Encarnación Ezcurra: La casa de la mazorquera

Los últimos días del mes de abril de 1858 fueron de gran agitación en aquella parte de la ciudad. Como si el tiempo corriera más rápido de lo acostumbrado, se advertía a un gran número de obreros del gobierno de Buenos Aires entrando y saliendo de la casona, llevando y trayendo tierra, agua, madera, hierro y vidrios, para la puesta a punto final de la obra. Pesaban sobre las espaldas de esos hombres nueve meses de intensos trabajos, sometidos a duras tareas por turnos y con la Espada de Damócles sobre sus cabezas de la imperiosa orden de terminar hasta los más mínimos detalles para la gran inauguración. Afuera, como acompañando la agitación que vivían los trabajadores dentro de la gran casa, otros obreros terminaban el empedrado de las calles con las piedras traídas de la isla Martín García e iluminaban las esquinas del barrio con farolas a gas y flameros decorativos. Cerca de allí, hogueras encendidas en algunos espacios baldíos, donde se consumía la basura largando un olor pestilente y nauseabundo, eran señal de que algunos brotes de fiebre amarilla comenzaban a convivir con el barrio.

Los vecinos de “Catedral al Sud”, nombre que recibía la zona situada hacia el bajo de la gran iglesia de Buenos Aires, por medio de suscripciones entre sus habitantes, y la Comisión de Educación del gobierno, encargada de las quince escuelas parroquiales de esa zona, fueron los artífices de la remodelación de la vivienda destinada a un uso muy diferente al que había tenido. Un salón principal con capacidad para ciento cuarenta y cuatro asientos destinados a los niños, más tres salas para clases y tres más para recitación, eran apenas una muestra de lo que allí se había logrado. En las calles se comentaba que el espacioso patio, que otrora había tenido la casa para solaz y regocijo de la familia que la habitó, estaba techado íntegramente para que ni el sol ni la lluvia pudieran interrumpir las actividades futuras. Una novedosa iluminación instalada en los techos de las habitaciones completaba la obra, mostrando hasta dónde había llegado la modernidad a la ciudad.

El 27 de abril de 1858, durante la mañana, la Escuela Superior de la Parroquia de la Catedral al Sud, como se la llamó luego en los papeles, quedó oficialmente inaugurada. Fue la primera escuela modelo de varones que se abrió en Buenos Aires y en todo el país y además la primera que tuvo vinculación directa con el gobierno provincial. Antiguamente la educación la impartían los religiosos y eran ellos quienes controlaban el aprendizaje de los niños. Ahora, la nueva escuela, reuniría una serie de in novaciones pedagógicas y tecnológicas para ser tenidas en cuenta en los establecimientos que en breve comenzaran a crearse.

La nueva institución abrió sus puertas en el mismo sitio donde hasta hace poco había funcionado el Departamento de Escuelas y donde en el pasado se habían tejido asuntos alentados por delaciones, chismes, conspiraciones, persecuciones y muertes. La historia daba un giro en ese sitio otrora teñido de barbarie y violencia y le imprimía un presente y un futuro cargados de civilización y porvenir.

Aunque las autoridades no repartieron esquelas de invitación, salvo a los inspectores de manzana, fue tal la con currencia a la inauguración que la mitad de los vecinos debió escuchar los discursos desde la vereda. Las voces se fueron sucediendo unas tras otras y en diferentes idiomas, para sorpresa de muchos de los oyentes que no alcanzaron a ver los rostros de quienes hablaban. Primero tomó la palabra el doctor José Roque Pérez, uno de los más activos ciudadanos de la parroquia y a su vez miembro conspicuo de la sociedad en ese momento.

