La invasión al Perú estaba en marcha y ninguna de las facciones en pugna dentro de la Armada quería atrasar el inicio de esta campaña que prometía gloria, laureles, reconocimiento, prestigio y, sobre todo, plata, mucha plata. San Martín se había comprometido a pagar a los marinos alistados los sueldos adeudados al momento de ocupar Lima y además una bonificación de un año de salario como gratificación por el éxito de la operación.
Estimulados por las perspectivas de conquistas crematísticas, los oficiales de la Marina chilena llegaron a un arreglo: Spry se hizo cargo de otra nave y el capitán Crosbie fue el capitán del O’Higgins. A diferencia de la campaña que había terminado con la toma de Valdivia, en esta oportunidad, la mayor parte de la marinería era chilena.
Los atrasos en los pagos habían hecho que muchos extranjeros desistieran de continuar con la lucha.
El 20 de agosto de 1820, la flota chilena se hizo a la mar. Llevaba a bordo 4.500 soldados, conducidos en ocho buques de guerra(1) y diecisiete transportes, donde además viajaban ochocientos caballos. Dichas naves enarbolaban una enseña roja y blanca con un recuadro azul con tres estrellas, que representaba a los países comprometidos en esta alianza. Antes de partir, San Martín le dirigió un oficio al Cabildo de Buenos Aires, en el que le hacía saber que, cuando se erigiera una autoridad nacional de las Provincias Unidas, el Ejército de los Andes estaría subordinado a dicha autoridad. La batalla de Cepeda había puesto fin al gobierno del Directorio y cada provincia se gobernaba según su criterio sin subordinación a Buenos Aires. Esta victoria sobre los porteños se la endilgaban a la negativa de San Martín de volver con el ejército de los Andes.
A los transportes debemos agregar la escuadra constituida por el O’Higgins (Sackville Crosbie), las fragatas San Martín (Wilkinson) y Lautaro (Guise), la corbeta Independencia (Forster) y los bergantines Galvarino (Spry), Araucano (Carter), Pueyrredón (Prunier) y Moctezuma (Young). Este último destinado al uso personal de San Martín. Junto al general, viajaban Bernardo de Monteagudo, un hombre de polémica actuación hasta ese momento y que ocasionaría más disputas hasta su asesinato; el diplomático García del Río, un venezolano educado en Europa, promotor de la libertad de prensa y editor de los periódicos El Telégrafo y El Sol de Chile; el coronel Tomás Guido, dilecto amigo y diplomático, además del doctor James Paroissien, médico y consejero, quien era de la comitiva el que mejor relaciones tenía con Cochrane y su esposa (aunque este vínculo no le impedía expresar sus diferencias frontalmente).
San Martín contaba con estos efectivos para enfrentar a más de veinte mil tropas que respondían al mando español. Tal desproporción hacía aconsejable actuar con cautela y tratar de ganar la voluntad del pueblo peruano que, hasta el momento, no había mostrado mucho entusiasmo por la causa independentista.
No solo cabía la incertidumbre de la adhesión de la población peruana, sino que aún se barajaba la posibilidad del envío de una expedición punitiva española, después del fracaso por la Revuelta de Riego. Esta había desencadenado en la península ibérica una serie de disturbios que condujeron a la restitución de la Constitución de 1812, más conocida como La Pepa. El ministro español, Agustín Argüelles, interpretó que una actitud dialoguista mejoraría el humor en las colonias y sería posible la subsistencia del Imperio. El ministro estaba convencido de que los insurrectos deseaban seguir siendo súbditos de Fernando VII.
Gracias a esta intencionalidad política, Murillo y Bolívar -que habían llevado entre ellos una guerra a muerte hasta ese momento- se abrazaron e hicieron votos de mutua amistad en cenas pletóricas de brindis, alabando la buena voluntad de las partes.
Los liberales españoles se ilusionaron con que podrían salvar al Imperio… pero este ya estaba condenado por la codicia inglesa y la idiocia de Fernando VII.
