, una de cuyas alborotadoras más importantes fue la Rigolbauche al influjo de su charla despampanante y su proverbial agilidad de movimientos. Amelie Marguerite Badel, tal su nombre de pila, generó toda una corriente de entusiasmo y curiosidad. Charles Vernier ilustró una serie de 30 dibujos con el nombre de Rigolbauchemanía. Las figuras dan cuenta de la dificultad de sus movimientos que toda la ciudad se afanaba por imitar. Ella parecía estar disponible sólo para la gente “comme il faut”, capaces de amarla a su justo precio. Tenía su modo de darse perversa revancha: un pobre maquinista que suspiraba por ella después de varios meses tuvo una noche de amor sin mañana. El muchacho no pudo sobrevivir a esa boda efímera y se suicidó. La Rigolbauche se apiadó de él y le facilitó un lugar en el cementerio de Montparnasse, lo cual constituye –si uno busca lo perfecto en la sofisticación- un conmovedor acto de piedad.
Lola Montes representa uno de los antecedentes más significativos del espectáculo del burlesque. Nació alrededor de 1820 no se sabe bien dónde. Pudo haber sido Sevilla, de padre escocés y madre andaluza. Su nombre verdadero era María Dolores Elisa Gilbert. No había cumplido 18 años cuando se casó con un inglés y viajó a la India. Aprendió el devadasi, danza popular que le aportó una extraña mezcla con sus culturas sevillana y flamenca. Con “El lirio de fuego” creó un baile delirante que bebió de aquella saga personal. A los 22 años, de regreso en Londres y divorciada de su primer marido, incorporó el seudónimo de Lola Montes que no la abandonaría el resto de su vida. Se la vio por París donde impuso el sari como vestimenta exótica cuando otras mujeres de vanguardia, como George Sand, reclamaban el derecho de travestirse, permiso que, aunque cueste creerlo, se gestionaba burocráticamente ante las autoridades.
De algún modo, precursora de Isadora Duncan, marca un estilo que luego seguirían Lina Cavalieri, Liane de Pougy, Carolina Otero y Cleo de Merode.
Después de un escándalo entre sus amantes (el episodio termina con la muerte de uno de ellos en duelo) viajó a Munich donde el rey Luis I de Baviera la colmó de títulos
y honores. “El baile de Lola –escribe Cecil Saint-Laurent- tenía mucho más de furor sensual que de danza. Su traje rojo de campesina española se mantenía terso sobre su piel resaltando en cada uno de sus movimientos la prominencia de sus senos y la delgadez de su cintura al mismo tiempo que la falda de volados descubría a cada paso unos muslos que unas medias negras bordadas de flores rosas ajustadas con ligas brillantes cubrían sólo en parte”.
Pero ella se mostró siempre esquiva y volátil. Se marchó a San Petersburgo donde cautivó a la corte del Zar por las veladas túnicas suspendidas en el aire y por el exotismo de sus ojos violáceos que encandilaban a los hombres.
Regresó a Londres y se casó con Georges Wedding, un aristócrata de guantes blancos. Por algún tiempo no se supo nada de ella hasta que reapareció en California, con 36 años de edad, casada con el escritor Henry Hull y convertida ella también en escritora. Nada se entendería del espectáculo del desnudo si no hubiese pasado por el mundo, como una estela fugaz, esta intrépida mujer con ansias de protagonismo y vida disipada.
El nuevo ámbito del café-concert
Al grito de “viva la amoralidad y muera la lencería” los suburbios de París vieron crecer nuevos espectáculos, como Le Coucher d’Yvette en el que nada se concretaba y todo era un juego de sugestiones
En 1894 se hacía mención de Blanca Cavelli, en pantalón dorado y corsé. La historia del esquicio es mínima: una joven esposa ha sido dejada por su marido a causa del servicio militar. Comienza a desvestirse, apenada porque una cama tan grande sólo sirve para estar sola. Tiene la idea de ir escribiendo a su marido una carta mientras se desviste y vuelan al piso pantalones, enaguas, medias, corsés y corpiños. Ciertos censores se horrorizaron porque la actriz hacía su número con prendas comunes, de calle. Si al menos fueran de seda… susurraban.