Era un prestigioso abogado y había fundado el año anterior La Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones, en donde revestía el cargo de Gran Maestre. Sus palabras fueron precisas y con estilo, para darle paso luego a Raoul Legout, pedagogo francés designado director de la flamante escuela. A su turno tomó la palabra monsieur Le Long, ex inspector de instrucción primaria en Francia y luego lo hizo mister Scully, un norteamericano que había dado un curso de caligrafía de gran éxito entre los maestros. Atento, entre todos esos hombres y festejando en medio de sones militares y cohetes que se lanzaron cada tanto para regocijo de los niños, el senador y jefe del Departamento de Escuelas Domingo Faustino Sarmiento, mostraba su mejor rostro. De pie, ubicado en el centro de la escena y sin ocultar que él era el verdadero ideólogo y respon sable de todo lo que se estaba viviendo, pronunció también su discurso. Tiempos de tiranía y opresión quedaban atrás y una Argentina nueva era llamada a posicionarse entre las primeras naciones del continente, sentenció el sanjuanino con su voz más firme.

La nueva escuela se ubicó en una de las zonas más privilegiadas de la ciudad. Concretamente en la manzana donde antiguamente los padres jesuitas tenían su iglesia y habían construido su Residencia y Colegio para educar a lo más granado de la sociedad porteña durante la Colonia. Los años transcurridos y los vaivenes políticos vividos tras la expulsión de los religiosos en 1767, los sucesos de Mayo de 1810 y de Caseros en 1852, no le habían restado valor ni significación al lugar. Así lo sintieron las autoridades y los curiosos que presenciaron la inauguración aquella mañana.

De riguroso traje negro y con postura de vencedor, Sarmiento no necesitó desandar demasiado los hilos de la historia para postular que estaba levantando un palacio del saber en el mismo sitio en donde se habían ideado patíbulos y cadalsos. Sabía mucho de eso y lo tenía presente. Él había sido víctima de ese tiempo de intolerancia pero también era deudor de lo que esos años le habían permitido lograr. Estaba parado nada más y nada menos que en la que fuera la casa del ex gobernador Juan Manuel de Rosas y su esposa Encarnación Ezcurra, que también había sido usada como casa de gobierno hasta que el “Restaurador de las Leyes” se mudó a su casona en Palermo a fines de 1838.

Perseguido por el régimen rosista, al que combatió con encarnizamiento, Sarmiento se había exilado en Chile, salvando su pellejo de las censuras ideológicas impuestas. Encolumnado con el grupo unitario en su San Juan natal, el país trasandino le dio asilo y trabajo permitiéndole ver a la Argentina con otros ojos y escribir sobre ella. Producto de eso fue su Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, que comenzó a publicar como folletín a principios de mayo de 1845 en el diario El Progreso y que ese mismo año vio la luz como libro. En él analizó cómo había gobernado Rosas la Confederación Argentina durante los últimos años, intentando explicar la sistematización desde el gobierno de lo que caracterizó como barbarie. Habían adherido al régimen una pléyade de caudillos, entre los que sobresalió Quiroga, que le fueron leales en las provincias aplicando la violencia en forma salvaje como método de control político.

La Argentina todavía sufría severos problemas varios años después de la caída del tirano. Entre ellos la escasez de población, la extensión de su territorio, el atraso económico y la falta de vías de comunicación adecuadas, el analfabetismo, los agresivos y activos indígenas en el Sur que asolaban las fronteras y se llegaban con malones a las ciudades y la herencia cultural española, que seguía enquistada en la conciencia de la mayoría.

Sarmiento pensó, mientras miraba al público y a ese edificio de claro estilo neoclásico, que la nación se había liberado de la opresión en Caseros pero que urgía alumbrar un camino diferente. Rosas vivía en el exilio en Inglaterra y hacía cinco años que Buenos Aires y la Confederación marchaban por carriles separados. Se necesitaba conciliar las posturas antagónicas que tanto habían dividido al país. Además, era vital una buena política inmigratoria para poblar el inmenso territorio, una adecuada modernización tecnológica con el ferrocarril como punta de lanza para acortar distancias y activar la economía. También se imponía crear escuelas públicas para educar a los ciudadanos y salir del atraso de siglos.

