Nicolás II estaba exultante. Tras un decenio como soberano, su pueblo al fin le demostraba la entrega que tanto había anhelado. Toda Rusia reaccionaba como una sola voz contra el ataque japonés a la base imperial en Port Arthur. Bien, no toda. Algunas figuras de la corte, pocas, presintieron los peligros que una guerra encerraba para una Rusia tan grande como frágil. El ministro Sergei Witte era la principal de ellas.
A principios del siglo XX Rusia era un gigante con pies de barro que suplía la decadencia de sus estructuras con un incesante crecimiento territorial. El zar ostentaba aún el poder absoluto, y en el caso de Nicolás II eso era un problema. Los asuntos de Estado no eran lo suyo. El conde Witte, tan estimado por su padre, el zar Alejandro III, era un ministro capaz, pero no podía evitar menospreciar a Nicolás, que a su vez encontraba molesto al político.
El imperio de los Romanov no había abordado con firmeza el camino de la modernización. Siguiendo su inercia, la Rusia zarista buscaba su propia justificación a ojos del pueblo a través de guerras victoriosas. Impedida su expansión hacia el oeste y el sur europeos, sus miras desde mediados del siglo XIX se fijaban en Oriente.
La permanencia de estructuras semifeudales también había sido una característica esencial de la sociedad japonesa. La presión de Estados Unidos y Europa para obtener concesiones comerciales llevó a su organización tradicional a una crisis irreversible. Sin embargo, el Japón que emergió de esa crisis estaba decidido a tratar con el hombre blanco de igual a igual.
Tras un serio proceso de revisión, el Imperio nipón retuvo los que consideraba sus máximos valores –patriotismo, lealtad, diligencia– y los combinó con los modelos políticos y la tecnología occidentales. Bajo el reinado de Mutsuhito (el emperador Meiji), el poder pasó a manos de oligarcas plenamente involucrados en esta misión. La sociedad japonesa conoció un rápido proceso de modernización, y a finales del siglo XIX Japón ya estaba en posición de desempeñar un papel de primer orden en Asia oriental.
El rival imprevisto
La resolución nipona se puso de manifiesto muy pronto, en la guerra chino-japonesa de 1894-95, derivada del choque de intereses entre ambos países sobre Corea. El coreano era un estado ligado a China por vínculos tributarios y juzgado por el gobierno de Tokio como el trampolín natural para su expansión en el continente.
La rápida victoria nipona sobre China sorprendió y alarmó a las potencias occidentales, en particular a Rusia, que no esperaba competencia en la región. A expensas de Pekín, San Petersburgo se había anexionado decenios antes la isla de Sajalín y una amplia zona al norte del río Amur. Ahora acariciaba la idea de extender su influencia por Manchuria y la estratégica península de Liaotung. En ella, Port Arthur garantizaría a la marina imperial una salida al mar libre de hielos durante todo el año, algo que el puerto de Vladivostok, mucho más al norte, no podía ofrecer.
El tratado que ponía fin a la guerra entre China y Japón arrancaba al Imperio chino la península de Liaotung. Adiós al puerto libre de hielos. Y ya no era solo eso. Como intuía Witte, si Japón se instalaba en Liaotung, no se detendría allí. San Petersburgo recabó el apoyo de sus aliados europeos, Francia y Alemania, para obligar a los japoneses a renunciar a sus demandas sobre la península china. El Imperio nipón tuvo que ceder a las presiones y contentarse básicamente con Taiwán.
El pueblo japonés lo consideró un trato humillante, y su resentimiento se convirtió en indignación dos años después, cuando el imperio del zar dejó al descubierto sus intenciones. Rusia impuso al gobierno chino un acuerdo por el que obtenía la concesión de Liaotung –con Port Arthur– durante 25 años prorrogables. Japón vio claro que necesitaba aliados y que el enfrentamiento con Rusia era bastante probable.