La caza de la pulga, de Angèle Heraud, también se basa en la imagen de la esposa de un marino mercante que está de viaje. Recibe el acoso de un pintor y ésta termina accediendo. Pero cuando se termina de vestir en su habitación percibe el molesto picoteo de una pulga. Mientras se despoja de su ropa reflexiona que no debe ir a la cita con el pintor y finaliza la obra. La pulga es matada providencialmente con una medalla de su marido. Las buenas costumbres se imponían sobre los quiebres de la moral.
La magia del café-concert estuvo en el carácter efímero de la mezcla que provocó: allí se reunía la aristocracia y la clase obrera para entretenerse en un mismo ámbito. Las barreras infranqueables de la división social fueron levantadas, claro que en forma temporaria. En función de su precio accesible podían confundirse en una mesa un ricachón y un obrero, hermanados en la satisfacción de un placer visual y auditivo que les era común.
Le Chat Noir fue creado en 1881 por Rudolphe Salis, bohemio estudiante de arte nacido en Viena. Sobre el boulevard Rochechuart creó un cabaret artístico decorado con el estilo impuesto por Luis XIII. En tres años, su éxito lo obligó a mudarse a tres cuadras, que decoró esta vez con un estilo pseudo histórico. Una publicación con el mismo nombre le aseguró la participación en el local de una importante camada de artistas del momento que rápidamente le dieron más prestigio al lugar.
Con Le Chat Noir Salis transmitía la ilusión de un espacio teatral que incorporaba al público en el escenario. Era la proyección de una democracia lineal que igualaba a todos los parroquianos en una sensación de evanescente tabla rasa. La realidad golpeó las puertas de esa isla virtual y Salis se vio obligado a cerrarlo en 1887.
Quedaba abierto el Folies Bergère, que mantenía el espíritu democrático pero cuya entrada costaba algo más cara. Fue fundado el 2 de mayo de 1869. No era exactamente un teatro ya que los espectadores tenían la libertad de entrar y salir, beber y fumar como en los cafés. No tuvo continuidad y cerró sus puertas. Leon Sari retomó las riendas y lo reabrió seis años después. Para asistir a ese lugar no era necesario vestirse solemnemente.
La diversidad de los espectáculos presentados tenía como denominador común su bizarría. Desde un canguro boxeador hasta una familia birmana cuyos integrantes, en su totalidad (hombres, mujeres), lucían barbas renegridas.
La magia de esos lugares consistía en tener un escenario con números sorprendentes e hilarantes y un corrillo de mesas donde podía uno charlar con un grupo de amigos o cerrar trato con una prostituta para un encuentro de ocasión.
En 1890 el empresario Edouard Marchand presentó la primera troupe de bailarinas, las Sisters Barrison. Un crítico se sorprende y hace la siguiente descripción (aparecida en Les Folies Bergere, 130 años de Historia): “Sus elegantes ejercicios atraen a la multitud. ¿Qué es lo que más se ama de ellas? El oro de sus cabellos, la suavidad de su talle, la blancura de sus dientes, el carmín de sus mejillas, la ácida frescura de sus voces, sus piernas lánguidas y la ropa interior que se insinúa. Ese encanto no se explica, se disfruta”.
En 1903 comenzó un progresivo aumento en el costo de las entradas y el espectáculo cambió conforme se producía una selección más estricta de espectadores.
Aparece Maurice Chevalier para imprimir un valor agregado a la canción. Algún tiempo después (1911) Mistinguett alcanza a presentar un número en común con Chevalier donde ambos terminan sobre el tapiz, revolcándose indefinidamente.
El Moulin Rouge se impone en el último decenio del siglo XIX, según la descripción de una guía de los Placeres de París de 1898, “como un ejército de jovencitas que están allí para danzar ese bullicioso aire parisino, con esa elasticidad cuando lanzan al aire sus piernas, que nos hacen presagiar una liviandad moral por lo menos igual”.
Liviandad moral, tal vez. Son las prostitutas, en efecto, las que cumplieron un rol preponderante en la irrupción del music-hall. Merodeaban el salón y también el escenario interpretando los problemas de las capas bajas de la población con un notable y provocador desenfado. En otro nivel de compromiso aparecían las cortesanas, entrenadas para componer –como verdaderas actrices- el rol que les fuera exigido por sus ocasionales clientes. Desde la señora honesta a la sofisticada ninfómana.