Cuando se exilió en Chile, Sarmiento aprovechó los vínculos con el gobierno de Bulnes y su relación con Manuel Montt y partió de viaje por el mundo para estudiar los sistemas educativos de Europa y Estados Unidos en 1845. Gracias a esa experiencia pudo escribir cuatro años después De la Educación Popular y plantear en ella la necesidad de civilizar a partir del conocimiento. En ese tiempo abrevó en toda clase de novedades literarias y filosóficas y con la experiencia acumulada regresó al país para convertirse en un referente en materia de educación. Fue Pastor Obligado, gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien lo convocó a trabajar para llevar adelante su desafío. Desde 1856 el cuyano ocupaba la jefatura del Departamento de Escuelas, que funcionaba en la propia casa de Rosas, decidiendo sobre temas de enseñanza. Nada mejor que transformar esa inmensa casona y la propia sede del Departamento en un establecimiento modelo. También, restablecerles el sueldo a los maestros que lo tenían suspendido desde 1838.

El satisfecho funcionario tragó la saliva dulce del éxito que cada tanto depara la vida. Lo hizo sabiendo que en el mismo sitio en donde ahora estaban los asientos anatómicos giratorios llegados desde Estados Unidos para los niños, con tinteros en el frente y rejillas para los libros y cuadernos, Juan Manuel de Rosas y Encarnación, su ladera más fiel, habían recorrido esa casa siendo amos y señores de todas las provincias argentinas. Por ella habían caminado en su diario trajinar aquel hombre y esa mujer mientras dirigían los destinos de la Confederación. Ahora, los únicos protagonistas eran los niños que corrían por la nueva escuela, ansiosos por comenzar a usar los lápices y papeles para estudiar.

Nada quedaba hacia 1858 de aquellos elegantes salones convertidos luego de Caseros en oficinas públicas por orden de Urquiza. Tampoco los muebles que tantas veces cobijaron a tertulianos y acólitos que asistieron al salón de madame Ezcurra, a conversar sobre novedades o a besar sus manos y pedir favores. Todos los objetos habían sido removidos apenas Rosas se marchó al exilio para ser puestos a la venta en subasta pública. Igual suerte corrió el resto de sus bienes, que pasaron al gobierno de la Confederación.

Los dos patios que supo tener la vivienda para solaz de los Rosas y los Ezcurra, uno con naranjos y el otro con flores y plantas selectas coleccionadas por la dueña de la casa, habían desaparecido al igual que el mirador que estaba en el medio de la propiedad. Sarmiento sabía de ese observatorio porque lo había visto en los planos y sobre él se habían narrado muchas historias. A este sitio se ascendía por medio de una escalera en espiral de caoba y desde esa azotea se podía observar la ciudad en un giro de 360º. El río, la rada, la Catedral, las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, San Miguel y San Ignacio, entre otras, con sus cúpulas mohosas, podían ser abarcadas todas juntas con la mirada en un instante. Buena parte de la arquitectura de Buenos Aires podía observarse desde ese mágico punto como si fueran un Argos de mil ojos. En la parte superior de este atalaya, Rosas y Encarnación tenían un moderno catalejo, al decir de algunos viajeros que lo habían conocido, con el cual recorrían las calles, el colegio que había sido de los jesuitas, los alumnos saliendo de él, las residencias particulares, el palacio virreinal y hasta el hospital en su diario movimiento. Con ese instrumento escudriñaban minuciosamente a los paseantes y a sus acompañantes, conociendo hasta sus más mínimos movimientos sin que los observados se dieran cuenta. Todavía se contaba la anécdota de que Rosas había retado al máximo de los jesuitas, que habían retornado al país con su permiso, al descubrir que los alumnos no llevaban la divisa punzó en el patio ni en las aulas del colegio.

Sarmiento dirigió su mirada hacia donde había estado la torre que llevaba a ese observatorio y sintió satisfacción de que nada quedara de él. En ese espacio de la casona Rosas había acondicionado un departamento con piso de mármol teselado de rojo y blanco, al que pocos podían acceder. Allí estaba su habitación favorita y en ella pasaba en soledad las pocas noches que se quedaba en la ciudad. En el piso inferior, rodeado de amplias galerías, se encontraba la habitación de casado, que compartía el matrimonio en contadas ocasiones cuando él dejaba la campaña para llegarse hasta la casona. Una gran chimenea de mármol le daba calidez al hogar, siendo el elemento más atípico y lujoso de la construcción.

