Sobre el hambre y la sed: Nicolás Avellaneda

Con la unificación del país en 1863, se abrió un nuevo período de endeudamiento, necesario para la construcción de las obras de infraestructuras del prometedor país, embarcado en un proyecto agroexportador. De haberse utilizado este dinero con fines más lúcidos y loables, nos hubiésemos ahorrado muchos sinsabores, crisis económicas y derramamientos de sangre.

En primer lugar, se nacionalizó la deuda previa, como la mantenida con la Baring Brothers desde 1826 y también la contraída por Urquiza para derrotar a Rosas. En segundo lugar, gran parte de estos fondos fueron destinados a financiar actividades de individuos (generalmente, afines al poder) que especulaban con la compra de tierras, (entre 1876 y 1903 $42.000.000 habían sido concedidos a solo a 1823 beneficiarios) tanto para la producción agropecuaria como los terrenos destinados a ediles urbanos.

En tercer lugar, mucho dinero había sido usado en la Guerra del Paraguay, y para resolver revoluciones provincianas, como la de López Jordán y la misma revolución de 1874 que Mitre había dirigido para impedir el ascenso de Avellaneda a la presidencia, como sucesor de Sarmiento (y afín a su política).

Avellaneda era hijo de un dirigente unitario asesinado por la represión rosista (Marco Avellaneda, llamado el Mártir de Metán). Nicolás había sido el primer abogado del Banco de Londres antes de dedicarse a la actividad pública. Este puesto en dicho banco sería ocupado por otros futuros funcionarios nacionales, como Vicente Fidel López, Norberto de la Riestra (que fue ministro de Hacienda de Avellaneda), Manuel Quintana, Victorino de la Plaza y Lucas González (suegro de Sáenz Peña).

José Manuel Estrada (al que pocos podrán señalar como un hombre parcial) hablaba de las “alianzas ominosas” con el extranjero que menguan el honor nacional, y “los humillantes compromisos financieros”.

No era esta una práctica exclusiva de la Argentina. La asignación directa a beneficiarios financieros desde instituciones estatales, eran frecuentes en Estados Unidos, Australia, Canadá, Brasil y (en menor medida) en Uruguay.

La diferencia consistió en que en los otros países se corporizaron fuerzas privadas que impulsaron nuevos desarrollos tecnológicos. En Argentina estos demoraron en progresar. La inmigración masiva destinada a reemplazar a los aborígenes originarios, no siempre contó con el apoyo necesario para su desarrollo. Muchas colonias de inmigrantes terminaron en resonantes estafas, no contaron con los créditos necesarios para desarrollarse. En el país no se pudo crear como en Estados Unidos, grupos de “farmers”, gracias a leyes como el “Homestead Act” que favoreció la colonización y entrega de tierras a los inmigrantes (que, en el caso americano, ponía límites al acceso de extranjeros).

Muchos de nuestros inmigrantes debieron resignarse a ser empleados, rentistas de los latifundistas, o migrar a las ciudades. Aquí se dio un fenómeno paradojal, porque de la mano de estos inmigrantes que “sumisamente” debían someterse al grupo hegemónico, se constituyeron en los defensores de las ideologías más radicales que se desarrollaban en Europa y fueron el germen de las políticas contrarias al conservadurismo que gobernó al país hasta bien entrado el siglo XX.

Si bien Avellaneda promovió la entrega de tierras con el aporte solo del 7 % de su valor, los bancos favorecieron con créditos a personas de conocida solvencia, antes que a extranjeros de escasos recursos.

Las sucesivas devaluaciones de las monedas y las crisis de convertibilidad, más las deudas contraídas por los gobiernos que lo precedieron, atentaron contra el acceso al crédito de los pequeños propietarios. El pago de activos con moneda que se devaluaba constantemente, producto de la necesidad de pago de las deudas externas y la descontrolada emisión de bancos privados, favorecieron la compra de tierra por parte de los especuladores.

Antes de 1860 no circulaba papel moneda de uso corriente en la Argentina, se empleaban monedas metálicas oriundas de Chile y Bolivia, y algunas del país como “los riojanos”, además de vales emitidos por el gobierno (especialmente para cubrir confiscaciones durante las guerras civiles). La provincia de Buenos Aires a través de su banco empezó a emitir papel moneda que no siempre eran reconocidas en el interior.

A este pandemonio crematístico había que agregar las emisiones fraudulentas, más el “limado” (o envilecimiento) de las monedas de oro y plata, que alteraban su valor. Esta trampa era tan frecuente que se calculaba que equivalía a la mitad de las importaciones anuales del país.

Cuando en 1864 se promulgó la ley de bancos libres, que otorgó a particulares la facultad de emisión, se incrementó la impresión de billetes sin respaldo.

En 1867, dado el rechazo de la población al uso de billetes, la Provincia de Buenos Aires adoptó la convertibilidad al oro, es decir, se podía trocar el billete por metal precioso a una tasa determinada (que el gobierno fijó en un valor superior al mercado para contener la valoración de la moneda local). A fin de sostener la emisión de moneda y dar estabilidad al cambio, el Banco de la Provincia de Buenos Aires recurrió al endeudamiento externo, y contrató a trece empréstitos entre 1863 y 1873 (gobiernos de Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento).

Cuando en 1873 se percataron que no podían mantener la convertibilidad, esta se suspendió y desencadenó una crisis de confianza, complicada por el enorme endeudamiento externo y una crisis financiera mundial, que azotó Europa y EE.UU. (esta se debió a las guerras entre potencias Francia-Alemania-Austria e Inglaterra, más el estallido de la burbuja financiera por la expansión desmedida del ferrocarril en U.S.A. y la especulación con tierras, que también se hacía en estas tierras).

La convertibilidad demostró ser demasiado permeable a la volatilidad financiera mundial y que en Argentina solo se podía mantener con endeudamiento.

Ante la crisis instalada y la posibilidad de reclamo de deuda que entonces se hacía por la fuerza (la ley de las cañoneras extranjeras que se arrogaban el derecho de sustraer bienes de los puertos, hasta saldar la suma adeudada) Nicolás Avellaneda tomó la decisión de “ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos”. Era mejor mostrarse como un país confiable que pagaba sus deudas puntualmente, antes de sufrir las exigencias de los deudores como el caso de Méjico y la invasión francesa.

A pesar de haber comenzado su gobierno con la Revolución de 1874 y finalizado con la Revolución de 1880 por la capitalización de Buenos Aires, Avellaneda pudo entregar el poder a un coprovinciano que lo había asistido a llevar adelante una de las pocas formas que tenía de paliar el crónico déficit del tesoro: la Conquista del Desierto. La tierra incorporada sirvió para aumentar el producto bruto y en este caso los recursos no solo vinieron del exterior, sino de capitales de terratenientes locales, que aprovecharon la oportunidad de aumentar su acerbo con uno de los pocos bienes concretos que ofrecía nuestro país: la tierra.

Cuando nos asombramos de los malabares financieros que vivimos en estos días, al analizar la historia argentina, entendemos que no somos muy originales. Esto viene pasando hace 150 años, con algunos períodos de bonanza, fruto del mejor precio de nuestros commodities ya que esencialmente seguimos con el mismo modelo agroexportador, sometido al va y viene de las fluctuaciones del mercado.

El enorme endeudamiento que la Argentina contrajo a lo largo de estos 150 años, en gran parte fue utilizado con fines no productivos sino especulativos. Las consecuencias de este fenómeno repercutieron en algunos problemas crónicos de la economía que cíclicamente atraviesa crisis con sus secuelas estructurales y sociales.

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