“Soy un testigo privilegiado de la naturaleza humana”, asegura Omar López Mato, médico de profesión e historiador de alma. Un hombre curioso que eligió dedicar sus días a una tarea tan apasionante como reveladora: ayudar a las personas a ver. Lo hace en su doble rol, como oftalmólogo y como escritor de libros históricos porque, según cuenta, fue gracias a la Medicina que sintió el llamado de salir a buscar algo más, algo que lo apasionara más allá de la ciencia. “Durante muchos años la carrera médica me llevó una dedicación absoluta. Hasta que en un momento, cuando ya tenía un cierto nivel profesional, me dije que no podía leer solo lo último que se publicaba sobre Oftalmología. Necesitaba crecer desde otro lugar y encontré ese espacio en la Historia”, comparte y cuenta que fue durante sus paseos por el cementerio de la Recoleta para visitar los restos de sus familiares que prestó atención de los numerosos apellidos ilustres que allí se encontraban y comenzó a recolectar historias, datos, cifras. Así, hace veinte años, nació su primer libro, Ciudad de Ángeles, una investigación que reúne relatos sobre la vida de quienes descansan allí y los acontecimientos que los rodearon.
Hoy lleva publicados más de veinte títulos y es director de Olmo Ediciones, una editorial dedicada a temas históricos, artísticos y médicos, en la que publicó también Cuadros clínicos, Fiebre amarilla, entre otros. “Hay muchos escritores que han sido médicos, incluso algunos muy famosos. Me vienen a la cabeza Antón Chéjov, Arthur Conan Doyle y el argentino Eduardo Wilde, médicos que han sabido cultivar su veta artística a través de la Medicina, que siempre brinda una percepción muy particular de la condición humana”, reflexiona López Mato en diálogo con Sophia. En otro de sus libros, La Patria enferma, por ejemplo, habla de los males que aquejaron a personalidades de nuestro pasado en busca de un diagnóstico para este país cuya salud ya se perfilaba frágil, agrietada. “La Argentina sufre de una gran inmadurez. Hoy estamos viviendo la emergente de muchos años de decadencia y de la pérdida de prioridades, en una discusión interna permanente acerca de cuál es el modelo de país que deberíamos seguir, pero sin llegar nunca a definirlo”.
–¿Cuáles son los síntomas más visibles?
–No son tanto las diferencias de pensamiento, que siempre van a existir, como las variables económicas: el nuestro es un país en guerra. Basta cotejar esas variables con otros países que se encuentran en una situación bélica y las nuestras son peores. Es una comparación muy antipática, pero muy actual: Afganistán tiene menos inflación que la Argentina y, a pesar de los talibanes, su moneda se ha devaluado menos que la nuestra. Hemos tenido una política del derroche desde hace muchos años, la permisividad de gastar porque con la próxima cosecha siempre terminamos pagando las deudas. Esa cosa tan arraigada de la grandilocuencia, de “Dios es argentino”. Yo diría que la política argentina padece de realismo mágico.
–¿Cuándo comenzó todo esto?
–Es algo muy discutido entre los historiadores y los políticos. Muchos dicen que es una herencia del imperio español, que fue el más corrupto de la historia. En España los reyes vendían los puestos, entonces los funcionarios venían a las colonias americanas a enriquecerse. Buenos Aires se dedicó desde el comienzo al contrabando y fue esa la actividad gracias a la cual subsistió. Las normas del mercantilismo español eran perversas y, durante años, las clases más acomodadas vivieron así. Nuestras riquezas fueron saqueadas; nacimos hijos de un orden fraudulento.
–¿Eso cambió con nuestra independencia?
