La proclamación en Cádiz de la Constitución de 1812 obliga a la reflexión. Es evidente que la carta magna, rígida y extremista para unos, nacida de la urgencia más que de la reflexión para otros, marca un hito en la historia de España y es la constatación de un primer intento de revolución burguesa en territorio hispano.
Nació en un momento especialmente convulso, en un país que sufría una de las más sangrientas etapas de su historia y que luchaba desesperadamente por mantener su idiosincrasia y, a la vez, incorporarse a la modernidad. Su pervivencia legal fue escasa, pero su prestigio e importancia la convirtieron en símbolo del liberalismo militante del siglo XIX e incluso del XX. Los años transcurridos desde aquel 19 de marzo de 1812 permiten hacer balance de lo que fue y lo que representó.
El sustrato sobre el que se asienta la Constitución de 1812 no es otro que los intentos reformistas realizados durante el reinado de Carlos III por los ministros ilustrados. Sin querer advertir la crisis de la sociedad estamental y el auge cultural, económico e intelectual de la burguesía, su hijo, Carlos IV, aterrado por el estallido de la Revolución Francesa, paralizó aquellas tentativas.
El vacío de poder provocado por la invasión napoleónica de 1808 hizo resurgir las aspiraciones de la élite ilustrada, que hallaron una oposición aún más enconada entre los absolutistas. Desde este punto de vista, la labor constituyente de las Cortes de Cádiz sería el primer atisbo de dos posturas políticas antagónicas: la conservadora y la progresista. Las mismas que hicieron sentenciar a Mariano José de Larra años después: “Aquí yace media España; murió de la otra media”.
Una polémica convocatoria
La España de 1812 era, además, un país dividido en dos grandes posturas respecto a la Corona. Por un lado, los afrancesados, es decir, aquellos que no dudaron en aceptar las renuncias de Carlos IV y Fernando VII para ponerse bajo la protección de José I Bonaparte y el Estatuto de Bayona de 1808, inspirado en el modelo de Estado constitucional napoleónico. Por otro, los realistas, divididos a su vez en absolutistas, jovellanistas y radicales, pero fieles a la dinastía Borbón.
Fueron estos quienes, apenas iniciada la contienda, se plantearon cómo organizar un Estado resistente a la invasión gala. Evidentemente, los absolutistas se negaban a cualquier posible cambio: al regreso de Fernando VII, por entonces retenido en Francia, el rey recobraría el poder absoluto. Los jovellanistas, en cambio, eran partidarios de que, una vez reinstaurado, el monarca gobernara junto con las Cortes. No defendían, sin embargo, la posibilidad de copiar modelos foráneos, como la Constitución norteamericana o la francesa, sino que insistían en recuperar las viejas leyes medievales que limitaban las facultades de la Corona. Una tercera opción, la más progresista, denominada radical, optaba por la adopción de una monarquía que reconociera, por vez primera en la historia de España, que la soberanía recaía en el pueblo. Para ello defendían la necesidad de crear una Constitución de nuevo cuño.
Estos últimos se enfrentaban, pues, a una enorme paradoja. Mientras que, por una parte, no ocultaban su admiración por los logros de la Revolución Francesa, no tenían otro remedio que oponerse al ejército galo que había invadido su país. De ahí que también apelaran al precedente histórico de las Cortes medievales, para reivindicar la “españolidad” de su proyecto y conjurar el peligro de un exceso revolucionario como el protagonizado por Francia bajo el régimen del Terror.
En tal panorama era, pues, prácticamente imposible encontrar un punto de convergencia ideológica a la hora de convocar Cortes Constituyentes. Aun así, el 8 de junio de 1809, la Junta Central (el organismo que había asumido el poder ante la ausencia de Fernando VII) creó una comisión destinada a convocarlas para resolver la delicada situación política por la que atravesaba el país. Precisamente por ello surgió la pregunta: ¿cómo y desde qué principios debían convocarse estas Cortes?
La Junta, y con ella los jovellanistas, negaba la soberanía popular y exigía una convocatoria por estamentos al modo tradicional. Proponía con ello una estructura de gobierno basada en la persona del rey y las antiguas Cortes medievales. Junto a esta mera reforma de la legislación existente defendía la creación de una doble cámara, al estilo parlamentario inglés. Frente a ellos, los radicales propugnaban la formación de una única cámara, destinada a proclamar una nueva Constitución escrita que, sin renunciar a la tradición histórica, se adecuara a los nuevos tiempos.
