Sarmiento, el genio antipático

Nos mira severo, con ese ceño fruncido y ese belfo desagradable, y esa calva.

No es simpático su aspecto. Siempre ha parecido un viejo, aún cuando era joven. Por eso Urquiza, durante la campaña en el ejército grande, en una fiesta al verlo bailar una contradanza, había dicho burlonamente a sus oficiales. “¡Véanlo al viejo bailando!”.

Sin embargo, interiormente ha sido siempre un hombre joven.

Fogoso todo él, quizá con la carne un tanto indómita (¡Si no hubiera sido por la chinita que acarreaba el mate! le escribió a un amigo contándole de una visita que hizo a Mariquita Sánchez) supo cautivar a una mujer muchos años menor que él.

Impetuoso, tan impetuoso que una gran parte de la opinión de los que no lo conocieron lo ha juzgado más por sus dichos que por sus hechos.

Y es cierto, a veces no han sido felices sus palabras: “No ahorre sangre de gauchos…”.

Sus hechos han desmentido con creces las frases hirientes que pronunció. En su afán de enfatizar lo que él con una visión genial del porvenir, anhelaba para sus paisanos y su tierra, muchas veces traspuso la línea de la diplomacia.

Era demasiado veraz, demasiado directo para conocer de diplomacias.

Hasta su apellido se nos antoja algo hostil, duro, áspero. Un pedazo de madera seca y marrón, que sólo sirve para alimentar el fuego.

Sin llegar a serlo del todo, lo parecía.

 

¿Quién fue en realidad Domingo Faustino Sarmiento.?

Fue, tal vez, uno de los tres hombres a quien le más le debemos los argentinos. Octavio Amadeo en su libro “Vidas Argentinas” dijo de estos héroes “La presencia en un país de los ancianos ilustres que han servido a la patria da una sensación de tranquilidad y de respeto. Es como la presencia de la vieja abuela en un rincón del comedor, cerca de la estufa.”

Fue un toro que arremetía con sus ideas cuando frente a él se agitaba el trapo rojo de la ignorancia.

Soñó con una patria ideal.

Tuvo ideas e ideales.

Luchó, luchó y luchó.

Con el pretexto de combatir una tiranía ejercida por un hombre al que jamás pudo conocer, en realidad lo que combatía era la ignorancia, encarnada en las masas del campesinado. Jamás fue hombre de campo, ni de a caballo, rara falencia en alguien de aquel tiempo. No lo imaginamos montado en un corcel. Le cuadraban más los libros, la tribuna, las polémicas de pluma.

De ello puede dar fe Alberdi.

Los argentinos nos hemos enriquecido con ese antagonismo. Allí están “Cartas Quillotanas” y “Las Ciento y Una” para atestiguarlo.

Así como algunos son incapaces de combatir con odio, él no conocía otra forma de enfrentarse a algo si no lo hacía de manera apasionada.

Sintió la llama del odio. Detestaba violentamente todo lo que fuese incultura, y subversión del orden. “¡Fusílelo sobre el tambor!” ordenó a través del telégrafo cuando Arredondo, haciéndose pasar por Roca le preguntó que hacía con Arredondo “¡Váyase al diablo viejo loco!” le contestó éste y cortó la comunicación antes de la batalla de Santa Rosa. “La horca o Southampton” aconsejó para Urquiza luego de Pavón.

Con ese mismo fervor irracional aplaudió la ejecución del Chacho en Olta.

En San Juan era “don Domingo”, en Buenos Aires era “don Yo”, y en todas partes “El loco Sarmiento”.

Sospechamos que al combatir a Rosas, luchaba más contra lo que aparecía como una dictadura del proletariado ignorante, que contra el orden forzado y el terror que vivió el país durante el período de don Juan Manuel.

¿Qué decir de un hombre, hijo de un modesto hogar provinciano, que jamás asistió a una universidad, que no fue un gran estratega militar como Paz, o un gran político, mimado de la fortuna como Mitre, ni tampoco ambas cosas a la vez como Roca, ni un aristócrata joven, y apuesto general como Alvear; ni tampoco un doctrinario, o un eximio profesional del Derecho como Alberdi o el doctor Vélez Sarsfield; un hombre, en fin, que jamás tuvo un electorado propio, y que sin embargo llegó a la Presidencia de la Nación, que fue honrado con el título de Doctor Honoris Causa por una Universidad norteamericana, y que hoy es recordado como uno de los Padres de la Patria en uno de los dos países mas importantes y poderosos de la América del Sur?

Hasta un himno propio tiene.

Sarmiento no necesitó de un ejército, ni de un partido político, ni de un título universitario, ni heredó una ilustre prosapia para ser factor decisivo en el país. Él sólo, en si mismo, constituyó una fuerza poderosa.

Allí reside su genialidad.

