El 21 de marzo, Artigas cursó la invitación a los pueblos para elegir sus respectivos diputados, “cuyas personas deberán reunir las cualidades precisas de prudencia, honradez y probidad”. El lugar de reunión fue el alojamiento de Artigas frente a Montevideo, en una casa llamada Tres Cruces.
En la alocución que siguió a la inauguración del Congreso, Artigas reflejó los sinsabores sufridos hasta el momento. “Estamos aún bajo la fe de los hombres y no aparecen las seguridades del contrato… por eso una confianza desmedida sofocaría los mejores planes”. Advertía a los presentes que “es muy veleidosa la probidad de los hombres, solo el freno de la Constitución puede afirmarla”.
Recordó las amarguras de Salto, los campos ensangrentados de Yapeyú, Santo Tomé y Tapeby, las intrigas de Ayuí, el compromiso del Yi y las transgresiones del Paso de la Arena. Recordaba lo doloroso que había sido confiar en Buenos Aires. Parecía asomar en su discurso el germen de una secesión… pero no, Artigas reafirmaba su compromiso y lo dice con todas las letras: “Esto, ni por asomo se acerca a una separación nacional, garantir las consecuencias del reconocimiento no es negar el reconocimiento…”.
Al día siguiente, estos habían llegado a ocho puntos de coincidencia. Estos eran solicitar al gobierno central una satisfacción a los orientales por las conductas ofensivas de Sarratea y sus seguidores, ya que, a pesar de las actas enviadas, nada se había hecho para sancionarlo. Se comprometían a no levantar el sitio y esperaban que Buenos Aires continuase suministrando los auxilios necesarios a tal fin. Pedían, a su vez, que Buenos Aires no enviase “otro jefe para el ejército auxiliar de esta Banda, ni se renovará el actual”. En este punto, se notaba la armónica relación entre Rondeau y el jefe de los orientales. A su vez, se insistía con el tema del ejército auxiliar; el planteo del texto lo daba como una realidad consumada.
Los congresales de Tres Cruces también reclamaban el armamento perteneciente a los Blandengues comandados por Ventura Vázquez que había pasado a Buenos Aires junto a Sarratea.
En la convocatoria para la Asamblea del 14 de octubre de 1812, se establecía que las provincias debían enviar a Buenos Aires cuatro diputados, dos por cada capital de provincia y uno por cada ciudad de su dependencia, hecha la excepción de Tucumán que, a pesar de depender de Salta, se le habían reconocido dos diputados por su activa participación en la victoria del 26 de septiembre. Las elecciones orientales se ajustaban bastante bien al reglamento. Sin embargo, las autoridades de la Asamblea no lo vieron así.
El martes 13 de abril, se impartieron las instrucciones a los representantes del pueblo oriental donde se instaba a la declaración de independencia promoviendo el sistema confederado de gobierno con libertad civil y religiosa, propugnando la división de poderes y quitando las aduanas internas. Cada provincia levantaría su ejército además de tener su constitución. Para finalizar, proponía “que sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del gobierno de las Provincias Unidas”.
En cambio los diputados de Córdoba -Larrea y Posadas- (los mismos separados escandalosamente de sus cargos en la Junta Grande) más el presidente de la Asamblea, Carlos María de Alvear, colaboraron con otros diputados de origen masón para eludir la declaración de independencia por miedo a perder el apoyo británico que consideraban esencial para la sobrevida de las Provincias Unidas. Por de pronto, Alvear declaró el 8 de mayo que los diputados de las Provincias Unidas “son diputados de la Nación en general, sin perder por esto la denominación del pueblo al que deben su nombramiento, no pudiendo de ninguna manera obrar en comisión”. Esta sutileza legal era una trampa unitaria, como escribió el diputado por Tucumán, Juan Laguna. “Quien juró Provincias Unidas no juró la unidad de las provincias”.
En el caso de los orientales no se llegó a realizar ninguna proposición porque directamente se rechazaron los diplomas de los diputados, argumentando que no habían sido elegidos según las normativas. Para darle largas al asunto se le encomendó a Rondeau organizar un nuevo congreso en Maciel; a este podían excusarse de nombrar electores los pueblos de Paysandú, Yi, Porongos, Pintado y Cerro Largo atendiendo a su distancia, escasa población y “a que están esos vecindarios bastantes comprendidos con la gente que manda Artigas”. Discriminación más clara, imposible.
A su vez el doctor Valentín Gómez, el mismo que recogió el sable del Jefe español vencido en Las Piedras, en su carácter de funcionario del gobierno central, agregaba “que se reserva el gobierno implícitamente la facultad de aprobar, reprobar o dar cuenta a la Asamblea”. Es decir, Buenos Aires se reservaba el derecho de admisión.
Mientras tanto la Asamblea avanzaba con pasos dubitativos. Por más que se presentaron cuatro proyectos de constitución, tres de ellas eran de corte centralistas y elitistas (la causal de suspensión de ciudadanía dependía de su condición laboral -todo peón, jornalero o sirviente a sueldo no podía votar, al igual que los analfabetos). Un solo proyecto, que llevaba las siglas F.S.C (que podría atribuirse al diputado artiguista, Felipe Santiago Cardoso), era de neto corte federal, basado en la Constitución Norteamericana de 1787.
