¿Acaso alguien leyó a Sir Walter Scott? Esa parece ser la pregunta que emerge en todos y cada uno de los textos que se acercan a la vida de este personaje. Llamado el “autor importante menos leído de nuestra literatura” por el escritor inglés A.N. Wilson, queda claro que algo extraño tiene que haber pasado para que todos sepamos su nombre, pero pocos sepamos qué fue exactamente lo que lo volvió tan famoso.
Entender este proceso requiere, antes que nada, ubicarse en un lugar, en un tiempo. Scott llegó al mundo el 15 de agosto de 1771 en Edimburgo, Escocia. En ese país que sólo recientemente había salido derrotado de una de las revoluciones más sangrientas y traumáticas de su historia, el joven se crio en un contexto en el que las tradiciones del pasado y la expectativa del futuro se mezclaban todavía con resultados inciertos. En lo personal, un brote de polio sufrido en 1773 obligó a enviar a Scott fuera de la ciudad, a la granja de sus abuelos paternos en Sandyknowe, en la región escocesa de Borders, justo en la frontera con Inglaterra. Allí, en este lugar literalmente entre dos culturas, conoció el folklore y se fascinó por primera vez con las tradiciones orales del pueblo escocés, que más tarde habrían de volverse su obsesión.
Pero la carrera artística tuvo que esperar todavía un poco más. Por pedido expreso de su padre, en 1783 se inscribió en la Universidad de Edimburgo con 12 años (algo normal para la época) y estudió abogacía. Ya por entonces se codeaba con algunos grandes nombres del ámbito literario como Adam Ferguson y los escritores Thomas Blacklock y Robert Burns, pero su principal campo de acción sería el derecho.
Recién para 1796, año en el que empezó a traducir obras del alemán, dio sus primeros pasos en el trabajo de escritura y, para 1802, publicó su primer libro: una colección de historias tradicionales escocesas llamado Poemas de la frontera escocesa. En los siguientes años, ya casado y con hijos, mantuvo una doble vida como juez de paz en el condado de Selkirk y como poeta de medio tiempo, alcanzando la tan deseada consagración en 1805 con Canto del último trovador. En una típica actitud romántica, en su poesía Scott se dejó llevar por los ecos del pasado escocés y por el paisaje del país, elaborando nuevos libros de poesía de gran renombre como Marimon (1808) o La dama del lago (1810).
A partir de la década de 1810, sin embargo, Scott decidió dar un paso audaz y experimentar por fuera de la poesía, el género por excelencia del temprano siglo XIX. Convencido de que la mejor manera de documentar y dar a conocer sus hallazgos sobre las tradiciones escocesas era a través de la prosa, él se esforzó por elaborar un tipo de novela completamente nuevo que luego se popularizaría con el nombre de “novela histórica”. En este sentido, uno de sus primeros esfuerzos fue Waverly, trabajo que publicó de forma anónima en 1814. En ella relataba el levantamiento jacobita de 1745 con ribetes quijotescos, usando al personaje principal para explorar los conflictos de la guerra con los ingleses y, eventualmente, exaltando el valor de lo escocés. Este tipo de narración, concentrado en los dramas de los personajes más dispares y expuesto con gran histrionismo, lo hizo merecedor de ser comparado con Shakespeare y le valió una inmensa dosis de fama. Fama, hay que señalar, que no era del todo transparente, ya que Scott había decidido preservar su identidad como poeta y no usar su nombre real en las novelas. Así, con el nombre de “Mago del Norte” o simplemente como “el autor de Waverly“, libros como Historias de mi posadero (1816-19) o la robinhoodesca Ivanhoe (1820), cautivaban al público británico que, en el fondo, sabía que el autor escocés estaba detrás de todas ellas.
Con este procedimiento – no sin controversias – él aprovechó su condición de escocés protestante de las Lowlands y volvió la cultura de las Highlands amigable al pueblo inglés (y por extensión, al mundo entero), de paso contribuyendo a forjar la identidad nacional escocesa desde una posición unionista. Para Scott, no tenía sentido pelear contra los ingleses ya que creía muchísimo en el valor que podía aportar ser británico y poder formar parte del Imperio. En este sentido, la mejor forma de ser escocés, aparentemente, no era bregando por la independencia, sino exaltando estos rasgos identitarios frente a los ojos del poder dominante. ¿Qué mejor ejemplo de esta teoría, sino, que el lazo de admiración mutua que se formó entre Scott y el Príncipe Regente (luego Jorge IV)? Éste último, impactado favorablemente por su trabajo literario, entró en contacto por primera vez con el autor cuando, tomándose a pecho su sentido de la aventura, lo mandó en una misión en busca de las joyas de la corona escocesa, que se creían perdidas desde principios del siglo XVIII. Cuando éstas fueron recuperadas (estaban donde las habían dejado 100 años antes) y entregadas a la casa real, Scott fue recompensado con el título de baronet de Londres y, desde 1820, pudo agregar el “sir” a su nombre. Pero, más allá de lo anecdótico, ésta impresión favorable se tradujo, en 1822, en una solicitud de parte de Jorge IV para que Scott organizara la visita del monarca a Escocia. Para agasajarlo, el autor coordinó espectáculos y desfiles en los cuales se vistió al rey con tartán – todo un símbolo, ya que se había prohibido después del levantamiento de 1745. El episodio, en ese entonces, fue leído como un caso de éxito y como un síntoma de reconciliación, pero, en líneas más modernas, no dejará de ser señalado como un gesto de apropiación cultural y como un acuerdo tácito a la penetración inglesa en el territorio escocés.
Sea como fuere, este momento de triunfo en la vida de Scott pronto quedó opacado por una serie de problemas económicos que afectaron seriamente su posición en 1825. Quebrado, pero determinado a salir adelante por sus propios medios, se lanzó vorazmente a la escritura y produjo un diario que recién vería la luz en 1890 y toda una serie nueva de novelas, obras de no ficción y obras de teatro de dudosa calidad.
Así se pasó la última década de su vida y, aunque hacia el final ya estaba bastante enfermo, la gira que realizó por Europa y el entusiasmo con el que fue recibido son pruebas suficientes de su continua celebridad. Para cuando retornó a Escocia, sin embargo, fue víctima de una epidemia de tifus y murió el 21 de septiembre de 1832.
Sus novelas se siguieron vendiendo después de su muerte en grandes volúmenes, al punto que su deuda quedó cancelada póstumamente. Pero, cuando el realismo se apoderó de la literatura a finales del siglo XIX, las obras de Scott perdieron su aura de espectacularidad. Declaradas pomposas, excesivamente rebuscadas (recordemos que le pagaban por palabra, así que no economizaba) y simplonas, se las relegó al terreno de la literatura infantil y progresivamente fueron perdiendo su popularidad. Sorprende, entonces, que con todos los monumentos, las conmemoraciones y los lugares que lo recuerdan, recién a partir de la década de 1960 el mundo académico volvió a fijar su mirada en Scott y reconoció – por su extensivo uso de la primera persona en sus narraciones épicas – a un escritor de sensibilidades posmodernas. Con su imagen ahora un poco menos vapuleada, se resaltaría su rol como pionero en el género histórico y se le daría un especial crédito por haber contribuido a través de su obra a la creación de una identidad escocesa.