Descartes, entre las revelaciones y la enfermedad

Cinco años antes de que Blas Pascal pasara por su experiencia mística, René Descartes recorría Europa en plena Guerra de los Treinta Años alistado en el ejército de Maximiliano de Baviera, aprendiendo tácticas militares y doctrinas filosóficas.

Descartes era un espíritu inquieto que se propuso estudiar en “el gran libro del mundo” y a tal fin se dedicó a viajar y a guerrear. Como oficial participó en 1620 en la decisiva Batalla de la Montaña Blanca, cerca de Praga, donde ganaron los católicos, concluyendo con el gobierno protestante en Bohemia.

Después de esta experiencia Descartes descubrió que la vida militar era “indolente y disipada”. Sus ansias de conocimientos lo llevaron a interesarse por los escritos herméticos y cabalísticos de los rosacruces alemanes, que aseguraban poseer la clave para conseguir un saber universal y así dominar todas las ciencias.

En eso estaba Descartes cuando la noche del 10 de noviembre de 1619 ocurrió el milagro (o al menos algo insólito). Esa noche tuvo una experiencia que le dejó una profunda huella, y lo llevó a descubrir “los fundamentos de una ciencia admirable”.

En ese momento Descartes tenía 23 años y estaba en el campamento de Neuburg, a orillas del Danubio. Enfermo, estaba postrado en una cama, sumido en sus pensamientos cuando “alcanzó plena y definitiva conciencia de su método, lo que perseguía inútilmente desde hacía mucho tiempo”.

Se puede decir que concibió la noción de que todo el conocimiento podría reunirse en una sola ciencia universal, “capaz de resolver de manera general todos los problemas”.

Iluminado, súbitamente percibió las distintas directrices que debía seguir para establecer la estructura del nuevo “método”. Esas líneas directrices ¿acaso eran como las que había señalado Pascal, las imágenes “scintilantes” o zigzagueantes de una migraña? La plenitud y conciencia que decía experimentar ¿era un aura?

Esa noche tuvo tres sueños sucesivos y visionarios que, a su entender “solo pudieron venir del cielo”. En el primero, el filósofo se vio a sí mismo lisiado y buscando refugio en una iglesia; en el segundo, experimentó la sensación de estar en medio de una violenta tormenta (estos dos primeros sueños terroríficos los interpretó como consecuencia de sus pecados); en el tercero las cosas cambiaban: se vio abriendo un texto en latín en el que pudo leer las siguientes palabras Quid vitae sectabor iter (¿Qué senda de la vida seguiré?)

Al despertar, creyó que había sido visitado “por el espíritu de la verdad que había querido abrirle los tesoros de todas las creencias”. Se convenció de que los sueños eran el medio del que se servía el Todopoderoso para vislumbrar su futuro, diciéndole que la misión de su vida era buscar y descubrir la verdad, la ciencia y el saber universal, todo en uno.

A Descartes se le revelaron en un proceso semejante a una jaqueca oftálmica las bases sobre las que edificaría su sistema filosófico: el método matemático y el principio del cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”).

EXTRAÑA MUERTE

En 1649, Descartes aceptó la invitación de la reina Cristina de Suecia que le ofrecía el puesto de tutor y profesor de Filosofía. Llegó a Estocolmo y muy pronto se dio cuenta que había cometido un grave error: el clima y las costumbres del país le afectaban su salud.

Un carruaje le recogía tres veces por semana, a las cinco en punto de la mañana. Para Descartes, que toda su vida se había levantado no antes de las diez, estos madrugones eran más de lo que podía soportar. “Se hielan hasta los pensamientos de los hombres”, decía. En Francia solía dormir hasta diez horas seguidas y pasaba las mañanas en cama, leyendo y pensando, como un buen filósofo (Bueno, algunos filósofos caminan como los peripatéticos. Lo importante es pensar, sea en la cama o en el jardín).

El frío del invierno sueco hizo que a los cuatro meses de estar allí, su salud se resintiese. Descartes cayó enfermo y al final murió de pulmonía el 11 de febrero de 1650. Eso, al menos, dice la versión oficial.

Algunos investigadores han especulado sobre la posibilidad de que Descartes hubiese sido envenenado por los luteranos para impedir que un católico influyese en la Reina Cristina.

Pasaron los siglos y el asunto se reavivó en 1980 cuando el científico alemán Eike Pies, al clasificar la correspondencia del médico holandés Willem Piso, del siglo XVII, en los archivos de la Universidad de Leyden en Holanda, dio con una carta escrita por el médico de la Reina Cristina, Johann van Wullen, dirigida a Willem Piso. En ella decía;

“Como usted sabe, varios meses atrás Descartes llegó a Suecia para rendir homenaje a Su Serena Majestad la Reina. Justo ahora, a la cuarta hora antes del alba, este hombre expiró. La Reina quiso ver esta carta antes de enviarla. Quiso saber qué escribí a mis amigos acerca de la muerte de Descartes. Me ordenó estrictamente evitar que mi carta cayera en manos de extraños”.

A continuación detallaba el progreso de la enfermedad final de Descartes: “Al pasar el quinto y sexto días, se quejó de mareo y de fiebre interna. Al octavo día, de hipo y vómito negro. Luego tuvo respiración inestable y la mirada extraviada, presagiando la muerte. Noveno día, todo estaba perdido. A la mañana del décimo día su alma regresó a Dios”.

En busca de otra opinión, Eike Pies tradujo la carta, omitió nombres, lugares y fechas, y la entregó a un patólogo, que llegó a la conclusión de que los síntomas descritos en la carta de Van Wullen corresponden a intoxicación aguda por arsénico. Estos síntomas, concluyó, no son los que se asocian con pulmonía. Ergo, el filósofo escéptico fue asesinado por cuestiones religiosas.

Para agregar otra incógnita a la vida y muerte de Descartes, es menester aclarar que la ajetreada cabeza del filósofo se encuentra en el Museo del Hombre de París. Si, amigo lector, el cuerpo está en el Panteón de París y la cabeza a 2 dos kilómetros de distancia, frente a la Torre Eiffel, después de haber vagado en tabernas y prostíbulos. Sí, leyó bien, la cabeza del filósofo fue expuesta en un prostíbulo… pero esa es otra historia.

Estudios de tomógrafo demostraron que dicha testa tenía un tumor -un osteoma gigante- en un seno atrás de la nariz. ¿Acaso este tumor tuvo algo que ver con el extraño episodio jaquecoso que generó su percepción filosófica? Una hipótesis aventurada, pero que no deja de inquietarnos. Tenemos una mente tan sólida, capaz de increíbles proezas científicas y filosóficas pero que, a la vez, es tan sensible a los caprichos de las enfermedades.

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