Nació en Córdoba, el 29 de setiembre de 1844, hijo de don Marcos Juárez y Luque y de doña Rosario Celman. Realizó sus estudios en el histórico Colegio de Monserrat, y siguió la carrera de derecho en la Universidad de San Carlos, recibiéndose de abogado a fines de 1869. Se graduó de doctor en jurisprudencia, el 24 de marzo de 1874. Entretanto, en la residencia veraniega de Jesús María, estrechó fuertes vínculos con otro joven, Julio A. Roca, consolidados años más tarde a raíz del matrimonio de ambos con dos hijas de la familia Funes. En 1872, casó con doña Eloísa Funes, con la que tuvo prolífica descendencia. En ese mismo año, comenzó su carrera política, siendo electo miembro de la Municipalidad de Córdoba. Ejerció su profesión en el estudio del doctor Antonio del Viso, y militó en el Partido Autonomista que acaudillaba en Buenos Aires, el doctor Adolfo Alsina. Seguramente, por influencia de su cuñado Roca, comandante de la frontera en Río Cuarto, fue electo senador provincial, pero su mandato lo rechazó la Cámara. En 1877, cuando el doctor del Viso asumió el gobierno de Córdoba, lo nombró ministro de Gobierno desempeñándose hasta 1880.
Mantúvose vinculado con Roca, quien, en 1878, era designado para ocupar el Ministerio de Guerra, convirtiéndose en el sostén de aquellos gobernantes. Triunfante Roca en la campaña electoral del 80, asumió la presidencia de la Nación, mientras Juárez Celman, respaldado por su amigo, fue nombrado gobernador de Córdoba, asumiendo el mando el 17 de mayo de 1880. Fue un gobernante liberal y progresista. Pese a la enconada oposición de influyentes, estableció el Registro Civil, el primero de la República. Dotó a la provincia de ferrocarriles, puentes, caminos, obras de irrigación; fomentó la instrucción pública, creó gran número de escuelas; implantó el régimen municipal, perfeccionó la legislación en general e inició la reforma de la Constitución. Regularizó el crédito financiero de la provincia, cubriendo en gran parte la deuda flotante, e incrementó la edificación. El 31 de julio de 1883, fue elegido senador nacional, cargo que ejerció hasta el 30 de junio de 1886.
Durante su actuación parlamentaria, intervino en los debates relacionados con la fundación de escuelas normales para varones, en las obras de canalización del Riachuelo, construcción de cuarteles y preparación del presupuesto nacional. Pero no dejó ningún discurso de gran aliento, faltándole capacidad para ser orador. A sus características políticas, la prensa le había puesto apodos graciosos, todos peyorativos y en ocasiones acertados. En abril de 1885, la simpatía de Roca se concretó públicamente hacia él, y en el banquete de la inauguración del ferrocarril de Mendoza a San Juan, se lanzó su candidatura. Luego en San Juan se ratificó el anuncio, mientras en Tucumán y Buenos Aires, se encargaban de hacer otro tanto. El 10 de noviembre, bajo la forma de otro banquete, fue proclamado candidato a la presidencia, pero le faltó el concurso popular. El mismo día, dábase un manifiesto como síntesis de su programa, que luego repitió al inaugurar las sesiones del Congreso al año siguiente.
Auspiciado en los círculos oficiales y apoyado por el gobierno en los comicios del 11 de abril de 1886, fue elegido presidente de la República, y como vice, el doctor Carlos Pellegrini. El 12 de octubre tuvo lugar la transmisión del mando, sucediendo al general Roca. Constituyó su ministerio con figuras vinculadas a la anterior administración. El triunfo de Juárez Celman, apoyado por el Partido Nacional, daba la impresión de que contaba con un apoyo sólido en todo el país, pero ello era una ficción. Los gobernadores de provincia, adictos todos a la política del presidente, contribuyeron con su acción, a dar cohesión aparente a una fuerza política en verdad artificial, porque no era sino una conjunción del oficialismo. Sin embargo, su administración también resultó de progreso para el país, y en especial, para Buenos Aires. Incorporó a ella, los partidos de Belgrano y de San José de Flores (28 de setiembre de 1887). Hizo levantar el primer censo general del municipio. Se inauguró parte del puerto de esta ciudad, y más tarde, los puertos de Rosario y La Plata. Amplióse la Casa de Gobierno, se construyó el gran palacio de Obras Sanitarias, el Departamento Central de Policía, abrióse la Avenida de Mayo, y los proyectos para el Teatro Colón, como el Palacio del Congreso, que imprimieron un gran adelanto a la ciudad. La red ferroviaria llegó a duplicarse y el número de inmigrantes aumentó considerablemente.
A la par el capital concurría en cantidades fabulosas. En la Bolsa de Comercio se efectuaban mensualmente transacciones por valor de 1.500 millones de pesos. Las operaciones de compraventa de bienes raíces alcanzaron a 300 millones. Representantes de banqueros europeos ofrecían dinero a granel a las provincias y municipalidades, y más de 50 bancos recientemente fundados competían para prodigar crédito en toda forma. La fiebre económica conmovía la moral social. Todos estos desaciertos presagiaban una grave crisis económica, la que no tardó en aparecer a mediados de 1889, y que se agudizó con el tiempo. En mayo de 1890, Juárez Celman en su mensaje al Congreso, reconocía la gravedad de la situación. Decía que “Las dificultades financieras han aumentado en intensidad, asumiendo los caracteres de una crisis económica y comercial que ha afectado todos los valores, ha restringido el uso del crédito, ha encarecido los consumos, llegando hasta despertar alarmas y desconfianzas en los espíritus. Esta crisis esperada tiene por causas eficientes, errores fatalmente multiplicados por todos los que lanzados en los caminos de la especulación y seducidos por las grandes facilidades del éxito, abusaron extraordinariamente del crédito público y privado, abultaron los valores, los crearon puramente imaginarios, fomentando sobre ellos operaciones que debían forzosamente arrastrarlos a la ruina”. Esta situación se agravó con la agitación política que provocó el surgimiento de un gran movimiento de oposición al gobierno, a quien se le imputaban los errores cometidos.
