No debe ser fácil ejercer a la vez de temerario guerrero, invencible estratega militar y sanguinario genocida a tiempo completo. Más aún si tus enemigos son, entre otros, el imperio otomano, las hordas mongolas y la China de la dinastía Ming. Ante tamaño desafío, Tamerlán, héroe nacional de lo que hoy es Uzbekistán y sádico tirano para el resto de la humanidad, hoy diría: «¿Que no? Agárrame el cubata».
Su nombre real era Amir Timur (Tamerlán es una adaptación europea de su mote, Timur-i-Lang: en persa, Timur El Cojo) y nació en 1336 en el seno de una modesta familia. Incluso hay quien le atribuye unos prometedores comienzos como ladrón de ganado. Primero se dedicó a robar ovejas, luego vacas y, al final, cansado de tanto animal, se dedicó a hacer el ídem: arrasar poblados enteros sin dejar más supervivientes que quienes se unían a sus fuerzas. Nada nuevo bajo el sol en las estepas de Asia central durante la Edad Media, regadas de sangre con periodicidad regular.
Empezó con solo cinco jinetes a su cargo y acabó liderando ejércitos de más de 200.000 hombres. De masacre en masacre y tiro porque me toca, Timur fue subiendo en el escalafón de mando de las tribus nómadas hasta autoproclamarse sucesor de su idolatrado Gengis Kan. Sin embargo, nunca llegó a utilizar el título de kan o máximo gobernante. Prefirió seguir siendo emir al estilo trama Gürtel: con una serie de testaferros o gobernantes títere para hacer uso (y abuso) de su soberanía.
Malvado era un rato, pero listo, también. Se hacía llamar Espada del islam, más por lograr la adhesión de sus súbditos musulmanes que por verdadera fe islámica, según refieren algunos cronistas de la época. Una táctica que le sirvió para esconder su barbarie bajo el tupido velo de la guerra santa contra los impíos.
Christopher Marlowe, Händel, Poe, Borges… todos se rindieron ante la figura de Tamerlán. Su genio bélico quedó patente en batallas como la que sirvió para conquistar Delhi. Para defender la ciudad, el sultán hindú puso en juego su mejor arma: elefantes de guerra cubiertos de cota de malla para atemorizar a las hordas mongolas. Tamerlán, que se las sabía todas, colocó heno en los lomos de sus camellos, le prendió fuego y azuzó a los animales para que se lanzaran contra los elefantes. El resultado fue una estampida de los paquidermos contra sus propias tropas. Destruidas sus defensas, la ciudad fue saqueada y reducida a cenizas.
Como capital de su imperio, Tamerlán eligió Samarcanda, cuya sola mención evoca la ruta de la seda, los olores de especias exóticas y la belleza de su arquitectura. A ello contribuyó decisivamente el propio Timur, que reconstruyó la ciudad y le dio ese halo mítico que todavía hoy conserva. Tras cada conquista, se dice que Tamerlán perdonaba la vida a los sabios, artesanos, poetas y arquitectos, que eran enviados de inmediato a Samarcanda. Gracias a ellos convirtió la capital en un centro de alto rendimiento de las artes. Y es que, como los mejores villanos, Timur también tenía su lado sensible.
«¿Qué es lo mejor de la vida?», le preguntaba un general mongol a Conan el bárbaro en la película dirigida por John Milius, el más salvaje de los integrantes del Nuevo Hollywood. «Aplastar enemigos, verles destrozados y oír el lamento de sus mujeres», contesta Arnold Schwarzenegger con su expresividad de culturista austriaco. La frase bien podría ser el leit motiv de Tamerlán que, tras imponer su reino del terror, formó un harén con las mujeres e hijas de los rivales que iba derrocando, hasta acumular 18 esposas e innumerables concubinas. Pretendía propagar la semilla timúrida, a imagen y semejanza de lo que hizo Gengis Kan. El resultado fueron 34 hijos varones y cerca de un centenar de nietos, que dilapidaron sus conquistas en apenas un siglo.
Cuando enfilaba hacia territorio chino para seguir ampliando su imperio, Timur murió por unas fiebres a los 68 años de edad. Según cuantifican algunos historiadores, su pulsión genocida dejó 17 millones de muertos, el 5% de la población mundial en el siglo XIV. Pero Tamerlán se guardó en la tumba un último logro póstumo: la maldición que emocionó a Iker Jiménez. Según la leyenda, en su mausoleo de Samarcanda una inscripción advertía: «Cuando regrese a la luz del día, el mundo temblará». El 20 de junio de 1941, el cuerpo embalsamado de Timur fue exhumado para su estudio. Dos días después, Hitler lanzó la Operación Barbarroja contra la URSS. El cadáver fue colocado de nuevo en su tumba por orden de Stalin en noviembre de 1942. Tres meses después, los soviéticos ganaban la decisiva batalla de Stalingrado. La última victoria del hombre que quiso ser Gengis Kan.