Si para T.S Eliot, abril es el mes más cruel, podemos afirmar que julio es el mes de las revoluciones. No solo se celebra nuestra independencia, declarada en 1816 en Tucumán, sino también la artiguista, proclamada un año antes en Arroyo de la China.
También se declaró la norteamericana (4/7/1776), así como las independencias de Burundi (1/7/1962), Ruanda (1/7/1962), Colombia (20/7/1810), Perú (28/7/1821) Venezuela (5/7/1811), Liberia (26/7/1847), la de las Islas Salomón (7/7/1978) y Bahamas (10/7/1973). En ese mes hubo una revolución en Egipto (23/7/1952), comenzó la revolución cubana (el 26/7/1953) y la sandinista (19/7/1979) en Nicaragua.
Además, en julio es el Día Nacional de Canadá (1/7), de Bielorrusia (3/7), de Malawi (6/7), de Comoras (6/7), de Palaos (9/7), de Mongolia (11/7), de Montenegro (13/7), de Puerto Rico (4/7) y de Vanuatu (30/7).
Sin embargo, la más recordada por su valor simbólico es la Revolución Francesa de 1789, que comienza con la inauguración de los Estados Generales como un intento de Luis XVI de encontrar una solución a la grave crisis financiera que padecía el reino.
Entre los convocados estaba el “Tercer Estado”, representado por una burguesía ilustrada que convocó a la Asamblea Nacional y expresó, con el Juramento del Juego de la Pelota (Jeu de paume), la firme intención de proclamar una constitución, a pesar de las presiones de la monarquía.
Cuando la aristocracia rechazó reunirse con los miembros del Tercer Estado, esta burguesía, guiada por las ideas liberales de Voltaire, Rousseau, Mirabeau, Marat y Montesquieu, transformó el movimiento, hasta entonces pacífico, en una revolución violenta con la Toma de la Bastilla, una prisión que ya casi no se usaba, pero era símbolo del despotismo monárquico desde los tiempos de Richelieu. Se suele creer que fue un movimiento masivo, pero se estima que apenas mil combatientes fueron responsables de tomar la Bastilla (de los que 98 murieron y 73 resultaron heridos).
De hecho, la prisión estaba defendida por solo cien soldados, y de ellos, los únicos muertos fueron el alcalde Bernard de Launay y el preboste de mercaderes de París (algo así como el intendente de la ciudad), Jacques de Flesselles.
Todos los autores coinciden que la destitución de Jacques Necker, el ministro de finanzas que había convocado a los Estados Generales para ordenar la economía del reino –que no solo implicaba sanear las cuentas sino quitar las prerrogativas de la nobleza y el clero–, fue el detonante del estallido popular.
Necker, un banquero ginebrino (1732-1804), fue reclamado por los revolucionarios para emprender la reforma fiscal que exigía la burguesía. Su gestión fue eclipsada por el fervor revolucionario (declaración de los Derechos del Hombre y la instalación del Terror). Un año más tarde, volvía a sus posesiones en la pacífica Suiza.
La revolución de 1789 se ha convertido en el paradigma de los movimientos populares, generalmente conducidos por individuos de una formación intelectual superior, que supieron canalizar el descontento popular por las sucesivas crisis económicas, propias de autócratas con tendencia al despilfarro en beneficio propio o de un grupo afín que se hace del poder y difícilmente lo ceda sin luchar.
En toda revolución hay un Robespierre y un Danton, un Marat y un Saint Just. Siempre habrá jacobinos y girondinos, exaltados y moderados.
En definitiva, la monarquía de los Borbones no estuvo a la altura de las circunstancias. Gastó fortunas para asistir a las colonias norteamericanas, que con su independencia obtuvieron más derechos que los franceses.
La aristocracia no quiso ceder sus prerrogativas, que al final perdió en pocas semanas, y dudó cuando debió tomar las medidas necesarias para defenderlas. Por último, pero no por eso menos importante, en una economía dependiente del agro, tres años de malas cosechas afectan al humor social y facilitan los procesos de cambio.
El reclamo se convirtió en una reacción violenta que desembocó en una lucha implacable bajo consignas abstractas e idílicas como libertad, igualdad y fraternidad.
El terror desencadenado por esta exaltación se puede resumir en la frase de Marie-Jeanne de la Platière, un revolucionario moderado, quien camino a la guillotina exclamó: “Libertad, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre”.
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Esta nota fue publicada en Clarín