–En verdad, la declaración del 25 de mayo de 1810 fue una declaración de libertad económica. Dos años antes los criollos habían peleado junto a los españoles contra la dominación británica, pero ahora había que sacar a España, porque era la oportunidad de desplazar a su oligarquía mercantilista por una nueva elite económica local por fuera del blindaje español. La libertad, en el sentido más amplio, llegó después. Argentina fue el único país que tuvo esa primera “independencia” enmascarada, pero hasta 1815 la bandera española ondeó en el fuerte de Buenos Aires. Nuestras revoluciones fueron recubiertas de lindas palabras: libertad, soberanía, autonomía. Pero, en última instancia, las guerras siempre son conflictos económicos violentos.
–¿Fueron años de muchas discrepancias internas?
–Se vivía una situación ambivalente y recién a instancias de muchas presiones se logró la verdadera independencia, el 9 de julio de 1816. Desde entonces se configura como un país muy particular, uno de los primeros que se quita el yugo español, pero de los que más demoró en tener una constitución. El primer intento fue en 1819, pero la mayoría de los participantes eran unitarios y sacerdotes y las provincias no los querían. De hecho, la mayor parte de los personajes que declararon la independencia de 1816 terminaron presos en ese entonces. En 1824 hubo otro intento pero, otra vez, le daba preponderancia a Buenos Aires y el interior no la aceptó. Hasta llegar a 1853 una serie de guerras civiles mostró periodicamente las discrepancias entre la estructura unitaria con predominio de Buenos Aires y la federalista, que hoy sigue siendo una diferencia.
–¿Esa sería nuestra primera grieta?
–De algún modo podríamos decir que sí. Es un tema de coparticipación que aún no está resuelto. Las provincias, como generalmente estaban gobernadas por la oligarquía local terrateniente que no quería recargar de impuestos a los productores locales, esperaban que los porteños les dieran la coparticipación de lo que ingresaba por aduana. La gran parte de los conflictos que se producen durante los primeros veinte años de vida constitucional después de la batalla de Caseros es por cómo se distribuye el dinero de Buenos Aires. Las batallas de Cepeda y de Pavón, por ejemplo, son el resultado de eso: Buenos Aires negándose a darle su patrimonio a “las hermanitas pobres”, como les decía a las otras provincias.
La construcción del relato
“Construimos una historia perfecta de seres imperfectos y nuestro devenir ha resultado desastroso. Hemos pintado personajes en blanco y negro, buenos y malos, sin considerar que nuestra existencia transita en una escala de grises”, describe con claridad y contundencia López Mato en uno de sus libros a esa forma simplificada de presentar los acontecimientos de nuestro pasado, algo que él mismo buscó revisar desde chico. “Siempre me preguntaba por qué los próceres argentinos eran todos santos, impolutos. Contra esa idea me rebelé desde muy joven y después, leyendo, me di cuenta que no eran como nos los enseñaban”, destaca.
–Nos hemos educado con una historia narrada a través de la revista Billiken. ¿Quién construyó ese relato y por qué casi no se ha revisado?
–Esa es una gran pregunta. En realidad, lo que uno tiene que ver es que la inmigración acá fue muy importante: más de la mitad de la población de Buenos Aires eran españoles e italianos. Entonces, al hijo del inmigrante había que contarle una historia con un cuentito fácil de comprender para que se lo pudieran transmitir a sus padres y que ellos pensaran “¡A qué lugar fantástico vinimos a parar!”. De hecho, durante los primeros diez años de la historia argentina hubo inclinaciones monárquicas, como las había en todo el mundo: San Martín era partidario de la monarquía constitucional; Belgrano había sido enviado a España para secuestrar a un príncipe y traerlo a la Argentina y ya tenía todo preparado; Pueyrredón también había querido traer a un monarca francés. Pero eso en los libros no te lo cuentan. ¿Por qué? Porque a quienes venían escapando de las arbitrariedades de la monarquía europea no se les podía hablar de eso. Y así se inventa esta historia de buenos y de malos, que tiene el problema de que al final terminan siendo muy buenos, o muy malos. Todos los intelectuales que fueron víctimas del rosismo se refugiaron en Montevideo y esa gente construyó la primera historia argentina, a través del relato de Bartolomé Mitre, el primero en escribir sobre Belgrano y San Martín.