Si Rosas fue el amo absoluto de los altos de la casa –toda una novedad para la época–, Encarnación lo fue del resto. La vivienda era inmensa y conservaba aún hacia 1858 sus más finos detalles. Se entraba a ella por la calle De los Representantes, actual Perú, y también por Restaurador Rosas, una entrada secundaria, hoy Moreno.

Así como los Rosas-Ezcurra escudriñaron la vida de los otros, los que vivieron cerca de ellos conocieron de los movimientos de la familia y de quiénes entraban y salían de su morada. También de la Casa de Gobierno y sus dependencias.

Sarmiento podía vanagloriarse de que en esos salones donde estaban ahora parados hubiera habido cambios y se respirara civilidad. Nada se parecían esos ambientes a las habitaciones que habían cobijado a gente de mala calaña cuando los sucesos políticos de 1833. Por aquel tiempo Rosas había partido al Sur, a la frontera Norte del río Negro, a fin de extender los límites protegidos por lo indios leales. En Buenos Aires habían quedado divididos los federales entre los que lo seguían, bajo el mote de apostólicos, y los que no se encolumnaban con él, con el nombre de cismáticos, grupo que aprovechó su ausencia para socavarle poder. Balcarce gobernaba en ese momento con el consentimiento de Rosas y la renovación de representantes en la Legislatura se presentó como una buena ocasión para destronarlo. Fue durante esta ausencia que el gobierno, ciertamente distanciado del gran jefe federal, dispuso una serie de investigaciones a los periódicos de Buenos Aires por supuestas críticas a la administración. Uno de los primeros afectados fue El Restaurador de las Leyes, de tendencia rosista. Este hecho alertó a la gente de la campaña y de las afueras de la ciudad leales a Rosas, que creyó que se iba a juzgar al propio caudillo teniendo en cuenta que ése era el nombre que se le daba.

De todos los rincones de la provincia se movilizaron, protestando por semejante acción. Liderados por Encarnación, que probablemente fomentó el mal entendido, esta gente, a la que se unieron carniceros, empleados, matarifes, carpinteros y comerciantes, se llegó hasta la Sala de Representantes presionando con cánticos, piedras, palos y balas para que no se juzgara a Rosas. Fue tal el descontrol y los destrozos que el gobernador Balcarce debió renunciar y Viamonte reemplazarlo, resultando fortalecido una vez más el rosismo.

Encarnación fue la líder de aquella jornada y de ese movimiento, alcanzando una cuota de poder nunca antes visto en una mujer en el Plata. Conocida como la “Revolución de los Restauradores”, fue ella la que en ausencia de su marido convocó al populacho a que se juntara para mostrar su rabia en defensa de su esposo. Ella promovió ese levantamiento político a través de la organización de la Sociedad Popular Restauradora, cuyo brazo armado, la Mazorca, comenzó a actuar con eficacia en ese año. Encarnación y su hermana María Josefa reclutaron lo más popular de la sociedad, armando un entramado de matones, delatores y violentos para proteger la causa. Hasta su casa se llegaron los coroneles Cuitiño y Mariño y los generales Reyes y Pinedo, entre otros, a escuchar las órdenes de “madama Rosas”, la “benemérita señora” o la “Heroína de la Federación”. Lo más selecto de la sociedad federal porteña se rindió a sus pies y gente del hampa se dio cita en su casona para después salir a imponer el imperio del puñal. El comandante Julio González Salomón, uno de los fundadores del grupo, en contró a menudo las puertas abiertas de la vivienda, y a doña Encarnación siempre dispuesta a mantener largas charlas conél y prodigarle atenciones. Los tuteó, les palmeó las espaldas y les habló como ellos hablaban, consiguiendo meterse en todos los rincones de los barrios más bajos. Alcanzar su venia para ingresar a la Sociedad Popular Restauradora, fue como tocar el cielo con las manos y encontrarse en él con la santa Encarnación.