La nueva óptica sobre Salomé
T.S. Eliot dijo en una sola línea: “La danza existe desde el mismo instante en que el mundo empezó a girar”. La danza surgió por varias razones: para compartir cortésmente un momento con el otro sexo en un evento social; para desarrollar una competencia de habilidades y desafíos; para responder a los designios de Dios (danzas religiosas); para presentar una idea teatral basada específicamente en una idea estética. “Por miles de años y por una gran variedad de razones –escribe Gordon Hollis- las danzas fueron descriptas o volcadas en figuras y pinturas. Los maestros de danza se basaron en esas ilustraciones para tratar de enseñar. Los sociólogos han descrito danzas que pudieron ser estudiadas por lo que representan para la cultura”.
A lo largo de la historia los escritores y artistas plásticos han procurado captar el espíritu, la esencia de la danza con el fin de reconocer su belleza o su espíritu lascivo o elegante, o ambos al mismo tiempo.
Las mujeres de las tribus nómades, de Medio Oriente y del Mediterráneo, se encargaron de conservar, transmitir y perfeccionar la danza durante cientos de años. “En los siglos XVIII y XIX, durante las conquistas europeas en oriente -escribe Paula Lena-, viajeros occidentales se maravillan ante una danza donde las bailarinas (que para ese entonces ya eran profesionales independientes o miembros de compañías), mueven según ellos en forma extraña y seductora la cadera y el abdomen, por lo cual la bautizan como danza del vientre”.
En 1893 se conmemoraba en la ciudad de Chicago el Cuarto Centenario del Descubrimiento de América con una exposición mundial. Por primera vez se reservaba un área denominada “Midway Plaisance” para entretenimientos en un evento de tal naturaleza. En ese marco se conoció un espectáculo denominado “Little Egypt” donde un grupo de bailarinas desarrollaba la danza del vientre. Al parecer hubo una gran conmoción ante la audacia de sus movimientos. La escritora Donna Carlton quiso investigar su origen y llegó a una decepcionante conclusión: “Busqué durante meses en los microfilmes de varios periódicos la mención de Little Egypt en la feria de 1893. Aunque encontré la descripción de otras atracciones del Midway Plaisance no pude localizar ninguna referencia contemporánea de esas danzarinas. Eso me hizo pensar que, aun cuando hubieran estado allí, no habían hecho nada que mereciera destacarse. El mismo nombre “Little Egypt” pudo trascender quizá mucho tiempo después de la feria. Y si así hubiera sido ¿por qué razón se hizo tan popular?”. Esta danza era casi desconocida en Estados Unidos. Por una u otra razón Little Egypt se transformó en un sex symbol precursor de Hollywood.
Por una serie de equívocos –en los que suele estar la mano de los productores cinematográficos-, la danza del vientre no es, como suele creerse, un ardid de las mujeres de un harén para atraer la atención del esposo. En Medio Oriente las mujeres bailan para otras mujeres como una manera de entretenerse mientras los hombres se encuentran fuera trabajando. El Nuevo Testamento explica que la danza “conmovió” a Herodes. Richard Strauss escribió la opera “Salomé” y es esa obra la que introdujo en la sociedad occidental la idea de que una mujer se iba desprendiendo de un velo tras otro ante Herodes.
El afiche impulsado por la litografía
En 1880 nace el afiche en Francia. Los métodos litográficos evolucionaron hasta el punto de poder reproducir carteles en color con sombreados, un virtual museo abierto a todos los públicos donde se estimulaba la venta de lencería o cognac, pasando por otros diferentes artículos, hasta la incipiente bicicleta. También se anunciaban conciertos de danza y de music-hall. Allí se destacó Jules Cheret con sus dramáticos anuncios para espectáculos.
Edgar Degas comenzó a bocetar desenfrenadamente los ensayos de bailarinas de ballet. Parecían tener más la impronta de una búsqueda de estudio anatómico que de pretensión artística. Fue todo un esfuerzo por desmenuzar los movimientos y captar la esencia de su arte sobre la escena.