Promesas incumplidas
Las relaciones diplomáticas ruso-japonesas empeoraron en 1900 a raíz de la guerra de los Bóxers, en que el estallido de una revuelta xenófoba en China desencadenó la intervención de un contingente europeo. A él se unió Japón para impedir que Rusia tomara ventaja de la situación, pero los nipones no pudieron evitarlo.
El foco más activo del movimiento xenófobo se encontraba en Manchuria, precisamente donde las fuerzas rusas eran mayores. El Imperio zarista lo aprovechó para ocupar toda la región, a lo que Gran Bretaña y Japón respondieron con una enérgica protesta. Cediendo a las presiones, los rusos decidieron firmar un acuerdo con el gobierno chino que preveía la evacuación de las tropas de Manchuria en varias fases.
La primera fase de evacuación de las tropas rusas de Manchuria se llevó a cabo puntualmente, pero cuando llegó el momento de poner en marcha la segunda fase, en 1903, Nicolás II decidió no solo no cumplirla, sino obtener de China nuevas concesiones en la región. Tokio intentó solucionar la crisis por la vía diplomática. Ofreció a Rusia el reparto de zonas de influencia: Japón reconocía la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea.
En San Petersburgo, la propuesta contó con el favor de algunos de los miembros de la corte, como Sergei Witte, en ese momento apartado del poder por el zar y que, consciente de las flaquezas del Imperio, siempre había abogado por una expansión por medios distintos de los militares.
Nicolás II no accedió a la oferta ni propuso alternativas. Creía que Japón no iría a la guerra. A principios de enero de 1904, Tokio optó por romper las relaciones. Días después, la marina nipona atacaba por sorpresa a las fuerzas rusas destacadas en Port Arthur.
Estalla la lucha
Pese a todo, Nicolás II no se alarmó. Sobre el mapa, Japón era un país mínimo que no hacía tanto que se defendía con katanas. El zar se dejó arrullar por el fervor popular en una empresa que parecía hacer olvidar las incipientes muestras de descontento social.
Pero las ventajas del Imperio ruso eran solo aparentes. Los efectivos rusos en Manchuria eran inferiores. Los refuerzos podían llegar únicamente por el ferrocarril transiberiano, que no estaba listo para el transporte de grandes cantidades de hombres y suministros. Para asistir a la flota de Port Arthur apenas podría contarse con la de Vladivostok, impedida por los hielos, ni con la del mar Negro, que por convención internacional tenía prohibido atravesar el estrecho del Bósforo, mientras que la del Báltico tendría que rodear África antes de llegar a la zona de conflicto. A pesar de todo esto, en San Petersburgo, como en casi toda Europa, primaba la convicción de que Rusia saldría vencedora.
Frente al ataque de la flota japonesa dirigida por el almirante Togo, el vicealmirante ruso Makarov, al mando en Port Arthur, apostó por una estrategia ofensiva que arrebatara a los nipones el dominio del mar Amarillo. Sus objetivos se truncaron cuando, al regresar al puerto tras una incursión, su nave topó con una mina. Murieron Makarov y casi toda la tripulación. Los japoneses tuvieron desde ese momento el control absoluto del mar.
Ante el revés, el zar puso al contralmirante Rozhestvenski a la cabeza de la flota del Báltico, que tendría que prepararse para emprender una travesía de varios meses hasta Port Arthur. Rozhestvenski, un mando competente y severo, accedió con una petición. Era consciente de que Port Arthur caería antes de su llegada, y solicitó el refuerzo de la flota –un montón de chatarra– con la compra a Argentina y Chile de siete cruceros de fabricación reciente. Su solicitud se aceptó, pero no se llegaría a cumplir.
Mientras tanto, un ejército japonés pasaba de Corea a Manchuria, y poco después un segundo contingente desembarcaba en la península de Liaotung. Port Arthur estaba rodeado. En cuestión de semanas, las fuerzas niponas entraban en el vecino puerto de Dairen, evacuado por los rusos.