La construcción familiar, que supo ser centro de reunión de la Sociedad, fue mutando con el tiempo. Levantada en sus orígenes en la manzana ocupada por los jesuitas, una vez expulsos, el virrey Vértiz contrató al ingeniero José Custodio de Sa y Faría para que edificara unas viviendas. Llamadas casas redituantes, el portugués comenzó en 1782 las obras teniendo el prestigio de haber construido la Catedral de Montevideo y el Real Consulado en Buenos Aires. A una de éstas vino don Felipe de Arguibel, el padre de Teodora, la madre de Encarnación, convirtiéndose con el tiempo en su propietario. Al casarse Teodora con Juan Ignacio de Ezcurra, el padre de Encarnación y ministro del Santo Oficio de la Inquisición en Buenos Aires, su marido se hizo cargo de la propiedad hasta poseerla. Allí nació Encarnación y sus siete hermanos, y su padre decidió el voto que marcó la postura españolista que tuvo en mayo de 1810. En esa casa se criaron todos los Ezcurra y en ella murió la mujer del gobernador cuando estaba en la plenitud de su gobierno.

Hacia fines de 1837 la “gobernadora” comenzó a mostrar signos de delgadez y cansancio. Los sucesos de dos años antes, los temas de la casa, las prolongadas ausencias de su marido administrando sus propiedades o las numerosas actividades que tuvo que cumplir cuando lo acompañaba, en otras épocas la cansaban pero rápidamente renacía como para continuar con fuerzas. Ahora la debilidad se había instalado en ella sumándose su inacción hacia todo. Rosas mostró preocupación por su estado recurriendo a algunos facultativos de la más estrechaconfianza del círculo federal para que la revisaran. Los entendidos debían guardar silencio respecto de dar un diagnóstico, excepto a Rosas que era quien decidía sobre ella. Nadie llegaría a enterarse de su enfermedad y nada quedaría registrado ni en cartas ni en periódicos.

Inválida, casi desnutrida y con el rostro desencajado por el dolor, Encarnación se fue despidiendo de la vida sin fuerzas. Nada quedaba de la mujer que había dado todo de sí por Rosas, ni de la imagen que había plasmado en una pintura Fernando García del Molino, cuando por orden del gobernador la retrató durante semanas con rostro enérgico y rebosante de personalidad.

Rosas la visitaba en su lecho de moribunda cada tanto, pero no demasiado porque nunca lo había hecho, ni siquiera cuando estaba sana. Los hombres no se han hecho para el dolor, solía repetirse Encarnación mientras lo veía marcharse, justificándolo una vez más. Antes, sus partidas le provocaban tristeza y a menudo enojos, logrando autoconvencerse de que se iba para ir a trabajar por el bien de la Confederación Argentina. Ya enferma, su ausencia dio lugar a que se instalara en la casa María Eugenia Castro, una jovencita que Rosas había llevado para que le dispensara a su mujer los cuidados que necesitaba. Entre tisanas de lino y calmantes que Eugenia le fue acercando para calmarle los dolores, la niña pasó a ocupar un lugar significativo en su corazón y a convertirse en la concubina del gobernador. Además de la madre de seis hijos que tuvo con Rosas.

María Encarnación Ezcurra, fue apenas dos años menor que Juan Manuel pero siempre pareció mayor que él. Había nacido en 1795 en la misma casa donde vivió toda su vida. Al principio no fue la más importante de los Ezcurra, sino María Josefa, casada con un primo también de apellido Ezcurra que había llegado de España para dedicarse al comercio de las sedas y los paños en el Río de la Plata. Ferviente defensor de la monarquía española, ocurrida la revolución de Mayo, este joven regresó a la península dejando a su esposa que no quiso marcharse con él. Josefa perdió el cetro y su hermana, gracias al matrimonio concertado con Rosas en 1813, tomó el mando como la más poderosa en la familia.