Ninguna de estas entró en vigencia, aunque sí lo hicieron una serie de estatutos que dotaron a las provincias de un esquema organizativo. Por ejemplo, la Asamblea adoptó un sello con una pica coronada con un gorro frigio, emblema usado por los revolucionarios franceses pero que había sido prohibido en su país de origen.
Por su lado, la Asamblea no aprobó el uso de la bandera propuesta por Belgrano, pero sí encargó al diputado López y Planes una “Marcha Patriótica” que, curiosamente, tenía varias alusiones monárquicas. Y si hablamos de nobles, la Asamblea prohibió el uso de los títulos nobiliarios, una norma de neto corte democrático pero que solo comprometió a dos personas en el territorio argentino: al marqués de Yavi y al barón Holmberg, que aun así continuaron haciendo uso de sus títulos.
El 13 de agosto, también abolieron los mayorazgos, norma superflua ya que entonces existía uno solo en el territorio nacional, el de la familia Brizuela y Doria en La Rioja.
El 24 de marzo, se declaró caduca la autoridad del Tribunal del Santo Oficio, es decir, la Inquisición que muy poco había actuado en estas tierras. Este decreto también era copia del emitido por las Cortes de Cádiz el 22 de febrero del mismo año XIII.
Pero el tema que siempre han exaltado los docentes argentinos ha sido la libertad de vientres. Esta norma nos ponía entre las naciones de avanzada en el tema de la filantropía -algo que hoy llamamos derechos humanos-. Sin embargo, había otros países que ya habían abolido la esclavitud como Francia e Inglaterra. El 4 de febrero de 1813, se declaró que todo esclavo que pisase suelo de las Provincias Unidas dejaba de serlo en ese instante por el solo hecho de estar en este territorio. Poca vida tuvo esta norma porque en noviembre de ese año Lord Strangford presentó una nota de queja del gobierno portugués donde pedía la derogación de esta ley que perjudicaba la economía del poderoso vecino con quien las autoridades de Buenos Aires habían entrado en tratativas para invadir la Banda Oriental a fin de sacarse de arriba las presiones federativas de Artigas. La Asamblea, prontamente, bajó su máscara humanitaria y derogó la norma. Los esclavos brasileros debían ser devueltos a sus dueños.
Por su lado, la ley de vientres -que en realidad copiaba la ley de la Corte de Cádiz de 1812 (los liberales americanos no podían ser menos que los liberales españoles)- fue responsable en parte de la desaparición de los negros en la Argentina. Resultó ser que el hijo de esclavos, cuando llegaba a cierta edad, no podía seguir viviendo en la casa del amo de sus padres -que seguían siendo esclavos-. Esto los obligaba a buscar una forma de sustento. ¿Dónde podían ir estos jóvenes sin instrucción ni medios? El ejército era lejos la mejor opción. ¿Por qué se extinguieron los negros en la Argentina? No fue por la fiebre amarilla ni por un capricho de la naturaleza sino porque eran excelente carne de cañón. Los jóvenes de color arrojados precozmente de sus casas murieron en las guerras y campañas que jalonaron la historia de la Argentina decimonónica.
La Asamblea del año XIII también suprimió el tributo que pagaban “nuestros hermanos, los indios”, siguiendo las leyes dictadas en Cádiz. La supresión de la mita, el yanaconazgo y servicios personales de los indios poco sentido tenían en el territorio de las Provincias Unidas, ya que hecha la excepción de algunas zonas del Alto Perú -que estaban en manos realistas- no existían ni mita ni yanaconazgo en territorio de las Provincias Unidas.
A pesar de que se declaraba a los indios “hombres perfectamente libres y en igualdad de derechos que los demás ciudadanos”, esta proclamada igualdad los privaba del Estatuto legal de tutela otorgada por la Ley de Indias. A su vez, esta “igualdad” poco significaba en la vida real porque los indígenas, peones, jornaleros o sirvientes a sueldo no tenían los derechos cívicos de ciudadanos (para esta limitación no había discriminación de raza ni credo).
En junio de 1813, también se aprobó la libre exportación de monedas y lingotes de oro y plata que fueron prontamente acaparadas por los extranjeros y sus intermediarios porteños en desmedro de la economía de los pueblos del interior obligados a trocar su modesta producción por mercaderías importadas a precios cada vez más caros.
Esta desaparición del metálico, acompañado de gastos extraordinarios para continuar con la actividad bélica, llevó a un espiral inflacionario que rondaba el 6% anual. Justamente para soportar estos gastos se aprobó la recaudación de “contribuciones extraordinarias” que, como todo impuesto, no fue bien recibido. No en vano el decreto que ordenaba tres días de iluminación y festejo por la reunión de la Asamblea no despertó el fervor popular que las autoridades esperaban. Para hacer cumplir esta orden de celebración, los alcaldes de barrio debieron ir casa por casa para conminar su ejecución.
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Extracto del libro Artigas: un héroe de las dos orillas de Omar López Mato – Editorial El Ateneo, 2011.