Cuentan que durante el estreno del Bolero de Maurice Ravel, al son de esta melodía reiterativa e in crescendo , una vieja y digna dama se retiró furiosa del teatro exclamando: “Esta es la obra de un loco”. El autor al enterarse del comentario, dijo con una sonrisa, “Me ha comprendido”. Las palabras de Ravel sonaban irónicas y hubiesen quedado como una humorada de no ser por el drama que se abatió sobre la capacidad creadora del músico. A esta insidiosa lentitud mental que aquejaba al autor, Ravel la dio en llamar “anemia cerebral”. En realidad fue más que una “anemia”, ya que una parte de su cerebro dejó de funcionar y bloqueó la concepción del acto disociándolo de la motricidad necesaria para llevar a cabo una tarea en particular. Esta disociación por poco le cuesta la vida a Ravel, ya que un buen día, al arrojarse a una pileta de natación, se dio cuenta que no podía coordinar sus movimientos para nadar. De la misma forma le fue imposible escribir la música de la ópera sobre Santa Juana de Arco que tenía en su mente, pero que no podía plasmar en el papel.
A esta falta de ejecutividad se la llama apraxia; a la falta de capacidad de escritura se la llama agrafia y a la pérdida del entendimiento, afasia. Estos síntomas aparecen cuando se compromete la corteza cerebral de la zona parietal del hemisferio izquierdo (en caso de ser el paciente diestro). También existe en una zona parietal vecina, una parte de la corteza que rige la capacidad musical. Esta falta de reconocimiento de la música se llama, como ustedes bien adivinarán, amusia y por lo que verán, Ravel no llegó a padecerla.
El compositor, fue estudiado clínicamente por el Dr. Alajouanine, uno de los discípulos del Dr. Charcot y jefe del servicio de la Salpitiere, quizás el servicio de neuropsiquiatría más famoso de Europa antes de la Segunda Guerra.
El doctor comprobó que si bien Ravel podía reconocer la música, especialmente sus composiciones y hasta tenía la habilidad de señalar cuando un instrumento estaba desafinado, no podía ni leer música ni escribirla, aunque ejecutaba sus composiciones de memoria (si bien le era difícil pasar del sexto compás). Para colmar sus males, Ravel estaba consciente de esta imposibilidad.
Cuando Ravel fue estudiado por el Dr. Alajouanine, además de la afasia y la apraxia, la expresión oral y escrita, se habían dificultado a punto de hacerse deficiente para un hombre de su cultura y preparación. El compositor podía entender y responder a lo que le decían pero la agrafia comprometía la escritura.
De aquí nace la tortura final de Ravel, la música bullía en su cabeza, Juana de Arco y Morgaine (un ballet basado sobre la historia de Alí Babá) se agolpaba en su mente pero no fluía sobre el papel ni podía ejecutarla. La música había quedado prisionera del cerebro del compositor.
En esta época, sin la asistencia de los diagnósticos por imágenes, se decidió hacer una craneotomía exploratoria, empujados por la sospecha de que un tumor cerebral comprometía este sector del encéfalo.
La cirugía fue realizada por un conocido neurocirujano, el Dr. Clovis Vincent, en búsqueda del tumor aunque solo encontró un cerebro encogido, secuela de una atrofia neuronal difusa. No había nada para hacer y entonces no tomaron ninguna muestra del cerebro para el estudio anatomopatológico, material que hoy podría iluminarnos sobre la causa precisa de este deterioro que nos privó de las obras finales del músico. ¿Acaso nos perdimos otro Bolero o el despertar de algún fauno…? Difícil es decirlo.
Ravel murió pocos días después de la operación, el 28 de diciembre de 1937, en París.