Un triunfo bajo sospecha
El triunfo final de la propuesta radical sobre los absolutistas y los jovellanistas no dejó de resultar sospechoso. La Junta Central instalada en Cádiz -donde había llegado desde Sevilla a causa del avance de las tropas napoleónicas- había emitido, antes de disolverse y formar un consejo de regencia, una convocatoria a Cortes estamentales firmada por el propio Jovellanos para la constitución de dos cámaras. Sin embargo, ese documento no apareció hasta meses después del inicio real de las sesiones, en unas Cortes convocadas según los principios radicales.
Se imputó la desaparición a los partidarios del unicameralismo, más concretamente a Manuel José de Quintana, quien, como secretario de la Junta, tenía libre acceso al documento. Sin embargo, investigado el tema, se llegó a la conclusión de que la propuesta de Jovellanos se había desechado por la imposibilidad de convocar a los diputados residentes en ciudades ocupadas por los franceses. Una explicación que solo sirvió para exasperar a absolutistas y jovellanistas, pero que ratificó la preeminencia radical.
En cualquier caso, para entonces el Consejo de Regencia ya había obedecido la demanda de las Juntas Provinciales, que habían solicitado por escrito la urgente convocatoria de Cortes Constituyentes. En su petición argumentaban que solo una nueva carta magna podía atajar la grave crisis política que había precedido a la crisis bélica, y evitar que en lo sucesivo la nación española estuviera sujeta a “la arbitrariedad de un ministro, de un valido o de un rey débil”, en clara alusión a Manuel Godoy y a Carlos IV. Convencidos por tales argumentos, el 18 de junio de 1810, los miembros del Consejo de Regencia instaron al nombramiento de diputados que, en los meses inmediatos, debían constituirse en Cortes Constituyentes en la gaditana isla del León.
El seguimiento en prensa
La sesión inaugural de las Cortes Extraordinarias y Constituyentes tuvo lugar el 24 de septiembre. La jornada y los posteriores debates estuvieron rodeados por una gran expectación. Tanta, que bien podría decirse hoy que la asamblea tuvo, en todo momento, carácter mediático. A raíz del levantamiento popular de 1808, existía -al menos de facto- una cierta libertad de prensa. La comunicación en un momento de semejante desconcierto político era primordial para coordinar esfuerzos e informar a la población, de ahí que proliferara una enorme cantidad de periódicos y folletos.
Consciente de esa necesidad, ya en el tercer día de sesiones de las Cortes, el radical Agustín de Argüelles solicitó una ley que regulase la libertad de imprenta. Fue aprobada finalmente en el Artículo 371: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. No obstante, se puntualizaba: “Los escritos sobre materias de religión quedan sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos según lo establecido en el Concilio de Trento”.
No es impropio decir que en Cádiz se consagró la prensa política como tal. Además de periódicos como La década o El duende, ya en circulación, en la propia Cádiz nacieron cabeceras como El articulista español, El conciso, El duende de los cafés, El amante de la libertad o El redactor general, entre otros. Algunos de ellos recogían colaboraciones espontáneas de lectores, por lo que se erigieron en la muestra suprema no solo de la marcha de las Cortes, sino también del interés popular que estas despertaron.
Lo cierto es que la vida de Cádiz giraba en torno a la asamblea. Al comienzo de las sesiones o a su término, una muchedumbre solía congregarse a las puertas del Teatro Cómico, primero, y de la iglesia parroquial de la Real, después, donde se reunían los diputados. Allí se discutía acaloradamente sobre las decisiones tomadas o los debates en vigor. Los cafés políticos se vieron más concurridos que nunca, y la política pasó a ser un tema presente en la vida cotidiana, más allá de los círculos ilustrados. Era lógico. La elaboración de la Constitución de 1812 perseguía la construcción de un nuevo modelo de Estado, posibilidad que fascinaba a la élite intelectual y que resultaba tremendamente sugerente para la mayor parte de los estamentos sociales.
Una Constitución audaz
Finalmente, pese a la oposición conservadora, triunfó la opción liberal. Es decir, aquella que, sin despreciar la tradición secular española, quiso adoptar las innovaciones señaladas por la Revolución Francesa. Así lo demuestra el encabezamiento que abre la carta magna. Mientras invoca, por una parte, el “nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad” y el de “Fernando VII, rey de las Españas”, de inmediato especifica que la soberanía reside en la “Nación” (el pueblo), depositaria del derecho exclusivo de establecer sus leyes fundamentales a través de las Cortes.
La nueva Constitución reconocía, pues, la autoridad real y la religión católica como único credo oficial, pero también la libertad de prensa y la monarquía parlamentaria, depositando el poder legislativo en manos de una única cámara. También contemplaba la independencia de los tribunales de justicia. Asimismo, en un alarde de audacia no superado siquiera por la Constitución nacida en Francia en 1791, se reconocía el sufragio universal (masculino).