Henri Toulouse-Lautrec se caracterizó por buscar los escenarios teatrales que empezaban a ser iluminados con el nuevo sistema eléctrico. Su obra tiene la importancia de haber desarrollado el portfolio de Yvette Guilbert (1898) donde aparece un importante rango de poses y expresiones de cantante y, vistas en conjunto, la captan en su diversidad. Este sistema ya había sido utilizado por otros artistas, como fue el caso de Isadora Duncan.
Los artistas de la cultura oficial le daban la espalda a las nuevas propuestas de ciertos pintores. Entre otras diferencias podemos mencionar la forma de presentar sus obras más audaces, pretendidamente más auténticas. Sus desnudos, falsamente púdicos, convencían a la lubricidad encubierta de los visitantes transformados en mirones. Mientras que Manet, Renoir y Degas podían representar mujeres desnudas sin ser nunca equívocos, un desnudo de Bouguereau o de Cabanel lo era en grado sumo. Las mujeres eran mostradas allí astutamente desvestidas y no revelaban más que una parte de su anatomía, mientras dejaban adivinar el resto.
Cuando Napoleón III y su planificador Barón Haussmann transformaron París en una de las ciudades más hermosas de Europa, el primer paso fue garantizar muchos canteros cerca del centro de la ciudad. Esto produjo una mudanza de habitantes hacia los barrios periféricos como Clichy, la Villete y Montmartre.
Las nuevas edificaciones, ampulosas pero grises, se pintaban con los colores de los carteles litográficos. Toulouse-Lautrec recibió un encargo para 1891 con el objeto de presentar a su nueva estrella, Louise Weber, La Goulue. Entre aquellos cuyas imágenes son parte de la historia del arte aparecen además Jane Avril y el emprendedor cantante Aristide Bruant.
El pintor había ganado popularidad entre la comunidad bohemia y era uno de los principales invitados. La gente iba de todas partes a bailar y a ver bailar. Toulouse- Lautrec estaba ahí en su mesa, bebiendo y dibujando.
“La Goulue” era ambiciosa a su manera. Quería ser la primera pero el Moulin Rouge no le quitaba el sueño. Intentó fortuna desarrollando la danza del vientre en otros lugares pero la gente no la siguió. Su alcoholismo la fue relegando cada vez más y terminó vendiendo cigarrillos en las calles. En 1929 en su lecho de muerte, le preguntó al cura que la asistió: “Padre ¿acaso Dios me perdonará? Yo soy La Goulue.”
En aquellos días de jolgorio el cantante Aristide Bruant se había hecho famoso por su costumbre de insultar y degradar a su audiencia. En la puerta de su negocio un cartel decía: “Para un público al que le gusta ser insultado”.
Isadora Duncan y la Bella Otero: la danza como un acto de liberación
Había nacido en San Francisco (1877-1927) pero pasó casi toda su vida en Europa. Mucho se ha escrito sobre su técnica pero no se puede conocer, a cien años de distancia, la esencia de su arte. Sólo hay constancias de su éxito en Inglaterra a partir de la ruptura de su estilo con lo anteriormente establecido.
Trabajó intensamente para transformar su vestuario más tranquilo y sensual. Su indumentaria no era provocativa ni lúbrica; todo lo descargó sobre el movimiento. Desarrolló una teoría de la forma del cuerpo realzada a través de la danza liberando el cuerpo femenino de los corsets y los vestidos constreñidos. Predicaba la necesidad de vestir ropa liviana interpretada en materiales suaves para obtener libertad de movimiento. Isadora Duncan no sólo trabajó en la transformación de la danza de cara al nuevo siglo sino que devino estandarte de libertad para las mujeres que luchaban por sus derechos.
A fines del siglo XIX la danza no era considerada una profesión decente. La bailarina (haciendo sutiles diferencias entre el ballet, el music-hall y las Chorus girl) era construida como una muy bien pagada rubia de cabeza vacía, graciosa y de mala reputación. Isadora Duncan se rebeló contra esa imagen de los primeros años del siglo XX. Se descubre en ella una denodada lucha por separar las aguas de lo obsceno. Fue rechazada muchas veces en los comienzos de su carrera porque ella decía que su producción artística era guiada por su espíritu y no por su cuerpo: “Cuando danzo mi objeto es inspirar reverencia, no para sugerir algo vulgar. No quiero apelar a los bajos instintos de la humanidad, como hacen sus semidesnudas chorus girls”. Con el sentimiento de que el cuerpo desnudo es un templo y verdaderamente un bello objeto, Duncan sintió que las mujeres semivestidas tenían más carga erótica que las bailarinas más desinhibidas.
