Los muertos de mayo

El 25 de mayo de 1811 se levantó en la que hoy llamamos Plaza de Mayo un humilde túmulo de ladrillos con forma de obelisco, pero que los porteños insistimos en llamar Pirámide. A su pie se enterraron los restos de los dos primeros oficiales muertos en la lucha por la libertad de la patria, se llamaba Manuel Artigas (primo de José Gervasio) y Felipe Pereyra de Lucena. Solo tardaron 92 años en colocar la placa alusiva y se debió a la amistad que tenía el Dr. Carlos Pellegrini con los Pereyra de Lucena.

Pero para ese entonces ya habían fallecido dos de los integrantes de la Primera Junta, el padre Manuel Alberti y su fogoso secretario Mariano Moreno.

Esto es una crónica de las enfermedades, problemas de salud y óbito de los miembros de la Primera Junta que gobernó nuestro país.

Manuel Maximiliano Alberti (1763-1811), único religioso de la Junta, era un apasionado político y periodista que mantuvo posiciones encontradas con Cornelio Saavedra y con el Dean Funes. Estas controversias pesaron sobre su salud y a fines de enero de 1811 se descompuso. Pensando que le había llegado el momento de presentarse ante el Creador tuvo a bien dictar testamento para poner sus asuntos mundanos en orden, cediendo sus bienes a sus hermanos (entre sus posesiones se contaban varios esclavos que pasaron a manos de su familia, hecha la excepción de un anciano al que concedió la libertad). El 31 de enero falleció a causa de un ataque al corazón. Sus restos fueron enterrados en la Iglesia de San Nicolás de Bari, templo del que era párroco Cuando dicha iglesia se demolió para dar lugar al Obelisco, sus cenizas se extraviaron.

Más complejo fue el final del secretario de esta Junta, el Dr. Mariano Moreno (1778-1811), quien después de un largo enfrentamiento con Cornelio Saavedra, inició una larga tradición en la política argentina: la del opositor que es nombrado embajador. Partió hacia su misión en Inglaterra pocos días antes que muriera el presbítero con quien había tenido algunas diferencias por la conducción del periódico La Gazeta de Buenos Ayres. Marchaba acompañado por su hermano Manuel (quien con los años se graduaría de médico) y Tomás Guido (el amigo leal de San Martín), a los que les comentó: “Algo funesto se anuncia en este viaje…”. Y resultó ser así. Su hermano describió el padecimiento de Mariano que “vio venir su muerte con la serenidad de Sócrates”, aunque por la descripción que se ha hecho de su sintomatología su muerte, no fue tan serena como la del filósofo, ya que vivió sus últimos días atormentado por dolores y un profundo malestar que se acentuó cuando el capitán de la fragata que lo conducía a Inglaterra (“Fame”), Walter Bathurst le administró, a espaldas de sus acompañantes, cuatro gramos de tartaro de antimonio, un poderoso vomitivo.

Si bien existe una discusión sobre la dosis administrada, los tratados de farmacología sostienen que de haber sido esa la cantidad, era una dosis mortal. Como no se hizo autopsia por estar en alta mar, nunca se sabrá realmente si fue un asesinato, aunque todo apunta a un crimen premeditado. Mariano Moreno inicia otra costumbre nacional: fue el primer político asesinado  sin que se sepa a ciencia cierta quién instigó su muerte. Todos apuntaron a Saavedra, quien después de pasar unos meses de obligado exilio en San Juan, buscó refugio en Chile donde el mismísimo Juan José Paso (1758-1833) lo fue a buscar para pedir su extradición a fin de  ser juzgado por este crimen. Al enterarse de su óbito y de que Moreno fue arrojado al océano (en un ataúd cubierto con la bandera inglesa), Saavedra exclamó: “Se necesitaba tanta aguata para apagar tanto fuego”, frase que a pasado a la historia para recordar a este prócer.

El próximo en pasar a mejor vida fue Juan José Castelli (1764-1812) en el mes de octubre, víctima de un cáncer de lengua. De destacada actuación en el Cabildo abierto del 22 de mayo, junto a Moreno compartía ideales rousseaunianos que en el ámbito de la revolución se convirtieron en jacobinos, más cuando votaron por la muerte de Liniers y la expulsión del exvirrey Cisneros (en una oscura operación de exportaciones de frutos del país sin pago de derechos aduaneros, ideada por Larrea). Después de su discutida actuación en el ejército del Norte y la derrota de Huaqui (20 de junio de 1811), debió volver a Buenos Aires donde fue procesado. Su complejo juicio se extendió hasta su fallecimiento y prescribió con su muerte. En sus momentos finales, privado del habla, escribió sus últimas palabras: “Si ves al futuro, dile que no venga”. Fue conocido como el orador de la revolución por su elocuencia, aunque sus enemigos le decían “Piquito de Oro”.

Manuel Belgrano (1770-1820), primo de Castelli, fue el próximo en presentarse ante el Creador. Su actuación como funcionario, militar y diplomático le valieron el título (disputado con San Martín) de el “Padre de la Patria”, aunque sus méritos y desinteresado patriotismo no lo hayan privado de juicios y de la prisión. De hecho, en su último viaje, llegó a Buenos Aires encadenado. Falleció después de una prolongada agonía por una insuficiencia cardiaca secundaria a una malaria que evitó que la sífilis que padecía desde su juventud, lo privará de su juicio. Sus apasionados desbordes durante su permanencia en Salamanca habían  dejado esta secuela muy frecuente en el siglo XIX. La sífilis evoluciona en sus periodos finales hacia un deterioro psiquiátricos caracterizado por una megalomanía. A principios del siglos XX Julius Wagner-Jauregg describió que induciendo fiebre con el plasmodio que produce la malaria se evitaba este deterioro final de la enfermedad. Por este tratamiento, a Wagner-Jauregg le fue concedido el Premio Nobel. La malaria que lo atormentaba asistió a evitar este deterioro mental final.