Encarnación representó la antítesis de lo que unas pocas mujeres de condición social alta para la misma época estaban comenzando a lograr. Alguna independencia respecto del dominio masculino, cierta formación intelectual, voz propia y pensamiento expresado en la prensa, estuvieron ausentes en ella y en la mayoría de las mujeres de su condición. Aunque en un comienzo mostró ingenio y temple para armar un ardid y casarse con Juan Manuel, haciendo creer a sus padres y a sus futuros suegros que estaba embarazada, a través de una carta dejada para que la leyera doña Agustina, la madre de Rosas. Una vez conseguido el matrimonio y descubierta la patraña su bravura tomó carriles impensados y sorprendentes. Nunca consiguió el barniz de ilustración que tuvo la amiga de su esposo, Mariquita Sánchez, ni se destacó por el dominio de la palabra escrita como lo hicieron Juana Manuela Gorriti y Juana Manso, o tiempo después Eduarda Mansilla, la hija de su cuñada Agustinita Ortiz de Mansilla. En vez de los ilustrados prefirió la lectura de obras pías y en vez de participar en entidades filantrópicas como la Sociedad de Beneficencia, organizó grupos depresión política y exigió fidelidad a la causa de la Federación. Nunca quiso insubordinarse y romper con la dominación masculina, sino que por el contrario se encolumnó detrás de Rosas trabajando por y para él. Por fidelidad a su esposo y tal vez por herencia familiar, fue monárquica y nunca mencionó el dictado de una constitución para cambiar el juego político. En las pocas cartas que se conocen de ella, nada aparece al respecto.

Encarnación regenteó la vida doméstica de su familia con gran decisión y vigiló la pública de Rosas con celo. Fue tal el prestigio que alcanzó dentro del entorno político de su marido que el propio general Quiroga la nombró apoderada de todos sus bienes apenas se instaló en Buenos Aires. Totalmente agradecido por semejante tarea, Facundo le mandó un caballo blanco de regalo que ella montó en reiteradas oportunidades, luciéndose como jinete.

Desde su casa controló todo, hasta donde pudo. En ella nacieron sus hijos Juan, María de la Encarnación y Manuela Robustiana, y de allí salió acompañando partida de dolor el cuerpito de su segunda hija, muerta luego de ser bautizada de urgencia.

Con el tiempo, Encarnación dejó de controlar cada movimiento y cada gesto y de escribirle a Rosas como había hecho tantas veces cuando se marchaba a la campaña y le informaba de lo que ocurría en la ciudad. Lejos estuvo de ofenderse por sus ausencias y silencios y de a poco se fue acercando al final con resignación. Una parálisis comenzó a corroerla para acabar finalmente con ella el 20 de octubre de 1838. De madrugada, rodeada de los suyos, murió al parecer víctima de un cáncer de útero, luego de una larga y penosa agonía. Tenía 43 años y había tejido una telaraña de poder como ninguna otra mujer en el Plata.

Sarmiento supo de la noticia de su muerte apenas ocurrió. Los coletazos del final de la “Heroína de la Federación” se hicieron sentir en todo el país y San Juan no fue la excepción. Hasta Cuyo llegaron los detalles del funeral y entierro y también las habladurías que contaban que el propio Rosas se había opuesto a que un sacerdote le diera el sacramento de la extremaunción que se le daba a los enfermos. Según se comentó, fue por miedo a que confesara los pecados que ambos habían cometido.

En las charlas que tuvo con el Grupo de los Cinco por aquellos años, con sus amigos Aberastain, Quiroga Rosas, Cortínez y Rodríguez, entre otros, vinculados a los intelectuales de Buenos Aires, se comentaron también, aunque sin mucho asidero, las versiones que aseguraban que habiendo Rosas convocado a un religioso para cumplir con ese paso de rigor, él mismo se había puesto detrás de Encarnación moribunda cómo moviéndole las manos para asentir en todo lo que el sacerdote le preguntara. Nada de esto se pudo comprobar e incluso tiempo después fue desmentido. Sí fueron ciertos los fastuosos funerales que se organizaron para rendirle homenaje a la esposa del gobernador de la Confederación.

