En 1791, la Revolución Francesa tomó un nuevo sesgo. Una mujer, Olympe de Gouges, advirtió que la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano que la había inspirado parecía obviar a la mitad del género humano. Para llegar a tal conclusión solo había tenido que observar la precaria situación en la que vivían muchas mujeres de su entorno e incluso acudir a su propia experiencia.
Decidida a remediarlo, publicó la que sería su obra cumbre: la Déclaration des droits de la femme et de la citoyenne (Declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana), un manifiesto que seguía el esquema de su predecesor y en el que Olympe exigía con rotundidad un sistema jurídico basado en la igualdad fundamental entre hombres y mujeres.
Cuando Olympe era Marie
Olympe de Gouges era una mujer hecha a sí misma y oculta por la máscara con la que había tratado de esconder sus humildes orígenes. Su nombre real era Marie Gouze y había nacido en Montauban, una población occitana de la región de Tarn, el 7 de mayo de 1748 en el hogar de Anne-Olympe Mouisset, la hija de un fabricante textil, y un carnicero llamado Pierre Gouze.
Los rumores, sin embargo, la querían fruto de la relación extramatrimonial de su madre con un aristócrata llamado Jean-Jacques Lefranc de Caix de Lisle, quien, años después, le facilitaría una serie de contactos con las élites intelectuales del París prerrevolucionario. En cualquier caso, fue reconocida por el marido de su madre, y como Marie Gouze recibió la educación elemental común a las mujeres de clase popular de la época.
Solo contaba 17 años cuando sus padres la casaron con Louis-Yves Aubry, dueño de un figón de la región que, aunque diez años mayor que ella, le garantizaba un techo bajo el que cobijarse y un plato caliente en la mesa. Poco se conoce de esta etapa de su vida, si bien debe suponerse que no fue feliz, por cuanto, años después, Marie/Olympe no dudó en calificar al matrimonio de “tumba del amor”.
De la unión nació un único hijo, Pierre, y cuando este había cumplido un año, Louis-Yves Aubry falleció. Libre de cualquier atadura, dueña de una modesta fortuna heredada de su esposo y con el firme propósito de darle a su hijo la educación que ella no había recibido, viajó a París.
Una nueva vida
Pretendía convertirse en una mujer autosuficiente, y sabía que para ello necesitaba formación. Fue entonces cuando cambió su nombre por el de Olympe, en homenaje a su madre, y, a fin de ennoblecer sus orígenes, añadió un “de” a su apellido, que transformó en Gouges. Desde ese momento, Olympe de Gouges apartaba a Marie Gouze, la viuda del dueño del figón de Montauban, para dejar paso a una nueva mujer comprometida con su tiempo.
Estudió con una enorme fuerza de voluntad hasta adquirir los conocimientos que se le habían negado y, decidida a formar parte de la élite parisina, reclamó la ayuda de su padrino –o posible padre–, Lefranc de Caix de Lisle. Este la introdujo en los salones de la época y la ayudó a labrarse una pequeña fama como dramaturga, el género literario en el que Olympe se estrenó en el ámbito literario.
Sus obras estaban dotadas de un gran contenido social. De ahí que la suya no fuera una posición cómoda. Corrían los años ochenta del siglo XVIII y Francia vivía vísperas revolucionarias. Olympe, vinculada a círculos de la masonería y miembro del llamado Club de los amigos de los negros, se implicó de lleno en la política antiesclavista.
Tras la publicación en 1788 de Réflexions sur les hommes nègres (Reflexiones sobre los negros) y de Le marché des noirs (El mercado de los negros) en 1790, decidió exponer su pensamiento sobre las tablas y estrenó Zamore et Mirza ou l’heureux naufrage (Zamore y Mirza o el feliz naufragio), rebautizada más tarde como L’Esclavage des Noirs (La esclavitud de los negros).
Con ella pretendía concienciar al público sobre las penurias de los esclavos negros y la sinrazón del tráfico negrero. No contaba con la oposición de muchos sectores de la sociedad enriquecidos gracias al comercio de esclavos. Su audacia le costó pasar por la cárcel durante un corto espacio de tiempo y le cerró las puertas de la Comédie-Française, aunque, tras el estallido de la revolución, sus buenas relaciones se las reabrieron.
Contagiada por la fiebre revolucionaria, en 1789 se lanzó a la palestra política con Lettre au Peuple ou le projet d’une Caisse patriotique (Carta al pueblo o proyecto de una Banca patriótica), publicada en el Journal Général de France. En ella proponía una serie de medidas para paliar la situación económica por la que atravesaba el país.
No tardó en cerrar filas con los girondinos, la facción más moderada de la revolución. Y, preocupada por las desigualdades sociales que afectaban principalmente a las mujeres, los niños y los ancianos, dio a luz la que sería su obra cumbre y la que le conseguiría un lugar de excepción en el panteón de las diosas laicas del feminismo.