Don Cornelio Saavedra (1759-1829), presidente de la Junta y hombre fuerte de gobierno patrio que mantuvo una posición antagónica al jacobismo morenista, literalmente desaparece del escenario político desde fines de 1811. Su figura pasa desapercibida para la mayor parte de los argentinos que desconocen los procesos legales que hostigaron a don Cornelio.

Como los antiguos jerarcas españoles, fue sometido a juicio de residencia y condenado a ser un “extraño fuera del territorio de las Provincias Unidas”. Este dictamen fue suspendido en más de una ocasión ya que los sucesivos gobiernos no se ponían de acuerdo en el destino del exjefe del Regimiento de Patricios. Finalmente fue rehabilitado a partir de 1819 y en 1821 fue amparado por la Ley del Olvido.  

Murió en 1829 a los 69 años de una afección cardíaca. Su accionar por el país fue reconocida por Juan Manuel de Rosas y el general Tomás Guido, el mismo que casi 20 años antes acompañara en su agonía a Mariano Moreno.

Domingo Matheu (1765-1831) murió el 28 de marzo y era uno de los dos españoles que participaron de la Primera Junta, como uno de los más importantes comerciantes de Buenos Aires. Fue uno de los encargados de la primera fábrica de armas y uniformes. Desde 1817 se retiró de la vida política y falleció a los 66 años por un trastorno cardiovascular. Su principal biógrafo fue su hijo que se identificó tanto con la gestión de su padre que, curiosamente, redactó su “autobiografía” (sic).

Dos años más tarde, en 1833, moría Juan José Paso, quizás el más destacado de los miembros de la Junta después de Belgrano.

De activa vida política en nuestra primera década de vida institucional, fue uno de los declarantes de la independencia y autor de nuestras  primeras  Constituciones  (1819-1826), que casi no tuvieron vigencia. Su posición política le costó persecuciones y hasta prisión. Entre las muchas curiosidades de su vida está la persecución hasta Chile de Saavedra por la muerte de Mariano Moreno, haber salvado de morir fusilado al almirante Brown; fundar el primer Banco de Descuentos y desempeñarse como asesor de Dorrego y de Rosas. Al retirarse de la política tomó las órdenes terciarias franciscanas.

Falleció el 10 de septiembre en la pobreza, a pesar de haber alcanzado puestos encumbrados. Su muerte, a diferencia de Belgrano, Saavedra y Matheu, no pasó desapercibida y los diarios se hicieron eco de su prolífica trayectoria. El gobernador Juan Ramón Balcarce (1773-1836) emitió un decreto honrando la memoria de este hombre público y sus restos fueron inhumados en el cementerio de la Recoleta, despedido por una extensa comitiva.

El brigadier Miguel de Azcuénaga (1754-1833) murió unos meses después de Paso y fue el más longevo de los integrantes de la Primera Junta. Vivió casi 80 años.

Al igual que los otros miembros de la Junta, sufrió prisión, fue desterrados a San Juan y perseguido por haber participado en la sanción de la Constitución en 1819.

Por su amistad con Dorrego fue expulsado de Buenos Aires por Lavalle. Pertenecía a lo más rancio de la sociedad porteña y al momento de su muerte aún se desempañaba como legislador se la ciudad.

Murió el 19 de diciembre de 1833 por un accidente vascular. Su quinta de Olivos se convirtió en la residencia presidencial al ser donado por uno de sus herederos. La casa fue diseñada por Prilidiano Pueyrredón.

El último supérstite de esta Primera Junta fue Juan Larrea (1779-1847), el otro español que integró la Junta como ideólogo de la economía y finanzas. Gracias a él se formó la primera escuadra nacional y con él comienza una antigua tradición argentina de funcionarios que se enriquecen en el ejercicio de la función pública.

Se lo acusó de aprovechar el viaje de Cisneros para enviar mercadería propia sin pagar la tasa aduanera, de vender armas al ejército con suculentas comisiones, al igual que naves a la  armada a mayor precio del que correspondía. Estuvo preso por estas y otras cuestiones y prefirió vivir en Francia por un tiempo donde tenía fluidos contactos. Como los negocios no prosperaron en el país galo, volvió al país en tiempos de Rosas. Don Juan Manuel lo tenía a Larrea entre ojo y ojo, vaya uno a saber por qué circunstancias del pasado. Así que aprovechó para hacerle dificultoso llevar adelante sus negocios. Viéndose en la ruina, Larrea se suicidó cortándose el cuello. Sus restos se han perdidos en algún rincón de la Recoleta.

De esta forma, en sus pesares y en los momentos finales, recordamos a los integrantes de la llamada Primera Junta (que no fue realmente la primera porque durante el 24 de mayo se formó una donde participaba Cisneros, pero causó tanto revuelo la participación del ex virrey que se la dejó de lado y se constituyó la integrada por los caballeros que citamos ut supra).

Este sucinto relato quizás incomode a algunos lectores que han crecido con una versión almibarada de la historia creada para convencer a los inmigrantes de la grandeza de los creadores de su nueva patria. Dados los años de decadencia, dicha versión ha perdido vigencia. Ha llegado el momento de sincerarnos y entender que la Argentina fue creada por hombres de carne y hueso, con virtudes y defectos –a veces, muchos defectos– en los que podemos reconocernos como un espejo que no deforma nuestros desperfectos y nos permite contemplar una realidad que, en momentos de apogeo, nos negamos a ver.

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