Santos incorruptos

Polvo eres y al polvo volverás

Génesis 3:19

Muy pocos son los que escapan de esta condena bíblica. Algunos, con olor a santidad y vidas ejemplares, perseveran incorruptos entre nosotros. Desde la Antigüedad hubo pueblos que, por cuestiones religiosas, intentaron conservar nuestros despojos mortales incólumes con rudimentarios métodos de embalsamamiento. No solo los egipcios se destacaron en este arte. Los incas, los lamas tibetanos, los japoneses, ciertos pueblos de Dinamarca y Siberia mantuvieron a sus muertos listos para reencontrarse con su alma.

A veces los factores climáticos los asistieron -el calor seco, las tierras salinas, espacios sometidos a irradiaciones, el frío y ciertas enfermedades- para ayudar a mantener los cuerpos en un estado de conservación semejante al que presentaban en vida. Y decimos semejante porque esas momias, frías y secas, solo eran tristes remedos de glorias pasadas. Las causas de muerte asisten en la preservación de enfermos deshidratados y emanciados, mejor que los que mueren por infecciones. En las zonas pantanosas del norte de Europa, el agua fría con alto contenido de ácido tánico, usado para curtir cuero, preserva perfectamente a individuos, como el llamado “Hombre de Tollund” en Dinamarca, que conservó en buenas condiciones la barba, la capa y la cuerda con la que fue estrangulado.

Se ha intentado salvaguardar a algunas personas en particular, independientemente de los usos y costumbres de su pueblo. Alejandro Magno fue sumergido por sus soldados en miel, para llevarlo a su Macedonia natal, donde tenían la costumbre de quemar a sus muertos. Considerando sus glorias, era mejor mantenerlo como símbolo de unión de un imperio que solo él podía aglutinar. Su dulce cadáver no fue suficiente y su imperio se desmembró poco después.

Nelson, muerto en la batalla de Trafalgar, fue enviado a Inglaterra en una barrica llena de vino español. Cuentan que algunos de los sedientos marineros ingleses brindaron en honor a su almirante con el mismo vino que lo conservaba. No era cuestión de desperdiciar bebida tan preciada… Lo mismo pasó con el cuerpo del general Fructuoso Rivera, primer presidente uruguayo, después de su muerte durante su glorioso retorno. Fallecido antes de llegar a Montevideo, sus gauchos quisieron conservar su cadáver en caña brasilera, caña que religiosamente bebieron para recuperar la espirituosa alma de su caudillo.

Siempre han existido fórmulas para evitar los deterioros que impone la muerte. El cuerpo de Rosalía Lombardo se conserva tal cual estaba al morir en 1920, gracias a las misteriosas inyecciones que el doctor Salafia administrara poco después de su defunción. Esta niña se encuentra en el lúgubre monasterio de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos en Palermo, Sicilia. Decimos misteriosa, porque el doctor Salafia se llevó el secreto de esta preservación post mortem a la tumba, poco tiempo después de completar su capo laboro. Y, ya que hablamos de los capuchinos, no podemos dejar de mencionar a este convento, donde los franciscanos ponían en práctica sus técnicas de conservación aprovechando el clima seco de la isla. A lo largo de sus amplios corredores, descansan cientos de cadáveres momificados en distintos grados de conservación, elegantemente vestidos con sus mejores galas.

Algunos lugares, sin revestir condiciones climáticas extremas, se caracterizan por los poderes “conservacionistas” que poseen. Tal el castillo Sommerhof en Mittelfranken, Alemania, o en el monasterio de las cuevas de Kiev en Ucrania. Esta curiosa condición también se constató en la cripta de la catedral de Bremen. Allí, durante el siglo XVIII, cayó un joven que murió inmediatamente. Encontrado el cadáver años después, llamó la atención su excelente estado de preservación. Conocido el hecho, los miembros de la nobleza germana bregaron por ser enterrados allí, en busca de su porción de eternidad. Los estudios han demostrado que las radiaciones existentes en el lugar pueden ser responsables, en parte, de este fenómeno.

En la ciudad china de Nanjing, se desenterraron sesenta cuerpos de dignatarios en un excelente estado de preservación, con piel suave y articulaciones móviles. Asimismo, cerca de ellos, se encontraron hierbas medicinales que podrían haber sido las responsables.

En América Latina resulta imposible no hablar de la extraordinaria momificación del cadáver de la señora del general Perón, la célebre Evita, magnífica obra del excéntrico médico español, el doctor Ara. Para promover su trabajo, este siempre llevaba una mano preservada con su método. En cambio, la señora del brigadier Juan Manuel de Rosas, Encarnación Ezcurra, se ha mantenido en excelente estado sin que mediase, a nuestro saber, ningún procedimiento embalsamatorio. Al morir de un cáncer ginecológico, fue depositada en el enterratorio subterráneo de la iglesia de San Francisco, donde se conocen otros casos de momificación, como el del general Mackenna y la Virreina Vieja, esposa del virrey del Pino y suegra de Bernardino Rivadavia, primer presidente argentino. Quizás, en ese ámbito, podamos descubrir alguna clave del enigma. Lo cierto es que Monseñor Ezcurra -sobrino de doña Encarnación y testigo durante el traslado a la bóveda de los Ortiz de Rosas- dijo: “Parece dormida…”.

Sin embargo, en ninguno de estos cuerpos podría afirmarse la incorruptibilidad. Todos presentaban algún estado de momificación, es decir, de desecación y ulterior coagulación de las proteínas.

