El aro de oro: la muerte del coronel Aquino

La primera vez que Justo José de Urquiza pronunció su famosa frase sobre los vencedores y los vencidos fue ante los muros de Montevideo. Allí se había dirigido a incorporar a las tropas argentinas enviadas por Juan Manuel de Rosas para asistir al general Manuel Oribe durante el Sitio Grande.

Urquiza no quería enfrentarse a Oribe y menos aún éste al temido entrerriano. De allí que enseguida los dos caudillos llegaron a un acuerdo y Urquiza zanjó la situación con este ecuánime “Ni vencedores ni vencidos”.

Así fue como Urquiza se hizo de varios cientos de soldados argentinos que habían sido enviados a pelear junto a los blancos en la vecina orilla.

Estos hombres rescatados por Urquiza no siempre tenían muy claras las fidelidades partidarias. Sin mucho preguntar se sumaron al Ejército Grande que se dirigía a Buenos Aires ¿Contra quién iban a pelear ? ¿A quiénes respondían? Muchos no lo sabían… Lo importante era que volvían a su terruño.

Las tropas rescatadas fueron distribuidas en distintos batallones bajo el mando de oficiales que habían vuelto de su exilio para luchar con Rosas. Uno de ellos era el coronel Pedro León Aquino, guerrero de la independencia formado en la escuela del general José María Paz, hecho a las contiendas que desangraron a los argentinos, en Quebracho Herrado y las batallas junto a Juan Lavalle.

Como muchos oficiales de la independencia, Aquino lucía un aro de oro en la oreja como miembro de una cofradía de héroes. Pacheco, Barcalá, Bogado y Frías eran algunos que compartían con orgullo esta insignia, pero ahora muchos peleaban en bandos contrarios.

Aquino era un duro oficial que intentó poner orden en esta tropa de soldados bastante indisciplinados por años de falta de rigor frente a los muros montevideanos. El coronel estaba dispuesto a convertir a esta “montonera” en un aguerrido batallón. A tal fin, acampaba lejos del Ejército Grande para instruir a sus soldados en las voces de mando y tácticas de combate, bajo su férrea supervisión. No le temblaba el pulso al coronel cuando había que aplicar sanciones ante la mínima insubordinación. Había que disciplinarlos y lo único que entendían estos hombres, era el rigor. A cepo, estaqueada y látigo los iba a convertir en soldados. Un día, un tal sargento Flores, hombre nacido en el Tuyú con ascendencia sobre la tropa, le respondió con mal tono al coronel y éste no se anduvo con vueltas. Por dos días lo dejó en el cepo, rumiando su suerte.

La noche el 10 de enero de 1852, Aquino había invitado a su amigo Bartolomé Mitre a cenar al campamento en un lugar llamado Espinillo. Ese día Aquino había cazado varios patos con los que los habría de agazajar al entonces coronel Mitre y al mayor Carlos Forest, antiguos compañeros de exilio.

Ese día la suerte estaba del lado del futuro presidente (como la estaría por largos años hasta su muerte en 1906) porque la partida se extravió y no encontraron el campamento del regimiento Aquino hasta que divisaron las fogatas. Les resultó extraño el silencio. Ni un relincho, ni un ladrido. Forest dio el santo y señaló, pero no tuvo respuesta. Entonces fue que percibieron los cuerpos cercanos a las fogatas. Pensaron que estaban dormidos hasta que se percataron del horror. Eran cadáveres mutilados, incluyendo el del mismo Aquino que había sido decapitado y arrancada su oreja con el aro que en vida luciera con orgullo. A su lado estaba el sargento Lorenzo Elgueta, antiguo soldado de San Martín.

Encontraron al mayor Florencio Terrada atado y amordazado pero vivo. Fue él quien narró la tragedia de esta noche en que los hombres de Flores atacaron aviesamente a sus superiores a quienes ultimaron con tal saña, que no se detuvieron hasta mutilarlos.

Con la oreja de Aquino como tesoro huyeron los hombres de Flores a ponerse bajo las órdenes de Rosas quien recibió a los desertores con honores. Dicen que el tal Flores le quiso regalar la oreja de Aquino a Rosas, pero éste la rechazó disgustado. Estos hombres pelearon desesperadamente en Caseros y cuando vieron que la derrota era inminente, huyeron del campo de batalla para escapar de la sanción que los esperaba.

La consigna de don Justo de no haber vencedores ni vencidos se vio postergada hasta concretar la retaliación que llegó después de batirse en el Palomar de Caseros. Antes había que arreglar cuentas …

Los integrantes del batallón Aquino fueron capturados uno por uno y ejecutados en el largo camino que conducía del caserón de Rosas en Palermo al centro de Buenos Aires. Sus cadáveres quedaron colgados hasta pudrirse mecidos por la suave brisa que llegaba del río.

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Esta nota también fue publicada en Ámbito

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