Los intentos del general Kuropatkin, comandante de las tropas rusas en Manchuria, de romper el cerco de Port Arthur no tuvieron éxito y, tras una contraofensiva japonesa, los rusos se vieron, además, obligados a retirarse al norte, hacia Mukden.
De Port Arthur a Tsushima
En enero de 1905, tras un asedio de cinco meses, Port Arthur se rendía. Las naves de Rozhestvenski, que habían partido de Rusia a finales del año anterior, se hallaban aún en Madagascar. El desastre causó una honda impresión en el Imperio y atizó a la oposición interna, que pedía reformas sociales y libertades políticas.
Pocas semanas después de la caída de Port Arthur, una multitud reunida ante el palacio de Invierno en demanda de mejoras era dispersada a tiros por la guardia del zar. El episodio, que pasó a la historia como el Domingo Sangriento, se cobró más de cien muertos y dos mil heridos.
Sin embargo, la pérdida de Port Arthur no había decidido la guerra. El grueso del ejército ruso seguía intacto. Las tropas del zar y las del Sol Naciente se enfrentaron en la batalla de Mukden y, esta vez sí, los japoneses infligieron graves daños al ejército ruso, que no tuvo más remedio que replegarse al norte de esa ciudad. Manchuria se había convertido de pronto en un sueño fuera de su alcance.
Quedaba Rozhestvenski, la última esperanza del zar. Al contralmirante, en cambio, no le quedaba ninguna. Con los medios de que disponía, estaba convencido de que navegaba hacia el desastre. Desoídas sus opiniones al respecto, se resignaba a perder la vida en combate, aunque dispuesto a convertirse en un enemigo difícil de batir.
Mediado mayo, dejaba atrás las costas de Indochina. Sus órdenes eran unirse con la flota de Vladivostok, ahora libre de hielos. Se decidió por la ruta menos mala, aun sabiendo que era la más directa hacia la armada japonesa: a través del golfo de Corea. A finales de mes, Togo y Rozhestvenski se enfrentaron en el estrecho de Tsushima. Fue un duelo a la altura de sus aptitudes, pero el contralmirante volvía a estar en lo cierto. La flota del Báltico no estaba en condiciones. Fue casi completamente destruida y su comandante capturado.
La rápida firma de la paz
La derrota en Tsushima y los aires de rebelión interna convencieron al zar de la necesidad de negociar la paz, para lo que rehabilitó al conde Witte. Japón, pese al triunfo, tenía la misma prisa, porque el esfuerzo bélico había dejado exhausto al país. Ambos contendientes aceptaron la oferta de mediación del presidente estadounidense Theodore Roosevelt, y en agosto se inauguró la Conferencia de Portsmouth.
Japón logró el control de la península de Liaotung y de la parte meridional de Sajalín, el protectorado sobre Corea y la evacuación del ejército ruso de Manchuria. Menos de lo que esperaba. Aun así, el prestigio japonés creció como la espuma en el resto de Asia, que no previó el dominio, tanto o más feroz que el occidental, que la nueva potencia impondría sobre buena parte del continente en los años siguientes.
Para la Rusia autocrática representó un paso más hacia la tumba. El estallido de la Revolución de 1905, aplastada a finales de año, fue el preludio de la que doce años después derrocaría a Nicolás II.
¿Y qué fue de los dos contendientes de Tsushima? En el juicio por la derrota, celebrado en 1906, Rozhestvenski se autoinculpó, pero la sentencia le declaró inocente, tras lo cual decidió retirarse. Murió en 1909, a los 60 años. En cuanto a Togo, convertido en héroe, fue nombrado jefe del Estado Mayor Naval y miembro del Consejo Supremo de Guerra. Recibió el título de conde y se le encargó la educación del príncipe heredero Hirohito. Murió en 1934, a los 86 años.