Film (1964), la única incursión de Samuel Beckett en el cine, es realmente una obra de una rareza inmensa, no sólo por su temática, sino también por su historia y su contexto de producción.
Para los sesenta Beckett ya era una personalidad muy reconocida en el mundo de la literatura y las artes. Íntimamente asociado a su compatriota James Joyce en los inicios de su carrera, para la época de la posguerra Beckett, luego de lo que el definió como una revelación, había comenzado a seguir su propio camino sobre las bases de la austeridad y la experimentación. Autor de una genuina “poética del vacío”, como lo han definido varios teóricos, fue en la década del cincuenta que escribió sus más memorables trabajos en prosa – como la triada de novelas Molloy (1951), Malone muere (1952) y El Inombrable (1953) – y se comenzó a destacar como dramaturgo luego de estrenar obras revolucionarias y absurdas como Esperando a Godot (1953), Final de partida (1955) y Los días felices (1960).
Con su celebridad ya definida, no sorprende demasiado que en 1962 el editor de Beckett en los Estados Unidos, Barney Rosset, director de Grove Press, lo invitó a participar de su nuevo proyecto, el Evergreen Theater. La idea era convocar a varios autores asociados a la editorial, como Harold Pinter, Eugene Ionesco, Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet, y pedirles a cada uno que escribiera un guion para cine. En retrospectiva se puede apreciar que el trabajo de producción fue muy exitoso y que varios de los scripts presentados llegaron a realizarse eventualmente, pero en ese contexto sólo el de Beckett vio la luz.
Se sabe que él siempre había sentido una especial interés por el cine y hay registros, incluso, de que en 1936 llegó a escribirle una carta a Sergei Eisenstein solicitándole el ingreso a la escuela soviética, VGIK. Su demanda, sin embargo, nunca tuvo respuesta y pronto sus sueños audiovisuales quedaron atrás, por lo que para cuando Rosset lo convocó, Beckett no contaba con ningún tipo de experiencia cinematográfica. En su correspondencia de la época resulta evidente que estaba aterrado y que temía, más que nada, no poder representar lo que se imaginaba.
Hoy uno puede juzgar esa eficacia dado que Film es bastante fácil de conseguir y un rápido vistazo al corto de 22 minutos permite adentrarse en el puro pensamiento becketteano aplicado al cine. La idea en sí es atractiva, aunque críptica, y su carácter revolucionario ha inspirado a muchísimos teóricos como Gilles Deleuze a considerarla como la base de algo mucho más importante que un simple film. Basada en la máxima esse et percipi (ser es ser percibido), idea central del filósofo irlandés del siglo XVIII George Berkley, Beckett imaginó una persecución al estilo del cine mudo. La presa, en este caso, no escapa de un peligro concreto, sino de lo que el autor – quien odiaba personalmente ser grabado, filmado o fotografiado – definió como “la agonía de ser percibido”. Así, la trama central consiste en dos puntos de vista: el de E (el ojo o Eye en inglés), representado mecánicamente por la cámara que busca ver, y el de O (el objeto), menos nítido, un hombre que escruta su entorno pero busca escapar de ser visto, por lo cual siempre lo vemos de espaldas o desde un ángulo en el que él no sabe que E lo está mirando. Sólo al final, luego de que O se recluye de todas las criaturas capaz de observarlo y se duerme, desapareciendo la capacidad de percibir su entorno, E se acerca y lo enfrenta, revelando su cara. Cuando O despierta y ve a E de frente, descubre que E no es otro que él mismo y se horroriza, simbolizando la imposibilidad de escapar a la autopercepción.
En primer lugar, cuando se estaba armando el equipo técnico, fortuitamente apareció Boris Kaufman como director de fotografía, alguien que terminaría por ordenar un poco más la idea de cómo se debían ver las visiones contrapuestas. Su nombre, por entonces, era absolutamente reconocible gracias al Oscar que había ganado por su trabajo en On the waterfront (1955) de Elia Kazan, pero los cinéfilos probablemente lo asociaban más a su hermano, el genial cineasta ruso Dziga Vertov, y a su colaboración con Jean Vigo en L’Atalante (1934) y Zero en conduite (1933).
El segundo y más conocido milagro involucró a la elección del actor que debía representar a O. Según los recuerdos de Alan Schneider, como la idea en la película era jugar un poco con la lógica del cine mudo, uno de los primeros nombres que se barajaron fue el de Charlie Chaplin. Sin embargo, a los 75 años él ya estaba absolutamente retirado y no hubo forma de contactarlo, por lo que se estudiaron nuevas opciones, y de entre ellas surgió el nombre de otra icónica estrella de los albores del cine: Buster Keaton. Esta no era la primera vez que el mítico actor se veía convocado para participar en una obra de Beckett, ya que años antes se le había ofrecido y había rechazado el rol de Lucky en la fatídica puesta de Esperando a Godot en Miami, pero en esta oportunidad, a pesar de haber leído y no entendido el guion de Film, decidió aceptar por una cuestión económica.
Con todo ya en marcha, en julio de 1964 Beckett viajó a Estados Unidos por primera y última vez para participar del rodaje, que terminó durando 11 días. Aún después de varias reuniones de preproducción en la casa de Barney Rosset, el proceso en sí resultó ser extremadamente errático. A pesar de su probada experiencia, no se le dejó hacer sugerencias ni improvisar a Keaton quien, sin embargo, se mantuvo estoico aún en las condiciones más deplorables. Los problemas surgían constantemente y se resolvían con reescrituras y ajustes que, en algunos casos, significaron alteraciones importantes a la versión original. En este sentido es notable la eliminación de toda una secuencia inicial de ocho minutos (recuperada años después de una lata olvidada en la cocina de Rosset y presentada en el ensayo documental Notfilm (2015) de Ross Lipman) debido a que el mal manejo de la cámara generó un efecto estroboscópico que mareaba al espectador.
El proceso de edición y postproducción no fue menos complicado y, para cuando la película finalmente estuvo lista, no suscitó interés. Alan Schneider luego recordaría que “nadie quería cortos” en esa época, por lo cual Film “se volvió una pieza solitaria, muy solitaria realmente. Una que nadie había visto y que aparentemente pocos querían ver”. Recién para mediados de 1965, y de forma muy limitada, el corto comenzó a circular por festivales en Estados Unidos y en Europa. Fue abucheada y celebrada por igual y, aún en este circuito, atrajo más atención por representar una suerte de revival del veterano Keaton que por Beckett y su filosofía.
En los años siguientes Film quedó olvidada, relegada al estatus de curiosidad u objeto de culto. No se sabe si por el espanto que le produjo esta experiencia o por la falta de nuevas oportunidades, Beckett no volvió a producir material para el cine, sino que prefirió orientar sus experimentaciones audiovisuales al medio televisivo, dónde tenía mayor control y seguridad.