El último decenio del siglo XIX muestra dos tendencias concurrentes: la proliferación de prendas en el sistema del vestido y la tendencia a liberarse de sus ataduras a través del deporte. Toussaint-Samat anota ese contraste: “El pantalón de la Bloomer cayó en el olvido y volvió a aparecer cuando ya no se pensaba en él. Hubo una revolución que trastrocó las costumbres de finales del siglo XIX: la del deporte, la pequeña reina (la bicicleta), los grandes baños (de mar) y el tenis”.
En 1884, en ocasión de inaugurarse el más tarde célebre torneo de Wimbledon se acepta, en una de sus canchas, a jugadoras femeninas. Sin embargo la falda larga se impone como uniforme oficial. Mrs. Beamish fue expulsada inapelablemente de la competición por enseñar sus tobillos bajo unas faldas ligeramente más cortas, sin las cuales se sentía incapaz de jugar.
Una de las formas más fáciles de lograr apartar los pensamientos del cuerpo era el ocultarlo y, consecuentemente, cualquier tendencia a exhibir lo desnudo se convirtió en impúdica. Pero el aumento en la cantidad y la complejidad de las prendas que trajo aparejadas esta tendencia, proporcionaron por sí mismos una nueva irrupción de las necesidades exhibicionistas así reprimidas. El interés en el cuerpo desnudo se transfirió a las ropas. Fue preciso un nuevo esfuerzo de pudor para combatir esta flamante manifestación de las tendencias.
Crazy Horse, la refinación del desnudo
El mundo de posguerra, tras la derrota del nazismo, generó el despertar de la sociedad europea en todos los terrenos de la expresión artística. Se podía ver un nuevo cine, una literatura en ciernes, la fotografía insolente –para la época-, de Philippe Doisneau y los forjadores de una corriente de pensamiento de vanguardia, como el existencialismo. No podía esperarse otra cosa del fenómeno del striptease como espectáculo de modo que, en ese contexto, surge de la mano de Alain Bernardin, la idealización del desnudo en el escenario del Crazy Horse Salón.
Bernardin abrió las puertas del Crazy Horse en 1951, en la lujosa avenida George V de París. Desde entonces, su creador impuso un concepto más moderno del arte del desnudo. La puesta en escena en cabaret era una novedad absoluta en la Ciudad Luz.
Durante los primeros años la revista tiene como eje la idea de una mujer única. Sin embargo el espectáculo evoluciona hacia una sucesión de esquicios coreográficos a cargo de una o varias bailarinas.
Los efectos lumínicos subliman el cuerpo femenino. Ello constituye una verdadera revolución cultural. Bernardin impuso un clima de intimidad entre las bailarinas y los espectadores, que alimentaba todas las ensoñaciones y fantasías.
Según Bernardin todas las mujeres tienen una piel fea, con la única excepción de las orientales. “En el Crazy Horse Salón todas las muchachas tienen piernas perfectas, que no permiten ver el alba”.
Para él “no basta que una muchacha tenga piernas, senos y glúteos perfectos. Para lograr el éxito debe tener ojos muy bonitos “porque la mirada es la que establece el contacto con los espectadores durante el destape”.
Con el fin de reclutar a sus bellezas Bernardin realizaba largos viajes por países europeos no menos de tres veces por año. Visitaba los teatros y escuelas de danza donde centraba la atención sobre los siguientes parámetros: 1,68 m de altura y 52 kg de peso. Y piernas de templo griego. La incorporación al coro del establecimiento no era menor a los cuatro o cinco años.
Enrico Altavilla describe una escena que él tuvo oportunidad de ver donde una muchacha se bañaba en una tina de madera. Se dejaba enjabonar el cuerpo por una mujer “negra, gorda y vieja, vestida a modo de nodriza. Los reflectores iluminaban sólo la mano negra dejando en la oscuridad el resto de la escena; el paso de aquellas manos negras por el blanco cuerpo de la muchacha provocaba escalofríos y suspiros entre los espectadores, particularmente entre las mujeres”.