Rosas llamó a su arquitecto oficial, Santos Sartorio, para que se encargara de vestir para el velatorio la casona donde había nacido y muerto Encarnación, y al ingeniero Felipe Senillosa para que preparara un monumento mortuorio que la recordara. Las escenificaciones y grandes fastos le gustaban y con su mujer tenía una gran oportunidad de medir una vez más su popularidad y ascendiente en la sociedad. Las crónicas registraron que Sartorio cubrió los patios de la vivienda, las galerías y las habitaciones familiares con cortinados de seda de color negro intenso para simbolizar el sentimiento general que sentía el pueblo. El arquitecto se destacó en esa oportunidad y cumplió con todos los pedidos que el gobernador le hizo, sufriendo algunos años después agresiones por su vinculación con el rosismo y ataques de locura que lo llevaron a ser internado y morir. En sus delirios mencionó a Encarnación como si estuviera viéndola, mostrando que no la había olvidado. Por su parte Senillosa hizo lo ordenado diseñando y construyendo un catafalco para la esposa del gobernador. El mismo fue colocado en el templo de San Francisco, a donde fue llevada y enterrada con todos los honores del caso.

El Ilustre Restaurador vistió de luto aquel día y todos los que siguieron por un buen tiempo. Prefirió no estar durante los actos que se le prodigaron a su esposa y permanecer en soledad. Se lo vio por ese entonces con corbatín negro, faja con moño negro en el brazo izquierdo y faja negra en el sombrero, mostrando un rostro enjuto y de dolor al reiniciar sus tareas de gobierno.

A las 8 de la noche del 20 de octubre el cadáver de Encarnación, con su hábito monástico, envuelto en seda y terciopelo y recostado sobre almohadones blancos salió de su casona y en procesión final fue llevado a la iglesia de sus rezos. Unas 25.000 personas acompañaron a la muerta en el velorio y en el entierro, y en la campaña los indios fieles a Rosas la lloraron. La Legislatura dispuso que se le tributasen honores de capitán general y que las banderas se izaran a media asta. Algunos representantes del cuerpo diplomático, como el ministro de su Majestad Británica, el del Brasil, el encargado de negocios de Cerdeña y el de los Estados Unidos, se hicieron presentes. También miembros del Estado Mayor del Ejército, entre los que se mezclaban leales, represores y futuros conspiradores al régimen: Tomás Guido, Agustín Pinedo, Gregorio Aráoz de Lamadrid, Mariano Benito Rolón y Celestino Vidal.

A los pocos años el gobernador dispuso que comenzara a construirse una bóveda para los Ortiz de Rosas en el cementerio de los frailes recoletos. Mientras se construía ordenó que se trasladara a Encarnación a la bóveda de los Terrero, sus parientes y socios en la actividad del saladero. Al llevarla en 1845 y abrir el cajón para confirmar la identidad de la muerta, descubrieron que su cuerpo estaba intacto, sin alteración y que ella permanecía como dormida.

Encarnación nunca supo que Rosas ordenó que se la idolatrara como a una santa en todas las iglesias de la ciudad y de la campaña. Tampoco pudo ver que se obligó a todos a que, junto a la divisa federal, se usara el cintillo federal, una tirita angosta roja, en su honor y como forma de duelo. La propuso el coronel Vicente González, para usarla en el morrión o sobre los velos negros.

Encarnación tampoco supo del tren de vida que se llevó en Palermo, el Versalles porteño, que su esposo había comenzado a construir cuando ella vivía y que al poco tiempo de muerta el gobernador inauguró. Lejos estuvo de imaginarse que la familia perdería todos sus bienes después de la batalla de Caseros que puso fin al régimen y que Rosas y Manuelita marcharían al exilio. Jamás se enteraría de que su hija no regresaría al país por considerarlo “ingrato” con su padre y que algún día descansaría en el cementerio de la Recoleta junto al cuerpo de su esposo y al de muchos hombres que fueron asesinados por la Mazorca.

Si nada de esto imaginó, mucho menos que su casa, convertida por uno de los mayores detractores que tuvo Rosas en una escuela modelo, tendría un mástil en el patio con la bandera patria, y albergaría a cientos de niños recibiendo educación para convertirse en las futuras generaciones de argentinos que construirían el país.

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