A muy pocos cadáveres les está reservada la posibilidad de mantenerse sin que medien los fenómenos putrefactivos a pesar de los años, los climas y las pestes. Esos pocos no solo conservan la tersura de su piel y la flexibilidad de sus articulaciones, sino también la fluidez de su sangre y un perfume a rosas que invade su aliento y su respiración de aceites aromáticos. En ninguno de ellos primó la voluntad de preservación o se documentó que hayan recibido alguna droga que los asistiese; tampoco fueron alojados en lugares que tuviesen alguna cualidad conservadora. Es más, veremos que muchos fueron colocados en tierra o en lugares húmedos y hasta sufrieron intentos de destrucción.

San Colberto presentaba un estado de preservación tan notable que, cuando Enrique VIII mandó a sus secuaces a profanar su tumba y dispersar sus restos, estos se abstuvieron de cometer semejante tropelía. Con los años, se redujo a huesos, conservados hoy en la catedral de Durham.

Santa Catalina de Bolonia fue enterrada directamente en tierra, sin ataúd, siguiendo la costumbre de su orden. Para maravilla del convento, doce años después, desenterraron su cadáver y lo encontraron incorrupto. De él, brotaba un suave perfume. Además, estaba tan flexible que pudieron sentarla sin dificultad. Así se la puede ver hoy, en la iglesia del monasterio del Corpus Domini, en Bolonia, con su oscuro hábito, sosteniendo entre sus manos un misal y una cruz.

Y los ejemplos abundan. A santa Magdalena de Pazzi, su padre, el gobernador de Florencia, la internó en un convento de monjas a los 10 años. En 1576, hizo votos de virginidad. También, desarrolló un morboso deseo por experimentar el dolor físico. La santa tenía un lema: “Ni morir ni curar, sino vivir para sufrir”. Un año después de su muerte, en 1608, abrieron su tumba y la santa, que tanto había torturado su cuerpo en vida, se encontraba fresca, entera y flexible. Hoy su cadáver es expuesto al público en el convento Carmelita de Florencia.

Otros cuerpos fueron deliberadamente puestos en cal para promover su destrucción. La idea era reducirlos para poder disponer de sus huesos como preciadas reliquias. Tales los casos de san Francisco Javier, san Pascual Baylón y san Juan de la Cruz. Sin embargo, no lo lograron y este último conserva su flexibilidad articular como en tiempos idos.

Por su parte, san Francisco Javier, muerto en China en 1552, fue trasladado a la basílica de Bom Jesús, en la colonia portuguesa de Goa, India. Para maravilla de sus devotos, cincuenta años después de su muerte, yacía incorrupto y con sus ojos abiertos. El brazo derecho, con el que el misionero había bautizado a más de treinta mil personas, fue trasladado en 1615 a Roma, donde se lo venera en la iglesia del Gesù.

Santa Jacinta Mariscotti, después de una vida veleidosa, cayó enferma a los 30 años,y, desde entonces, padeció agudos dolores. Soportaba con estoicismo estos sufrimientos, a los que consideraba el medio para purificar su pasado. Tal vez porque purificó tanto su cuerpo con abstinencia y oraciones, hoy se conserva incorrupto en el convento de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo.

Santa Catalina Labouré, luego de cincuenta y seis años muerta, fue encontrada perfectamente conservada, aunque su triple ataúd se encontraba podrido a causa de la humedad. El cuerpo de santa Catalina de Siena también soportó los abusos de la humedad, pero fue encontrado incorrupto después de estar en un cementerio, donde el beato Raymundo de Capua dijo que “estaba muy expuesto a la lluvia”. Su ropa sufrió severos deterioros.

Podríamos enumerar muchos más casos cuyos cuerpos no fueron víctimas de gérmenes ni hongos que conducen a la corrupción. Santa Catalina de Génova, santa Magdalena Sofía Barat, san Carlos Borromeo, san Vicente de Paul, san Camilo de Lellis, san Hugo de Lincoln, todos se preservaron incólumes por años.

Otro fenómeno llamativo, más cercano a nuestros días, es el de santa Bernardita Soubirous (1844-1879), la vidente de Lourdes, que a la fecha mantiene una tersura en su piel de singular belleza y flexibilidad en sus articulaciones.

El caso del que se tiene más reciente registro es el del cardenal Schuster, muerto en 1954. Lo llamativo es que era amigo de Mussollini y compartía con el dictador el mismo entusiasmo fascista. Algunos dicen que fue inyectado con formol.

El papa Benedicto XIV consideró estos fenómenos en “De cadaverum incorruptione”, y definió la posición de la Iglesia. Según esta encíclica, solo se consideran milagrosos aquellos cuerpos que preserven su color, frescura y flexibilidad por muchos años sin que medie ningún tratamiento químico o físico.

Constatar la incorruptibilidad de un cuerpo, si bien asiste en el proceso de santificación, no es causa suficiente para su consagración. Tampoco es causa de eliminación su putrefacción. De hecho, los santos incorruptos son solo un pequeño porcentaje entre los canonizados. Los cuerpos de muchos santos, después de traslados, exposiciones, disecciones y toma de reliquias, se han oscurecido y han perdido su flexibilidad original.

Muchos son los argumentos esgrimidos para explicar estas particularidades. Hemos enumerado la radioactividad -sin que otros cuerpos sometidos a esta siquiera se asemejen al estado de estos santos-. Tampoco las dietas ascéticas, a las que muchos estaban acostumbrados -como el caso de santa Catalina de Siena-, podrían explicar estos fenómenos. Los cadáveres de muertos por inanición pueden preservarse en un relativo buen estado, pero también en ellos se instala el rigor mortis.

En poquísimos casos se inyectaron sustancias para la preservación del santo en cuestión, como probablemente haya pasado con san Francisco Javier. Aunque los medios utilizados en la época no podrían siquiera justificar el grado de conservación que se ha podido constatar, para alegría de muchos devotos y consternación de los escépticos de siempre.

Texto extraído del libro Trayectos Póstumos (Olmo Ediciones)

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