Cada pincelada era una caricia, cada retoque un beso, cada sfumato, un suspiro. Así pintaba el divino Rafael a la mujer que amaba, a la mujer que prestó su cuerpo y su rostro a madonas y santas. Ella fue Clío, la musa inspiradora del Parnaso, fue Santa Cecilia y Santa Margarita; fue la alegoría de la Justicia. Esta mujer se llamaba Margarita, huérfana de Francisco Luti, oriundo de Siena, de profesión panadero. De allí el apodo de la dama: La fornarina. Fue este el único retrato que Rafael pintó de una mujer desnuda sin escudarse en evocaciones mitológicas. Era sólo ella, La Fornarina, esa mujer que amaba la risa, que amaba la sensual seducción de este artista que le dio gracia a la pintura. Sí, porque Leonardo le había dado elegancia al arte, Miguel Ángel le cedió la fuerza y Rafael le otorgó a la pintura esa virtud indispensable para huir del oscurantismo medieval: la gracia.
Rafael Sanzio, a diferencia de su pintura, era un torbellino de pasiones, vivía con frenesí, ganaba mucho dinero y lo gastaba a raudales, pero por sobre todas las cosas, amaba, amaba sin continencia, en una loca carrera contra el tiempo que a todos tarde o temprano, nos vence. Como escribió Vasari: “Murió por exceso de amor”. Muerte dulce si las hay, pero que a los mortales nos está negada. En realidad, Rafael murió de malaria, pero la extraordinaria actividad sexual que desarrolló en sus últimos días hizo temer por su salud, “Siempre atado a una pasión”, nos cuenta Vasari “continúa en secreto y sin medida, sometido a los placeres del amor”. Murió un viernes santo, el mismo día que cumplía 37 años. Su cuerpo fue velado en el Vaticano y en la cámara mortuoria colocaron su última obra, aún inconclusa “La transfiguración de Cristo”. Margarita quedó desconsolada y con una pesada culpa sobre sus hombros, más cuando algunos hablan de una boda secreta con su amante a pesar de que Rafael estaba comprometido con María Bibbiena, la sobrina del poderoso cardenal. Eso es lo que sugiere la perla que enigmáticamente pende del turbante.
Cuatro meses más tarde, el 18 de agosto de 1520, La Fornarina ingresó al convento de San Apollonia, en el Trastevere, donde imploró cada día la clemencia divina por haber ultimado a su amado a fuerza de amor. Allí encontró la muerte dos años más tarde, la razón de su deceso se ocultaba en un sutil detalle que Rafael había consignado en la obra, un bulto casi imperceptible, una masa azulada que irrumpía sobre su pecho izquierdo, señalado por sus dedos. La Fornarina murió de cancer de mama.
La obra fue muy discutida por ser el único desnudo no alegórico, una pintura casi descarnada para el estilo de Rafael. Fabio Chigi, descendiente del banquero Agostino Chigi -amigo del pintor-, decía de ella que era una obra mediocre, que representaba sólo a una prostituta de baja estopa. Otros la encontraban casi repugnante y veían en ella a una mujer de “condición ignominiosa”. Pero los tiempos cambiaron y así creció el prestigio de este artista y la pintura de su amada. Charles Brosses la define como “de alta perfección” y Stendhal, el célebre escritor, se enamoró de esos ojos negros. La obra inspiró a Ingres, que dotó a muchos de sus desnudos con un turbante semejante. Picasso la repitió una y otra vez en sus grabados.
Margarita fue sin dudas el gran amor de Rafael, a quien el artista retrató hasta en el más sutil de los detalles, señalando el tumor que le costó la vida.
Texto extraído del libro Desnudo de mujer, de Omar López mato