En setiembre de 1889, tuvo lugar la primera asamblea organizada por los elementos opositores en el Jardín Florida, quedando constituida la “Unión Cívica”, que tuvo el apoyo de la juventud. Pronto la agrupación extendióse por toda la República, adhiriéndose a ella personalidades destacadas como el general Mitre, Estrada, López, del Valle, Irigoyen y Alem. El 13 de abril del año siguiente, se celebró otra gran reunión, con mayores elementos en el Frontón Buenos Aires, asistiendo no menos de 30.000 personas. Los dirigentes de la Unión Cívica creyeron necesario para conseguir los fines que declaraban de moral administrativa y libertad política, recurrir a la revolución. Los trabajos preparatorios estuvieron a cargo de una Junta en la que se significó como jefe virtual del movimiento el doctor Alem. Los revolucionarios contaban con el apoyo casi total del pueblo de la Capital, con una gran opinión en todo el país y la adhesión de jefes del ejército.
El 26 de julio de 1890 se produjo el estallido. Varios cuerpos de la guarnición de la Capital sublevados se apoderaron del Parque de Artillería, donde se instaló la Junta Revolucionaria. Se combatió con verdadero encarnizamiento durante tres días. Juárez Celman se embarcó hacia Rosario, y Pellegrini con el ministro de Guerra, general Levalle, se hicieron cargo de las operaciones, al cabo de las cuales, este último que estaba al frente de las tropas del gobierno, dominó la rebelión. Si bien la revolución resultó vencida, el gobierno quedó completamente aislado y falto de apoyo en todas partes. En el Congreso, el diputado del oficialismo Larsen del Castaño, pronunció palabras que en ese grupo nunca se habían escuchado: “Aquí estamos para decir al gobierno lo que queremos y no lo que quiera el gobierno”. Era el comienzo de la rebelión parlamentaria, apunta Caillet Bois. El senador por Córdoba, doctor Manuel D. Pizarro, pronunció estas palabras que se han inmortalizado: “Los entusiasmos y las dianas de la victoria ¡no acompañan al vencedor! ¡La revolución, señor presidente, está vencida, pero el gobierno ha muerto!”. Al día siguiente, la policía secuestró la edición de “La Nación” que publicaba el discurso de Pizarro. En los mismos círculos oficiales ya no encontraba apoyo Juárez Celman, y se presionaba para que abandonase el cargo. Ante estas dificultades, el presidente elevó al Congreso su renuncia, la que fue aceptada por gran mayoría. Allí dijo: “he sido vencido por la política del vacío de mi propio partido… La confianza es esencial. Necesito los hombres y no puedo encontrarlos”. Se le dio las gracias por los importantes servicios prestados al país. La renuncia lleva fecha del 6 de agosto, y el doctor Aristóbulo del Valle hizo la apología de la Revolución. En aquella solemne asamblea, el senador por Buenos Aires, doctor Dardo Rocha, pidió que se le aceptara por aclamación, y el general Lucio V. Mansilla, diputado por la Capital y presidente de la Cámara, se pronunció por su rechazo. El Congreso encontró la solución de la crisis planteada responsabilizándolo al presidente, pero el cuerpo legislativo, más culpable que él mismo, salió indemne.
Las cuentas de la administración de Juárez Celman fueron aprobadas por el Congreso recién en 1907. Retirado a la vida privada, se entregó de lleno a su hogar. Falleció en su estancia “La Elisa”, en Arrecifes (Prov. De Bs. As.), el 14 de abril de 1909, a los 64 años de edad. Sus restos descansan en el Cementerio del Norte, y el gobierno nacional decretó los honores que le correspondían. Encabezaron el cortejo, el presidente de la República, doctor José Figueroa Alcorta, y el general Roca. Hablaron en sus exequias, los doctores José Gálvez, Ramón J. Cárcano, Julio Olmedo, Héctor C. Quesada y José Ingenieros. Al día siguiente, el diario “La Nación”, que militó en filas opositoras, expresó que: “Vio sin rencor la ingratitud y aceptó sin amargura la deslealtad”. Juan Balestra en El Noventa, perfiló su personalidad hacia 1886, cuando era presidente de la República. Señaló que “era barbirrubio, gastando perilla triangular, de estatura mediana y aspecto simpático…” Su vida privada era ordenada y jovial. Sin empaques ni arrogancias, afable sin ser efusivo, ya agudo, ya frívolo, daba la impresión de un hombre gentil, desaprensivo hasta parecer ingenuo en ocasiones. Era leal y generoso en la amistad y fugaz en el rencor; celoso de aparecer más que de ser prepotente; ni bastante duro para hacerse temer, ni bastante recto para hacerse respetar; hábil para dejarse querer. Su criterio era liberal y utilitario; y con la propensión de los abogados de no encerrarse en convicciones ni percatarse de que es falso lo que les conviene tener por verdadero… Movedizo e irascible en lo pequeño, sobre todo si tocaba su amor propio, enérgico en los peligros, dócil al afecto, resabiado en las dificultades y mimoso en el éxito, era en el fondo tolerante y comprensivo… Se creyó el iniciador de una nueva era en que “la austeridad fuera tenida por egoísmo y la prodigalidad por virtud”.