Stanislav Petrov, el hombre que se negó a apretar el botón rojo y evitó una hecatombe nuclear

Probablemente usted no recuerde lo que hizo el domingo 25 de septiembre de 1983. Quizás estaba estudiando, o pasando un día en familia o preparando un asado entre amigos. Nada especial, nada que merezca ser recordado… Ese día cantaron por última vez Simon and Garfunkel, hubo una fuga de presos del IRA en Irlanda, nada muy especial… Hoy debo contarle, casi 40 años más tarde, que ese domingo pudo haber sido el último de sus días. El mundo estuvo a nada de terminar en una hecatombe nuclear.

Eran los años de la Guerra Fría, los tiempos en que todos pensaban que algún burócrata, político o militar podía tocar un botón equivocado y desatar una guerra mundial… pero no fue eso lo que pasó.

Los jerarcas de las dos potencias en pugna no eran las personas más tolerantes para un mundo tan belicoso. En un rincón, luciendo su sombrero de cowboy, estaba Ronald Reagan, exactor republicano que proponía una expectativa armada, pero armada hasta los dientes como un factor disuasorio… eso lo llevo a juntar 7000 ojivas nucleares a lo largo y ancho del planeta, todas apuntado a la URSS.

Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en el histórico encuentro que tuvieron en Reykjavik, Islandia, en 1986.

Del otro lado del cuadrilátero, usando pantaloncitos colorados, estaba Yuri Andrópov, un jerarca soviético que había sobrevivido a las purgas stalinistas, un tipo duro al que no le temblaba el pulso para reprimir. Lo había hecho sin pestañear en Hungría, lo hizo en Praga, y estaba expandiendo el imperio hacia Afganistán. Tan solo tres semanas antes había ordenado derribar un avión 747 surcoreano que había violado accidentalmente el espacio aéreo soviético. El piloto del MiG ruso se percató que era un avión de pasajeros y no una nave espía y aun así cumplió la misión encomendada y 279 personas murieron.

El horno no estaba para bollos y el error del sistema

Pero ese 25 de septiembre, mientras usted controlaba que los chorizos no se quemaran y la nona amasaba la pasta, en la base central de mando de los sistemas de detección de ataques con misiles de Moscú, al teniente coronel Stanislav Petrov, el jefe a cargo de la vigilancia, se le prendió una luz roja en el tablero.

No era cualquier lucecita sino una que alertaba que los norteamericanos habían disparado un misil con una ojiva nuclear desde una base en Montana. “¿Era el comienzo de una guerra nuclear?”, pensó Petrov. Aún estaba cavilando cuando se encendieron cuatro luces más en el tablero. No era un solo misil el que había sido lanzado hacia la Unión Soviética, sino cinco.

Petrov siguió mirando la pantalla como un jugador de ajedrez al que le acababan de decir ¡jaque!

Stanislav Petrov se había recibido de ingeniero y gracias a sus conocimientos técnicos accedió al escalafón militar. Es decir que no había sido entrenado como militar a obedecer órdenes sin pensar. ¿Por qué teniendo 7000 ojivas nucleares apuntando al corazón de la Unión Soviética, los Estados Unidos solo disparaban cinco míseros misiles?

Los satélites soviéticos interpretaron mal la información y casi provocan una guerra nuclear.

“Con cinco misiles no se empieza una guerra nuclear”, pensó Petrov… y solo se detuvo a mirar cómo titilaban las luces rojas en el tablero y esperó… Si eran reales, en pocos minutos deberían impactar territorio soviético… Y esperó y esperó hasta que nada pasó. Era lo que él creía, un error del sistema.

Recién entonces pasó el informe a sus superiores… Y allí se armó la batahola. Petrov, según el protocolo, debería haber llamado en persona a Andrópov y advertirle que cinco misiles se dirigían a territorio soviético, pero él había decidido que esa era una falsa alarma y solo era una interpretación errónea del satélite. Y efectivamente fue así, porque por una de esas extrañas conjunciones del universo, ese equinoccio de otoño, los rayos del sol rebotaron contra unas nubes y la luz impactó sobre el satélite de tal forma que este interpretó que eran misiles enemigos y así los anunció.

Petrov salvó al mundo, pero nadie se enteró hasta 20 años después

A él, todo este asunto le hizo la vida más difícil. Por de pronto, lo echaron de su puesto de control de misiles y lo pusieron tras un escritorio en algún trabajo burocrático poco estimulante. Por último, Petrov decidió retirarse (siempre aclaró que nunca lo echaron, él se fue solito).

Cuando la historia se dio a conocer en Occidente, Petrov, que ya se había retirado y vivía una existencia gris en el anonimato, todos quisieron conocer al héroe que por su sensatez había salvado a millones de personas. Fue así como en 2004, le dieron el título de Primer Ciudadano del Mundo con un trofeo y un premio de mil dólares (Comentario: ¿no es un poco poco mil dólares por haber salvado al mundo de la destrucción?). En 2018, se rectificó la cifra y aumentaron su premio a 50.000 dólares, pero para entonces ya había muerto.

Petrov perdió su jerarquía por usar su cerebro. Él mismo decía que lo que había salvado al mundo fue su formación como civil, de haber sido un oficial acostumbrado a acatar órdenes, quizás ese asadito o esas pastas que preparaban el 25 de septiembre de 1983, hubiesen sido las últimas…

De todas maneras, no se relajen, esto puede volver a pasar y no sabemos si habrá un Petrov frente al tablero de mando.

Esta nota también fue publicada en TN

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