Evidentemente, con ello se enunciaban por primera vez términos que hoy no admiten discusión, pero, pese a lo innovador de los conceptos políticos, mayor trascendencia tuvieron las reformas sociales. Las Cortes de Cádiz se propusieron instaurar la libertad, la igualdad y la propiedad como ejes fundamentales de las relaciones entre los ciudadanos. Este objetivo se basaba en la idea de que el comportamiento de los hombres nace de la búsqueda constante de la felicidad, y, al identificar “felicidad” con “posesión de riqueza”, las Cortes no tenían más pretensión que crear una sociedad igualitaria en que la posesión de bienes sustituyera a la nobleza de sangre.
El propósito quedó también de manifiesto el 5 de febrero de 1813, una vez proclamada la Constitución, con la supresión del tribunal del Santo Oficio y las pruebas de nobleza y la creación de una nueva estructura tributaria que derogaba las prerrogativas de los gremios.
El resultado final de estas medidas fue el encumbramiento de la burguesía, que sustituyó a la aristocracia y al clero como clase privilegiada. Por eso la guerra soterrada que, desde el mismo momento de su promulgación, declararon estos a la nueva Constitución. Con ellos cerró filas un sector de la población que nunca sintió como propia la obra legislativa de las Cortes: las clases populares.
Curiosamente, eran ellas las que habían protagonizado el levantamiento contra la invasión napoleónica. Sin embargo, no veían la necesidad de llevar a cabo reforma política alguna. El alzamiento contra las tropas francesas había sido una reacción emocional y espontánea de defensa de lo propio frente a lo ajeno. Pero para una gran mayoría -más del 70% de la población era analfabeta-, la palabra “Constitución” resultaba un auténtico enigma.
Es más, los estamentos populares confiaban más en la autoridad de la monarquía que en los dictámenes de cualquier minoría ilustrada. Para ellos el soberano era un mito, la personificación de la justicia y la encarnación misma de la propia tierra. Por el contrario, el invasor encarnaba la impiedad -la influencia del clero era decisiva- y la guerra. No fue extraño que, al regreso de su destierro, Fernando VII fuera aclamado con gritos de “¡Viva el rey absoluto!”, o que el pueblo llano se posicionara a su favor cuando, en 1814, abolió la recién nacida Constitución y reinstauró el absolutismo.
La semilla constitucional
Pero la semilla constitucional estaba sembrada. Y si no triunfó en territorio peninsular, sí lo hizo en ultramar. Curiosamente, de los en torno a trescientos diputados reunidos en Cádiz, solo 60 eran americanos. Es decir, la representación criolla, desde el punto de vista del peso demográfico, era prácticamente insignificante en las Cortes. Evidentemente, los americanos no podían estar de acuerdo con tal discriminación, y así lo manifestaron, insistiendo en que sus tierras eran parte tan consustancial de la Corona como pudieran serlo las peninsulares. La burguesía criolla veía en la nueva carta magna la posibilidad de alcanzar sus aspiraciones autonomistas. Por ello, tras la abolición de la Constitución en 1814, el espíritu independentista se extendió hasta culminar con la creación de los nuevos estados americanos en la siguiente década.
Tampoco Europa volvió la espalda a los logros de Cádiz. La Constitución de 1812 se adivina en muchos de los textos constitucionales de la Europa de las revoluciones liberales. Con algunas pequeñas modificaciones, el texto gaditano se convirtió en la primera carta magna del Reino de las Dos Sicilias en 1820, y su espíritu se deja sentir en las reformas de la Revuelta Decembrista rusa de 1825 e incluso en la Constitución española de la Segunda República (1931).
Sin embargo, pese a su proyección, la Constitución había nacido en medio de una gran controversia y, desde el momento mismo de su promulgación, su futuro se adivinaba incierto. En efecto, apenas reinstaurado en el trono, Fernando VII recuperó sus poderes de rey absoluto. Solo en los años del Trienio Liberal de 1820 a 1823, volvió a tener vigencia el texto constitucional gaditano. No obstante, su sombra planeó en los incesantes pronunciamientos liberales del siglo XIX, y sus logros fundamentales se recogieron en las diferentes cartas magnas que, desde el Estatuto Real hasta la presente Constitución de 1978, han regido los destinos del estado español.
Doscientos años después, hay que reconocer a los diputados gaditanos, con sus incongruencias y sus aciertos, ese mérito innegable. El de articular un texto constitucional que puso por primera vez sobre la mesa una serie de principios (el de la soberanía nacional, el de la división de poderes, el de la libertad de prensa…) indisociables de la actual democracia española.