Mujer y ciudadana
Olympe, al igual que otras contemporáneas, como la británica Mary Wollstonecraft, no comprendía por qué la revolución no tenía en cuenta las reivindicaciones que habían saltado a la palestra desde los salones ilustrados de discusión femeninos. Las mujeres llevaban años reclamando su derecho a la educación y al reconocimiento de su papel en el mundo, ¿por qué la revolución que parecía defender los derechos de los oprimidos no contemplaba la licitud de sus demandas?
Olympe decidió, con su Declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana, ponerlas sobre el papel y darles voz con inusual contundencia. La misma con la que solía decir que “si la mujer puede subir al cadalso, también puede hacerlo a la tribuna pública”.
En la introducción del manifiesto se erige en portavoz de “las madres, hijas, hermanas, representantes de la nación constituidas en Asamblea Nacional”, en cuyo nombre solicita “los derechos naturales, inalienables y sagrados de la mujer”. Lo hacía, además, considerando que el femenino era “el sexo superior tanto en belleza como en coraje”.
A tal toma de posición seguían diecisiete artículos en los que se insistía en la necesidad de igualar a hombres y mujeres en todos los aspectos de la vida pública y privada, se pedía el derecho al voto femenino, el acceso al empleo público de las mujeres, a la vida política, a poseer y controlar propiedades, a formar parte del Ejército, a gozar de igualdad fiscal, al derecho a la educación y a la igualdad de poder en los ámbitos familiar y eclesiástico.
De la modernidad de su texto queda añadir que, en la parte final, propone un contrato que resulta sorprendentemente similar a la actual legislación sobre parejas de hecho. En él se establece la obligatoriedad de poner en común las fortunas de ambas partes y constituir un sistema de protección hereditario de hijos e hijas habidos en la unión, reconociendo de forma oficial la paternidad y la maternidad, evitando así las discriminaciones por bastardía. Asimismo, se insiste en que, en caso de separación, la fortuna se repartiría en partes iguales entre ambos cónyuges y que toda mujer abandonada tendría derecho a una reparación.
El pensamiento de Olympe de Gouges es, además de feminista, heredero de Montesquieu. Defiende la separación de poderes, y aunque en un principio apoyó la monarquía constitucional –se dirigió a la reina María Antonieta solicitando la protección de la mujer y se opuso a la ejecución de Luis XVI–, se adhirió finalmente a la causa republicana.
Fue también una precursora de la protección de los menores y los más desfavorecidos, proponiendo la creación de maternidades públicas y talleres a cargo del Estado para ocupar a quienes carecieran de trabajo, así como de hogares para quienes no dispusieran de un techo bajo el que cobijarse.
La hora final
Las reivindicaciones de Olympe de Gouges no fueron atendidas por la Convención. Por el contrario, la proclamación de la República en 1792 y el acceso al poder de la facción revolucionaria más radical, acaudillada por Robespierre y Marat, entre otros, la acallaron para siempre.
En el mes de junio de 1793, los girondinos fueron prácticamente eliminados de la escena política. Fiel a sus principios, Olympe salió en su defensa. Poco después, sabiéndose perseguida, abandonó París para refugiarse en el valle del Loira. Sin embargo, en agosto de ese mismo año, durante un desplazamiento puntual a la capital para publicar Les trois urnes, ou le salut de la Patrie (Las tres urnas, o la salvación de la Patria), fue detenida y conducida a prisión. El editor de la obra la había denunciado, atribuyéndole un panfleto a favor de los girondinos defenestrados.
Unas semanas después, una pequeña herida infectada le permitió ser trasladada a la enfermería de la cárcel y, desde allí, previo soborno de sus captores con el dinero conseguido tras empeñar sus alhajas, pasó a una de las llamadas “pensiones burguesas”, donde se recluía a los detenidos enfermos procedentes de los estratos más elevados de la sociedad. No por ello mejoraron las condiciones de su prisión.
La dureza del cautiverio no la hizo callar. Desde su celda, Olympe de Gouges no cesó de reclamar su presencia ante los tribunales a fin de refutar las acusaciones que pesaban sobre ella y eludir al expeditivo tribunal revolucionario. Confiaba en su oratoria para hacer valer su inocencia, pero, como en otras ocasiones, el papel impreso fue su mejor altavoz. Mediante la colaboración de antiguos correligionarios aún libres, publicó dos panfletos que tuvieron una amplia difusión: Olympe de Gouges en el tribunal revolucionario y Una patriota perseguida.
No sirvió de nada. El 2 de noviembre fue llevada ante el tribunal revolucionario. Se le negó el derecho a un abogado y hubo de defenderse ella misma. Lo hizo con valor e inteligencia, pero estaba sentenciada de antemano. Condenada a muerte por comulgar con los principios girondinos y haber apoyado un estado federado, fue guillotinada al amanecer del día siguiente.
Tal vez la muerte fue piadosa con Olympe. De haber vivido, habría tenido que ver cómo su único hijo, Pierre Aubry, renegaba de ella para librarse de la guillotina. Por otra parte, relegada al olvido, su talento no fue reconocido públicamente hasta bien entrado el siglo XX.