Vladimir Tatlin: una estética para la revolución

Vladimir Tatlin probablemente sea hoy uno de los artistas más reconocidos de la vanguardia soviética de inicios de la década del veinte, junto con figuras como Aleksandr Rodchenko y El Lissitzky. Como todos ellos, él era un hombre absolutamente adicto al régimen, al punto de que, cuando se le preguntó sobre la revolución, él respondió “¿aceptar o no aceptar la revolución? Nunca existió tal cuestión para mi”.

Con personajes así, no sorprende que estos terminen siendo canonizados y asociados a su más impactante momento o trabajo, y Tatlin ciertamente no escapó a esta lógica. La “cruz” con la que debe cargar su memoria es su monumental, sin ánimo de ser redundante, Monumento a la Tercera Internacional. Aunque nunca pasó de ser una gigantesca maqueta, la idea que regía al proyecto es síntoma de la forma en la que el arte estaba cambiando en los primeros años después de la Revolución. Para Tatlin, como para los constructivistas inspirados por él y liderados por Rodchenko después, la lógica marxista debía regir las inclinaciones estéticas del régimen. En este sentido, según la definición de la estructura sobre la superestructura, un nuevo orden debía generar una nueva cultura y esto implicaba que el arte debía salirse de sus lógicas pasadas y, de alguna manera, socializarse. En esta línea se puede entender mucho del trabajo de Tatlin que, además de las artes visuales, indagó en el diseño gráfico, industrial, el de indumentaria y la escenografía.

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Tatlin con algunos moldes de sus diseños de indumentaria.
Tatlin con algunos moldes de sus diseños de indumentaria. 

Para inicios de la década del veinte, desde su rol como cabeza del Departamento de Bellas Artes de Moscú, actuó desde los inicios del proceso revolucionario por petición de Lenin para reemplazar los viejos monumentos zaristas y ver de qué manera debían desarrollarse otros en su lugar. Descontento con las estatuas figurativas que estaban surgiendo por todo el territorio, demasiado similares a aquellas del pasado, Tatlin imaginó su propio monumento. Éste, siguiendo la línea de sus trabajos previos que escapaban del marco y operaban sobre el espacio, sería la perfecta síntesis, según él, de arte y vida “al combinar los elementos artísticos con los utilitarios”. El proyecto final, presentado como maqueta en noviembre de 1920, es formidable.

El monumento en sí consistía en una inmensa torre, pensada para medir cerca de 450 metros, que celebraba la lógica industrial desde sus materiales (el metal y el vidrio) y desde su misma concepción. Para Tatlin, el edificio debía estar basado en un tornillo, “la más dinámica de las formas”. En el interior de este juego de diagonales y espirales, se generaba un vacío que incluiría varios recintos independientes que alojarían las diferentes partes de la Internacional Comunista y que, a su vez, rendirían homenaje a la revolución en un sentido más literal: girando. Adelantándose a la escultura cinética o, mejor dicho, la arquitectura cinética, Tatlin imaginó cerca de la base, un gran cilindro que contendría las asambleas legislativas y rotaría a ritmo de una revolución por año, sobre este, una pirámide que actuaría como sede del ejecutivo y se trasladaría a una revolución por mes, y más arriba estaría el órgano difusor de propaganda situado en otra estructura cilíndrica que se movería a una revolución por día. El conjunto entero estaría coronado por una central difusora de mensajes revolucionarios que, como una carta de amor a la tecnología y los medios, sería capaz de proyectar imágenes sobre las nubes.

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Fotograma de noticiero donde se ve un desfile con la maqueta.
Fotograma de noticiero donde se ve un desfile con la maqueta.
 

Como mucho de lo que imaginó Tatlin, la obra nunca llegó a realizarse por varias razones. Se suele hacer especial hincapié en el hecho de que la vanguardia perdió el apoyo estatal a lo largo de la década y que, especialmente con el advenimiento del estalinismo en 1928, la estética del régimen se inclinó definitivamente por el realismo socialista. Si bien esto es cierto, tanto en el caso del Monumento a la Tercera Internacional, como en el de muchas otras obras de los constructivistas autoproclamados herederos de Tatlin, la historia de porque no se llegaron a hacer no estaría completa si no se señala el hecho de que, simplemente, no existía la capacidad industrial. Quizás porque estaba en la cúspide de la utopía revolucionaria, Tatlin nunca especificó de qué manera su monumento esto se iba a llevar a cabo ni pensó en las necesidades técnicas que un edificio de estas características requería para su funcionamiento. Es más, ya son varias las voces autorizadas que han indicado que ni siquiera en un país como los Estados Unidos, que en ese momento estaba en la vanguardia de la tecnología de la construcción, existía la capacidad para generarlo. De más está decir que en un país como la flamante URSS, que cargaba con las dificultades económicas de las recientes guerras y un atraso técnico, no ya de décadas, sino de siglos; era simplemente irrealizable.

Aunque el Monumento nunca pasó de ser una maqueta y el régimen deslegitimó la vanguardia, Tatlin nunca dejó de pensar en un arte para el pueblo. Mientras que otros artistas se pusieron al servicio del régimen y retomaron el caballete, para él, firme en sus convicciones, la pintura no era una opción legítima y sobrevivió los siguientes años de su vida diseñando escenografías para el teatro e imaginando nuevas posibilidades. De todas sus ideas de esta etapa, sin embargo, ninguna se destacó tanto como su “bicicleta voladora”, el Letatlin. Nombrado así por un juego de palabras entre su nombre y el verbo volar (letat en ruso), el Letatlin era, con toda seriedad, la propuesta que Tatlin armaba para liberar al nuevo hombre soviético de sus ataduras terrenales y, de forma eficiente y económica, elevarlo. Desde ya queda claro que el aparato, reminiscente de las máquinas voladoras de Leonardo, nunca dejó la tierra, pero su valor artístico es innegable. Éste se presentó como parte central de su única exhibición en solitario en 1932 en el Museo de Bellas Artes de Moscú, pero luego cayó en el olvido y la única máquina sobreviviente se redescubriría y restauraría recién en 2014.

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Para cuando murió en 1953, víctima de una intoxicación por consumir una sopa de pescado mal recalentada, Tatlin ya no era relevante y su poco contacto con el mundo Occidental hizo que mucha de su obra no lograra entrar en los anales de la historia del arte. Sin embargo, su figura aún reluce y mantiene un sentido especial para la cultura del siglo XX. Aunque mucha de su obra no logró salir de lo proyectual, sus ideas hoy son consideradas como el epítome de las posibilidades artísticas aplicadas a la revolución social y política, y demuestran que, a pesar de las limitaciones técnicas del presente, siempre se puede soñar, y porque no celebrar, aquellas del futuro.

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