Tras el fallecimiento de Alain Bernardin, sus hijos –Didier, Sophie y Pascal- redefinieron la concepción del Crazy Horse de cara al nuevo siglo XXI. La dinámica impuso nuevos creadores de moda, músicos y el aporte de tecnología más sofisticada para la puesta en escena.
“El erotismo se transforma en algo interesante cuando se lo magnifica intelectualmente” reconoce Sophie Bernardin. “Se evita los pechos grandes pues nosotros buscamos ante todo buenas bailarinas. El cuerpo de una muchacha Crazy Horse es armónico y equilibrado”. Aunque la mayoría de su elenco es de origen francés, Sophie afirma que las hay de otros lugares y ella alienta esa diversidad: “Cuando se inauguró el cabaret había más extranjeras que francesas. La tendencia hoy es inversa, pues éstas danzan mejor y toman cursos de perfeccionamiento. Nosotros deseamos estimular la vista pero también el espíritu de manera de procurar lo que nos puede alimentar la fantasía. Esto es más europeo como objetivo”.
La siempre recordada Rita Renoir expresó que “el striptease es un acto dramático” aunque admite que tiene una enorme carga erótica. “Cuando yo hacía un buen strip- tease algo pasaba entre el público y yo, algo genuino. Era una sensación de verdadero contacto sexual”. Rita Renoir se arqueaba en una celda de caña de bambú donde se la veía prisionera. El público estallaba en aplausos cuando el acto se cerraba.
Jean Duvignaud afirma que “muchas mujeres experimentan esa sensación sobre el escenario pero son muy pocas las que están dispuestas a admitirlo”. En su evocación de la primera visita realizada al cabaret, dice: “Recuerdo cómo miraba con impaciencia elevar el telón mientras mojaba mis labios con champagne. Las luces languidecían, la música subía de volumen. Sobre la sala reinaba una tensión perceptible. Y la beldad hizo su aparición sobre el escenario. Surgen, en el arbitrario desorden de los recuerdos, el blanco cuerpo de Lili Niagara, resaltado por una lencería roja y negra, sus cabellos y sus ojos oscuros, su mirada dura, su inquietante boca de labios rojos que jamás tenían un asomo de sonrisa, y sus gestos felinos al desnudarse con desdén detrás de un biombo que resultaba incontenible para tanta fiereza”. La evocación continúa con otra figura estelar del género, Rita Cadillac, que desplegaba su actuación “con una lentitud y una ciencia de gran sabiduría, a punto tal que ese momento, contra lo que suele ocurrir en escenarios de Estados Unidos, se acompañaba con un gran silencio en toda la sala”.
Sophie Bernardin admite un viraje en la estética de los espectáculos de desnudo, si se los compara con los que organizó su padre cuando puso en marcha, hace más de cincuenta años, el famoso cabaret: “En la sociedad, la imagen de la mujer ha evolucionado profundamente. En Crazy Horse tal vez menos en la medida en que se ha guardado siempre el principio de las mujeres curvilíneas. La mujer es más pulposa que en las revistas, de buena figura pero rellenas, con piernas increíblemente largas. Miden todas entre un metro sesenta y seis y un metro setenta y dos”.
Sin embargo esos parámetros no son extremadamente severos. Se evita los pechos pronunciados porque se busca especialmente buenas danzarinas. El cuerpo de una integrante de Crazy Horse debe ser el de una armonía en equilibrio.
El espectáculo mantiene el costado sutil, la plasticidad del cuerpo exhibido con respeto y con garbo. “El erotismo porque sí, gratuito, no se corresponde con el espíritu de Crazy Horse. Es algo interesante cuando está intelectualizado y se magnifica. Procuramos siempre estimular la vista pero más el espíritu, de modo de buscar lo que nos puede hacer fantasear. Como derrotero es algo bien europeo”.
El público puebla los palcos y las mesas con su propia idiosincrasia. “Los americanos gritan, silban, participan en el show. Los italianos son cálidos y los franceses, más tímidos. En cuanto a los japoneses, ni se sienten; parecen de mármol”.