Como dijo alguien, “Sarmiento trabajaba de Sarmiento”

Al igual que Napoleón podía exclamar: “Soy de los pocos hombres que se lo deben todo a sí mismo, y nada a sus antepasados”.

Siempre, siempre, eternamente pobre, los cargos que ocupó apenas le brindaban lo necesario para una subsistencia que le permitiera seguir construyendo la patria. Se hizo un lugar en el escenario político de su tiempo a codazos, y construyó el país a empujones.

Ejercía el cargo máximo a que puede aspirar un argentino; era Presidente de la Nación y no tenía casa donde vivir.

Jamás le importó eso. Acaso él debe haber aspirado a otro tipo de riquezas.

Ni siquiera sabía lo que poseía. Una vez, su fiel administrador, en los últimos tiempos, le aconsejó que adquiriese una vivienda propia, y él le contestó: “¿Pero con qué dinero?” “Pues con el que tiene ahorrado” le contestó el hombre.

Él ignoraba lo que tenía.

Sin embargo, detrás de la fachada recia, de intelectual hosco y espontáneo, había un hombre de sentimientos dulces. Una de las páginas de “Recuerdos de Provincia” quizá su obra literaria más lograda, nos emociona. Estando en Europa se levanta una mañana con la convicción que su madre allá lejos, en San Juan, había muerto. La angustia filial ante la certeza de la pérdida irreparable nos transporta a lo que un hijo acongojado debe sentir. El escritor alcanza una simbiosis única con el lector. Y logra que compartamos su tristeza y la experimentemos como propia.

Asimismo, el último párrafo de “Dominguito” nos coloca con palabras tiernas, únicas, nacidas de la triste e insuperable pérdida, frente al dolor más grande que puede sentir un hombre.

Los niños en las escuelas, al ver su faz severa le temían un poco al principio, pero pronto se entregaban a su sincero afecto, pues entre ellos era el hombre más espontáneo, bromista y chacotón que se pueda imaginar

Hubiésemos querido que el gran escritor que fue nos dejara alguna obra suya de ficción. Las obras de ficción nos ayudan a conocer al autor en su faz más cotidiana y mundana. Nos desnudan sus imaginaciones frente a cosas de la vida.

Lamentablemente, esa ha sido, acaso, la única deuda que nos ha dejado a quienes admiramos su acción.

Tenía exacta conciencia del tremendo poder de su mente, su voluntad y su pluma, se sabía poseedor de un destino manifiesto y no se equivocaba. Por eso fue vanidoso, y a veces, intolerante. “¡Yo he venido aquí a que me escuchen, no ha escuchar!” le contestó a unos legisladores jóvenes que, siendo él ya anciano, se mofaban de su sordera.

Fue político, escritor, docente, y un militar inventado.

Como político fue un apasionado, con un valor cívico que no trepidó en oponerse a los poderosos, a dejar su patria, y cuando creyó que podía volver, advirtió, tal vez con tristeza y asombro, que Urquiza, luego de Caseros, continuaba imponiendo la divisa punzó. Su genio, que nada callaba, no toleró la medida, pues se había ilusionado con la idea de que luego de la caída del tirano las cosas cambiarían. Y nuevamente se plantó en disidencia con el poder.

Como docente fue esencialmente un visionario. Esta sola palabra lo define con justeza.

Advirtió antes que cualquier otro la importante función de la mujer en la educación. Sus cartas a Mrs. Mann son ilustrativas al respecto.

Tenía cosas de niño.

Sus desplantes, sus vanidades, sus pueriles deseos.

Le hubiese agradado sobremanera haber sido un militar. Un estratega brillante como Paz, al cual admiraba profundamente. O tal vez, un héroe romántico y aventurero, delgado, rubio y valiente como Lavalle. Le hubiese gustado que las mujeres al verlo exclamaran entre susurros: “¡Mira ése es el General Sarmiento!”.

Pero a veces un hombre no es lo que desea ser, sino lo que es. Y Dios no le otorgó charreteras, ni entorchados, ni estrellas ni laureles en su vida.

¡Cómo lo hubiese disfrutado de haber sido así!

Pero cuando a un hombre todo un pueblo lo recuerda como a uno de los Padres de la Patria, bien se le puede perdonar no haber sido un militar de batallas.

Sin embargo, acabó sus días ostentando las divisas de General. Nunca le sentaron. Más allá de su valor probado había algo en él profundamente civil. Se nos antoja inadecuado ese uniforme que luce en las tapas de algunas ediciones del “Facundo”.

Nos mira severo a los argentinos, como si fuésemos sus alumnos.

Seamos dignos de él, de ellos, los que nos dejaron lo que tenemos.

Ojala que nos siga mirando, mostrándonos el camino. Ojala que no lo olvidemos.

Mientras imitemos su ejemplo, estará todo bien.

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