En Perú, todos sabían de los preparativos de la invasión, pero desconocían fecha y lugar. La prensa realista aprovechó para sembrar dudas sobre las intenciones de los criollos y la idoneidad de Lord Cochrane, después del fallido ataque con los Congreve. Este fracaso inspiró una obra teatral llamada Drama naval sobre el ataque del Callao, en el que se acusaba a San Martín de traidor a la corona y los desvelos amorosos de O’Higgins, al tratar de ganar los favores de Lady Kitty Cochrane mediante un pacto con el demonio.
Mientras la flota chilena se preparaba para la expedición, las fragatas españolas Esmeralda y Venganza se aprovisionaron en los puertos peruanos y fueron en apoyo del Prueba, que estaba siendo reparado en Guayaquil.
Aunque los españoles habían recuperado en parte el dominio del mar, los capitanes realistas estaban amilanados. Allí estaba Cochrane, el diablo, con una flota más poderosa que antes contando en su haber la proeza de haber tomado Valdivia… Era un adversario de temer y no querían exponerse innecesariamente.
Por su lado, San Martín no tenía la intención de poner en peligro a esta tropa reunida con tanto esfuerzo ni pensaba “jugarse el todo por el todo” en una batalla; iría tanteando al enemigo con maniobras de desgaste. La guerra prometía ser larga y tediosa, cosa que impacientaba al escocés, más cuando pensaba en la jugosa recompensa que recibiría por la toma de Lima.
En un principio, el almirante guardó silencio y se sometió a la voluntad del general, pero al final su espíritu temerario se impuso. Él era de la opinión de atacar frontalmente a Lima, mientras que Pisco, el lugar elegido por San Martín para desembarcar, estaba a cien kilómetros de distancia. Al llegar a ese lugar, el general exhortó a su tropa a guardar buena conducta y a respetar a la población local, fuese esta criolla o española, so pena de muerte.
Mil hombres, al mando de Álvarez Arenales, avanzaron desde Pisco hacia Lima, pero las marchas no prosperaron por las dificultades del terreno y las enfermedades que asolaron a la tropa.
Estas maniobras de apoyo aburrían al almirante, quien no prestaba atención al desarrollo de las acciones. Debido a un descuido, se perdieron dos transportes que contenían toda la artillería. Por tal razón, San Martín no pudo contar con los cañones ni con parte de la Infantería cuando desembarcó en Pisco.
Mientras que el capitán Basil Hall(2) pensaba que la maniobra distractiva de San Martín era brillante, ya que los realistas se veían obligados a mantener guarniciones a todo lo largo de la costa peruana, Cochrane refunfuñaba por la inacción y repetía ante todos los que lo quisieran oír que un golpe directo sobre la capital era el camino más corto para llegar a la victoria. Tan seguro estaba que le apostó a Paroissien una botella de champagne. Atacar la Ciudad de los Virreyes acortaría el tiempo de la contienda.
Ante el desembarco en Pisco, y la posibilidad de un ataque de la flota chilena a Lima, el virrey Pezuela dudó sobre el curso de acción que debía tomar, más aún si tenía en cuenta los cambios políticos que conmovían a Madrid tras el auge de los liberales. Con la intención de ganar tiempo, el virrey ofreció un armisticio. A tal fin, envió al joven oficial Cleto Escudero como interlocutor. Este fue recibido cordialmente y, en todo momento, trataron de hacerle creer que el ejército invasor era mucho más grande de lo que realmente era, organizando desfiles en los que las tropas circulaban una y otra vez frente al oficial realista. El truco hizo efecto y se iniciaron una serie de conversaciones pero no llegaron a buen termino, la guerra siguió su curso.
(1) La tripulación de los buques era de 1.624 marinos y oficiales. De ellos, 624 eran extranjeros, en su mayoría, británicos.
(2) Basil Hall (1788-1844) era un oficial naval de origen escocés. Explorador en Java, diplomático en China y en Corea, entrevistó a Napoleón en Santa Elena. Hall escribió un libro sobre su visita a Chile, Perú y México en 1823.
Extracto del libro El general y el almirante: Historia de la conflictiva relación entre José de San Martín y Thomas Cochrane, de Omar López Mato (Olmo Ediciones).