–¿O sea que la noción histórica que tenemos es una lectura infantil?
–Sí, era una versión para niños. Billiken seguía el calendario escolar con esa finalidad, armando un poco una mescolanza con los meses y los acontecimientos. Lo que pasó después es que en vez de decir, pongamos en 1930, “tenemos que cambiar de versión”, la historia continuó.
–¿La misión de los historiadores es desmistificarla?
–Sí, sobre todo con algunos personajes, especialmente uno muy exaltado, que es San Martín. No porque no sea alguien fundamental, sino porque se convierte en un modelo peligroso para nuestra propia integridad nacional. ¡El Santo de la Espada! Él mismo se hubiese reído de escuchar algo así. A veces, los parámetros idílicos hacen que sea muy difícil equipararlos y dejar la vara tan alta termina jugando en contra de nuestro país. Nuestra historia fue mucho más revuelta de lo que nos cuentan y eso explica muchas cosas.
–¿Qué lectura podemos hacer quienes no nos especializamos en el tema?
–Siempre hay que ver cuáles fueron las génesis económicas y sus consecuencias. “¡Pelábamos por la independencia!”. ¿La independencia de qué? Era por la indepencia de comerciar con otro mercado. O invadir un país para “liberarlo”, que en realidad significaba quedarse con tierras. Tenemos que empezar a ver las cosas con menos inocencia. Pero es verdad: ¿le vamos a explicar eso a un nene de 10 años? El problema es que, cuando los chicos crecen, muchas veces siguen creyendo una historia edulcorada. Recuerdo que en cuarto grado la señorita Elsa me hablaba de que San Martín era tan bueno y de hábitos tan simples, que siempre comía de pie. Y yo me preguntaba cuál era el mérito.
–Hablando de eso, días atrás una profesora de La Matanza generó polémica por su mirada sobre la historia reciente y su clara defensa al kirchnerismo. ¿Qué nos enseñó ese debate?
–Que la historia siempre decantar. No podemos contar un hecho que ocurrió ayer como algo histórico, porque todavía es un proceso que está en discusión. Hay una perspectiva que generalmente se respeta, que es de 20 años para atrás. De 20 años para acá siempre van a surgir contradicciones. Por eso, hay que darles a los chicos libertad de interpretación y datos lo más objetivamente posible. El debate histórico es importante, pero no de una manera tan precoz; hay una perspectiva que solo te da el paso del tiempo. Pero siempre hubo un tinte político. Durante el peronismo de los 50 los textos de historia eran muy parciales. Otro ejemplo: de a cuerdo a los procesos históricos hubo distintos “padres de la patria”: primero fue Belgrano, después Alvear y San Martín llegó después, con el relato peronista. Por decisión de Evita su figura se ilustra con ese cuadro que está en los colegios, el que tiene la bandera argentina atrás, donde se le borraron los rasgos autóctonos para hacerlo europeo. Siempre se hace historia y la historia se reescribe con cada generación a la luz de lo que está viviendo. Cuando uno tiene una pespectiva tan cercana, hay una mistificación, una glorificación del personaje que a lo mejor después, con el pasar del tiempo, va adquiriendo otro perfil.
–¿Hay personajes o situaciones de nuestra historia que te parezca que hay que poner en valor o, por el contrario, desmistificar?
–Hay figuras que se van desvalorizando solas, como la de Rivadavia, que fue un prócer impoluto hasta más o menos 1880 (Nota de la R.: Llevan su nombre una importante avenida porteña, una radio, los útiles escolares y hasta el sillón presidencial). Esa es la construcción a la que me refería: a partir de una revisión de sus manejos económicos y de la guerra con Brasil, Rivadavia cayó en desgracia. Por más que tenía ideas de avanzada, quizás muy avanzadas para su tiempo, se rodeaba de una corruptela que no lo hacía loable. A mí la figura que siempre me atrajo es la de Mitre, que no era ni buen general ni tampoco buen escritor dramático, pero sí era un magnífico historiador, con las parcialidades que todos tenemos. Y también era un gran prosista, por eso siempre que un personaje moría lo llamaban para hacer una semblanza. A pesar de todos sus errores, me resulta una figura más atractiva y balanceada que la de Sarmiento, que era un intelectual poderoso con fuertes contradicciones, un viejo cascarrabias que se peleaba con todo el mundo, al que sin embargo no hay que desmerecer, obviamente, al contrario. Y hay una figura que me encanta, como político y como escritor, que es Eduardo Wilde, un médico de espíritu abnegado que participó a brazo partido de la epidemia de la fiebre amarilla. Era un escritor magnífico, de cuyas páginas Borges dijo: “Son casi perfectas”. Los discursos que dio para la Ley de la educación laica y gratuita, que era un poyecto de Sarmiento, fueron increíbles, entablando duras peleas en el Congreso con quienes eran, en muchos casos, sus pacientes. Él hizo la Ley del registro civil y dio forma a la idea de la secularización del Estado. Sin embargo, fue perseguido, denostado y, lamentablemente, es una figura olvidada. Fue un personaje muy valioso para hacer grande a la Argentina y ningún colegio tiene un cuadro suyo. Les recomiendo que lean su libro de crónicas de viajes, es impresionante.
–Hablando de la fiebre amarilla, ¿qué similitudes y diferencias existen entre aquella epidemia y la pandemia que hoy atravesamos?
–Durante la epidemia de fiebre amarilla aparecieron dos cosas. Primero, la discriminación, porque en ese momento la ciudad estaba llena de italianos y, como se creía que la enfermedad se transmitía de persona a persona, se los persiguió: se quemaron los conventillos donde muchos de ellos vivían en condicciones precarias. El famoso cuadro de Blanes donde la mujer yace muerta y su hijo se amamanta fue un episodio real. Segundo, el ocultamiento de la información, los diarios de la época lo negaban. Fue justamente Eduardo Wilde quien dice de qué se trataba, porque había visto la enfermedad en Paraguay. La gente caía muerta y el miedo hizo estragos. Todos se lavaban las manos: las autoridades, la organización pública, la masonería. La mitad de los médicos se va de Buenos Aires y lo mismo los habitantes adinerados. Aparecen la falta de coordinación en el esfuerzo sanitario y el sálvense quien pueda. El presidente Sarmiento y Alsina, su vice, huyen. Y Mitre, que había sido presidente poco antes y era general de la Triple Alianza, se queda para servir como uno más, de casa en casa, y sigue escribiendo su diario todos los días. De hecho, se enferma de una forma clínica leve.
–¿Cómo creés que se va a narrar el brote de Covid-19 en el tiempo?
–Estudié bastante el tema de la Gripe Española, que fue hace justo un siglo atrás, y no hay demasiada literatura, aunque en Estados Unidos hizo estragos. Hemingway, Faulkner; ninguno habló sobre eso. Por el dolor que producen, las plagas se tienden a olvidar. Creo que no va a haber tantos relatos de esta pandemia. Cuando todo termine la sociedad va a caer en un ansia de vivir, de salir, de viajar, que es lo que siempre pasa después del encierro, el llamado Síndrome de Heidi. Probablemente vivamos durante un tiempo en una burbuja económica y luego ocurra algo parecido a lo que pasó en la década del 20, cuando se vivieron “los años locos”, que termina con la eclosión de la crisis del 29. Esa ansia de vida ha gestado, históricamente, procesos especulativos que más tarde o más temprano estallan. También después de la fiebre negra en Europa hubo una época desbocada que dio lugar al Renacimiento, donde aparecieron nuevas búsquedas de formas de expresión y de vida. Pero el proceso médico va a ir quedando atrás y, algún día, algún curioso se preguntará: “¿Cómo habrá sido la pandemia del año 2020?”.
TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO: sophiaonline.com.ar